Leo con estupefacción e indignación que una pareja iraní, un hombre y una mujer, veinteañeros, han sido condenados a diez años y medio de cárcel por haberse atrevido a publicar un vídeo en el que ambos bailan ante la Torre Azadi de Teherán. Las autoridades de la república islámica, a cuyo servicio está la justicia del país, los han acusado de promover la corrupción y la prostitución, de colusión contra la seguridad nacional y de propaganda contra el sistema. De más estaría insistir en otras condenas, muertes y represalias recientes que se han producido en este estado autoritario a raíz de la muerte en extