domingo, 29 de diciembre de 2019

Diez lecturas



   Para mí, entre otros muchos placeres, el 2019 ha sido un año de muchas lecturas, unas nuevas y otras revisitadas después de los cambios que por fuerza inflige la vida. De todas esas experiencias, he decidido hacer una lista de las que más me han impactado y gustado más, sobre todo porque me han permitido inmiscuirme sin miramientos en las mentes y en las perspectivas de otras personas que aspiran al conocimiento y lo muestran con emoción y hondura, con una evidente intencionalidad artística y con originalidad. No lo he hecho a propósito, pero en mi lista hay paridad de autores y autoras, eso sí, todos son novelistas y han publicado sus obras en los últimos doscientos años, lo que no es sino una veleidad más del que elabora la lista, que se expone, sin más, por orden cronológico de publicación:


-1813, "Orgullo y prejuicio" de Jane Austen;
-1869, "El idiota" de Fiodor M. Dostoyevski;
-1877, "Belleza negra" de Anna Sewell;
-1895, "Jude el oscuro" de Thomas Hardy;
-1901, "Kim" de Ruyard Kipling;
-1956, "El Jarama" de Jesús Sánchez Ferlosio;
-1997, "El dios de las pequeñas cosas" de Arundhati Roy;
-2003, "La noche del oráculo" de Paul Auster:
-2016, "El bosque infinito" de Annie Proulx;
-2019, "Fragmentos del futuro" de Siri Hustvedt.

   Si compartes conmigo el entusiasmo o el disfrute por alguna de las diez obras citadas, te agradecería que compartieras conmigo algún comentario sobre ella. Y si no, que también me indicaras, a modo de sugerencia, alguna que pienses que puede ser buena compañía para mí en el 2020. Gracias por adelantado y que el nuevo año traiga también mucha literatura.



viernes, 20 de diciembre de 2019

Que lo disfruten



   Nada más absurdo que la repetición de clichés lingüísticos; nos hacen parecer tontos por muy bien que los defendamos. Y por otra parte, nunca han existido más clichés en las conversaciones diarias que ahora, lo que no quiere decir indefectiblemente que también ahora haya muchos más tontos que nunca (o al menos yo no voy a defender esa tesis, no sea que usted se ofenda y no le falte razón). La ciudadanía repite frases con una alegría que se podría considerar beatífica: que si los políticos son todos iguales, que si se avecina otra crisis económica, que si nunca se ha vivido tan bien como ahora, que si los catalanes quieren romper España y no vamos a consentirlo, etc., etc.; muchas de estas frases y otras peores que no me atrevo a reproducir, llamando cabrones a unos y cara pollas a otros, son mantras que se lanzan desde todo tipo de plataformas, en la creencia ¿falsa? de que una mentira, mil veces repetida, se convierte en verdad.
   Trate usted de argumentar otra cosa, aunque solo sea por el mero afán de llevar la contraria (uno de esos deportes que se aprenden en la adolescencia pero que luego con la madurez abandonamos, tal vez de manera irresponsable) y se llevará unas sorpresas de agárrate que hay curvas. Lo primero que le llamará la atención es que su antagonista accidental se sentirá herido en lo más profundo, socavando como está sus creencias más lúcidas, máxime si usted lo plantea con un tono asertivo, que sin duda entenderá como un intento por su parte de quedar por encima y dejarle por bobo irredento; lo segundo será su reacción: cuando usted podría esperar un discurso mínimamente organizado, sin demasiada retórica bien es cierto, se encontrará con un par de gritos furibundos, una apelación a los santos cojones de no quiero decir quién y al manto sagrado de la virgen María, todo ello finiquitado con un contundente y altamente español “¡coño!”.
   Lo cierto es que poco a poco la superficialidad va calando hondo en nuestros huesos de transeúntes del siglo XXI. Fuera de los círculos universitarios e intelectuales, los personajes pensantes de las películas de Woody Allen o las tesis filosóficas de Ingmar Bergman, por ejemplo, son percibidas como las entelequias de unos individuos psicóticos, cuando no alunados, a los que es mejor ignorar. El cine, como reflejo de la vida, se ha convertido en una sucesión de historias de súper héroes que, desde su diversidad funcional de mutantes, luchan por los valores tradicionales de los blancos, protestantes y anglosajones, los inevitables buenos contra los siempre amenazantes malos, o en una infinitud de comedias descerebradas para que la peña se ría de unos semejantes que muy bien se diría que son ellos mismos, con sus problemas de dinero, autoestima y sexo fracasado. Eso sí, superficiales pero dignos, muy dignos.
   En este 2019 que ahora va camino de terminar y de marcharse aliviado de lo que aquí nos deja, quiero recapacitar brevemente en algunos de esos mantras que se han puesto de moda o se han consolidado contra nuestra cordura. Como señor de cierta edad y de cierta experiencia, no puedo soportar que en muchos restaurantes, cafeterías e incluso bancos, se me invite a sentarme con una expresión especialmente odiosa: “bienvenido, chico”, o “chicos” si somos varios. Y lo peor viene después, cuando te sirven y te hacen el favor de desearte lo máximo para ellos, incluso cuando te traen una de esas hamburguesas que uno no le daría ni al gato, diciéndote “que la disfrute”.
   Porque es evidente para mí y para esos camareros imberbes que no soy ningún chico, y aún más evidente que yo, que podría, si se diera el caso, disfrutar de una comida en Lardhy o de un Möet and Chandon en una suite del Hotel Palace, no voy a disfrutar precisamente con una hamburguesa de McDonalds, un sándwich club en Vips o unas palomitas llenas de grasa de un cine de barrio, que si pido eso es por puro utilitarismo, sin convicción ni apasionamiento, pero que echo de menos en todo el glamour de antaño, actrices como Amparo Rivelles o Katherine Hepburn, y aún echo mucho más de más este aroma de banalidad que inspira en la actualidad los menús del día y la ropa de usar y tirar. Que, afortunadamente, ni somos ya tan chicos, ni estamos aquí de paso para consumir irreflexivamente la mierda que nos quieren vender como modernidad.

miércoles, 20 de noviembre de 2019

Marina y la cometa



  Los seres humanos nos movemos entre la rutina y el terror a la repetición indefinida de actos y pasiones. Por una parte, nos horroriza observarnos en un proceso monótono, sin cambios,  durante mucho tiempo y, por la otra, somos conscientes de que, ni queriendo, podemos hacer que se establezcan costumbres que duren cien años. Nada más difícil que la repetición sine die de aquellas ocupaciones que nos dan placer y nada más doloroso que pensar que acabarán pasando y convirtiéndose en nostalgia de un tiempo tal vez más feliz que otros. Hasta las peores experiencias se terminan y dejan un poso de vino agridulce en el recuerdo.
   Durante meses, posiblemente años, no puedo precisar las fechas porque tiendo a no grabar datos innecesarios en la memoria, estuve dirigiendo una tertulia literaria en una calle del Madrid de las Letras. Se celebraba los jueves. Por eso del ahorro energético, soy una de esas personas que funcionan como la batería del móvil y me descargo progresivamente a lo largo del día, solía tomar un café largo en el ambigú de un hotel de las inmediaciones de la estación de Atocha. No estaba solo: en muchas ocasiones me acompañaba una amiga de la tertulia, maestra de primaria y dibujante, con la que compartía confidencias y opiniones sobre arte, educación o literatura, mientras se hacía la hora de la reunión en torno a la poesía. Poco a poco, fue creciendo una amistad profunda, de cariño, de curiosidad hacia el otro, que desafiaba los rigores del otoño, el invierno y la primavera madrileños.
   Se llamaba Marina y era una superviviente. Alegre, de ojos chispeantes, con una risa tímida y risueña que hacía vibrar el aire, llenaba mis tardes de jueves de una paz serena, levemente desencantada, mientras la conversación giraba del mismo modo en que creaba sus cuadros: empezaba con una línea delgada que formaba círculos, triángulos, ojos, y poco a poco los iba compartimentando, limitando, rellenando, hasta que al final se convertían en un entramado denso en el que los pájaros, los ángeles o los peces competían por el espacio con las más dispares formas geométricas. En esas conversaciones, transitando por líneas delgadas a la aventura, no había límite para temas ni para digresiones, porque no había otro fin que el que imponía el reloj para abonar el importe de los cafés y llegar a la carrera a la tertulia, que rara vez tenía el encanto o la profundidad de las horas previas.
   Ahora que lo pienso, nunca tuve una discusión con Marina. No se trataba de que ella fuese dulce, porque mi amargura podría haber creado a veces desencuentros, ni de que fuera tolerante, porque mi propia intolerancia podría haber creado malentendidos, sino de que tenía la capacidad, poco común, de la suavidad en el trato con los demás, como un lápiz que se desliza por el papel en una línea firme pero continua para acabar dibujando un paisaje propio y ameno. Algunas personas tienen la cualidad de hacernos mejores y, lo sepan o no, a su paso dejan un mundo mejor, porque nos enriquecen profundamente. Como Marina.
   Luego, en una fecha cualquiera, dejamos de vernos. Ella se jubiló y yo dejé la tertulia. Seguimos en contacto por teléfono, por las redes sociales, por el correo electrónico, y nos dijimos muchas veces que teníamos que vernos, tomarnos un café, retomar aquellas conversaciones de piratas sin rumbo que tanto nos gustaban. Pero siempre sufríamos alguna contrariedad: un resfriado, un problema de movilidad, un post operatorio, un viaje, y la cita se iba posponiendo y posponiendo. Los cumpleaños pasaban, los dos del signo de Leo, y siempre nos decíamos que de ese año no pasaba. Este 2019 lo teníamos señalado como el definitivo y el café ya estaba servido encima de la mesa de nuestro ambigú de siempre, que en la espera ya había sido hasta reformado. Pero no pudo ser: un ingreso de urgencia en el hospital dejó la taza humeante sobre la mesa. Y nos tuvimos que despedir en una habitación de hospital, de un modo que nos hacía confiar en que llegaría ese café en otoño, y lo que llegó, sin embargo, fue un desenlace que no estaba previsto y que siempre es inevitable.
   Marina en mi recuerdo es una risa franca que se conmueve ante el azar y que juega a jugar el juego, mientras dice qué divertido y lanza líneas al aire hasta que te acaba enredando en su cometa. 


  

jueves, 24 de octubre de 2019

Entrevista en "Lo que opinan mis poetas"




El poeta segoviano Norberto García Hernanz me pidió que le respondiera a una encuesta sobre poesía que está realizando a algunos poetas que el considera suyos y por eso los recopila en una página electrónica que se llama "Lo que opinan mis poetas". Os dejo aquí el enlace a su blog y mi encuesta, en la que podéis encontrar algunas respuestas como la siguiente:

Me encantan los poemas largos. Me gusta hacerlos y me gusta leerlos. Narrativos, épicos, descriptivos, teatrales, crípticos, surrealistas, existencialistas o creacionistas, presentan un cosmos absoluto y total cuando están conseguidos, en los que el lector puede sentir de un modo similar al que lo hizo el autor. Estoy pensando en “La tierra baldía” de Eliot, en “La balada del viejo marinero” de Coleridge, en las “Soledades” de Góngora, en el “Altazor” de Huidobro… También en las “Coplas a la muerte de su padre” de Jorge Manrique o en el “Llanto por la muerte de Ignacio Sánchez Mejías” de García Lorca, por ejemplo. 

Si os interesa conocer el resto de la entrevista, que incluye algunas preguntas muy interesantes sobre el proceso creativo, solo tenéis que seguir el vínculo siguiente:

Jesús Jiménez Reinaldo






sábado, 12 de octubre de 2019

Unitario



   -Pues sí que has tenido mala suerte…- me dijo mi madre cuando le conté, recién publicada, la noticia.
    -Con lo grande que es España te tenían que dar a ti, precisamente a ti, un pueblo perdido. Si casi no has salido de Madrid ni en vacaciones, y ahora ya ves, Artieda, qué Dios sabe dónde está…
   En la cara de mi madre había contrariedad, claro, pero también una pizca de picardía maligna, como si esperara que el mayor de sus retoños se pusiera a llorar, como cuando era pequeño, y le fuera a pedir, por lo que más quieras, que le librara de aquella desgracia de tener que dejar su cómoda casa en un barrio bien de la capital para empezar a ejercer su carrera de maestro en una escuela unitaria de Zaragoza. Pero si creía que yo iba a renunciar a mi vocación, con lo que me había costado aprobar aquellas oposiciones a maestro del estado, estaba muy equivocada, que lo importante para un docente, lejos de los habituales comentarios sobre sus largas vacaciones o el hambre que gastamos, es tomar posesión de su aula y formar a hombres y mujeres libres para un futuro mejor.
   A mis veintitrés años, con una conocida afición por el transporte público capitalino que me había convertido en un experto en líneas de metro, autobuses y trenes de cercanías, un urbanita independiente y orgulloso de no contribuir innecesariamente a la contaminación, lo primero que hice fue sacarme el carné de conducir para poder llegar hasta un pueblo que apenas tenía cien habitantes y al que difícilmente se podía acceder si no era con un vehículo propio. Con la letra L en un coche de segunda mano, me presenté en Artieda y me dirigí a la dirección que me habían dado por teléfono. Era 1988 y un piso en alquiler allí tenía un precio de diez mil pesetas al mes, que bien podía pagar sin apuros con mi recién inaugurado sueldo de maestro.
   Cuando regreso ahora, con lo poco que me resta para la jubilación, Artieda me parece un paraíso en la tierra. Íntimo, recoleto y pacífico, sin las prisas de la gran ciudad, con gente que te mira a los ojos y que no tiene prisa, que prefiere la conversación de horas en la puerta de su casa o en el banco de la plaza a los programas de la telebasura o a los cotilleos de las redes sociales. En el mundo líquido de la sociedad actual, sus vecinos, a muchos de los cuales yo he tenido en mis aulas y he aprendido a conocer y respetar, me parecen los supervivientes de un orden antiguo en el que la bondad estaba por encima de la inteligencia, la solidaridad por encima del egoísmo, la justicia por encima de los intereses económicos. Por eso me gusta volver, porque no les faltan los medios tecnológicos, sino la voluntad de usarlos contra el sentido común o contra el vecino.
   Pero entonces, al principio, yo me sentí morir: aparte de impartir mis clases y de prepararlas bien, corregir ejercicios y exámenes, no tenía nada más que hacer. No había gimnasio, no había centro social, no había actividades culturales. Los más se desplazaban a Sangüesa o a Sos del Rey Católico para hacer las compras o ir al cine; los menos, a Pamplona o incluso a Zaragoza. Por mi edad yo no encajaba en el bar del pueblo, donde se jugaba al dominó o al subastado, ni en las reuniones con el farmacéutico, el alcalde y el cura, que me pasaban entre los tres más de cien años. Así los días eran una sucesión de jornadas escolares, donde las caritas de mis once alumnos, de cuatro a trece años, eran las únicas novedades que me interesaban lo suficiente entre Navidades y Semana Santa, entre Semana Santa y el verano. Nunca en mi vida he recibido más cariño ni me he sentido más útil que en aquellos dos años que pasé formando a unos niños, que hoy son ya adultos, tienen sus propios hijos y comienzan en algunos casos a peinar canas, mientras yo aprendía a conocer los signos de la lluvia en el cielo, los efectos del viento sobre el valle y el ciclo vegetal en los campos. Aprendí a pasear mientras mi corazón rememoraba los versos de Antonio Machado en Soria.
   De regreso a mi ciudad, para siempre me sentí viudo del cierzo, al que añoraba irremisiblemente cuando la brisa primaveral castellana me bañaba con una suavidad que ya no me complacía; echaba de menos ese viento contra el que hay que caminar tumbado hacia delante, con los pies bien plantados en el suelo, para hacerle frente y vencerlo. En aquellos años ya no era el caballero, ni el molino, sino un híbrido de campo y ciudad, de sombra y sueño. Me movía por la ciudad como un sonámbulo de horizontes infinitos, con la mente más allá de las vallas publicitarias, de las fachadas de los edificios, de los adornos que rematan los bloques de hoteles y cinematógrafos.
   Quien regresa ahora a Artieda en Navidades y en Semana Santa es un mixto aristótelico del campo y la ciudad, con el alma ardiendo en puro fuego y el cuerpo consumido de tanto respirar, oxidado pero no vencido, que sabe que no se trata de que los extremos se toquen, sino de que en él no se puede disociar el oxígeno del hidrógeno, el agua del aceite, la bondad de la inteligencia, porque solo en el equilibrio, en el respeto, en la igualdad de naturaleza y tecnología, se puede mantener la esencia de la humanidad, que está hecha de observación, de paciencia y de valores sociales.
   -Pues sí que has tenido mala suerte…- me dijo mi madre cuando le conté, recién publicada, la noticia.

(Este relato obtuvo el tercer premio en el Certamen Internacional de Relatos Breves "En torno a san Isidro" en Saldaña, Palencia, 2019)

sábado, 7 de septiembre de 2019

Nostalgias



   A finales de agosto me siento como un personaje de la película “Grease”, dejando atrás los recuerdos de un amor pasional, de esos tan intensos que solo pueden incubarse y explotar como fuegos artificiales al calor veraniego. Los días pasados, con su enormidad de horas de luz y sus siestas eternas para no sucumbir a la canícula, se suman a las noches de cervezas muy frías, risas y despreocupaciones hasta las tantas de la madrugada. Durante un mes, y sin que a nadie le pueda parecer mal, los ritmos diarios los puede marcar uno mismo, eligiendo a qué hora se levanta de la cama, si come o no, o si quiere pasar la tarde tumbado al sol o tirado en el sofá del salón. Agosto nos permite, si queremos, desconectar de las consignas de los partidos políticos y de los medios de comunicación con la certeza de que el uno de septiembre, junto con los inevitables datos de la operación regreso del tráfico rodado, nos facilitarán un resumen, lo suficientemente medido y calibrado, para que volvamos a preocuparnos por la falta de gobierno, el cambio climático y los incendios del Amazonas, aunque en el fondo lo que pretendan sea solamente tenernos entretenidos para que nos quedemos en nuestra casa lamentándonos de nuestra mala suerte y resignados a la sumisión. Septiembre también será el mes del renacimiento de los nacionalismos y las independencias, con el sonido al fondo de las máquinas tragaperras en los bares, los ojos vidriosos y las visitas médicas pospuestas.
   Como el personaje de “Grease”, creo que se llamaba Danny Zucco, ya me veo cantando mis penas por las esquinas, relatando a mis amigos los detalles magníficos e idolatrados con los que decoramos el pasado y deseando en el fondo que ni vuelva a ser verano, porque se nos impone una felicidad dudosa a golpe de billetero, ni que llegue el otoño, que es el triunfo de la depresión y los ansiolíticos, la caída de las últimas ilusiones.
   El treinta y uno de agosto es justo ese momento en que uno pediría, si tal deseo fuera aún posible, el milagro de la detención del calendario y la multiplicación de los panes y de los peces, para vivir en un presente continuo en el que no hubiera ni negaciones ni olvidos, ni hambre ni necesidad. En ese presente edénico, puro y prístino, en el que no hubiera pandemias, hambrunas, conflictos bélicos ni saqueos por móviles económicos, en el que el ser humano viviera y dejara vivir a los semejantes y a los que no lo son, sí que me gustaría instalarme y darme el tiempo suficiente para llegar a aburrirme de ese espíritu paradisíaco. Un deseable día de la marmota.
   Tal vez porque la vida no es una película ni tiene reservado para nosotros un papel protagonista en el desarrollo de su guion es por lo que a veces sentimos nostalgia, esa araña que se instala en el corazón, se aferra a él con sus ocho patas articuladas y nos inyecta el veneno del ayer. Sus consecuencias no son letales, aunque los ojos expertos puedan observarlas a simple vista: una melodía, un aroma, un paisaje, nos despiertan de repente una sucesión de imágenes nítidas que a menudo vienen acompañadas de una lágrima, un sentimiento de congoja. Es una extraña forma de sentirnos vivos, porque solo lo conseguimos, curiosamente, con memorias de las que ya se ha enseñoreado la muerte, en las que campa por sus respetos y de las que ya sabemos que no pertenecen en modo alguno al mundo real. ¡Qué absurda forma la de estar vivo añorando entelequias y practicando el escapismo al modo del gran Houdini!
   Ustedes me dirán que “Grease” y “Atrapado en el tiempo” acaban bien y que sus protagonistas llegan al beso final pese a todo, que no es tan fiero el león como lo pintan y que en el fondo el ser humano no es sino un destello temporal hacia la muerte, que debe ser aceptada con resignación cuando se presenta. Y yo les diré que sí, pero que la muerte casi siempre llega tan callando como ya sabía Manrique y que muchos de sus servidores se van dando alaridos y lanzando blasfemias. En nuestra existencia humana son muchas las aventuras que acaban mal, con dolor y frustración. Por eso, si sienten en estos días un poco de nostalgia, por leve que sea, deténganse un momento y piensen en lo que son, en lo que fueron, en lo que serán, y beban, y rían, y canten, todo el año, a todas horas, siempre.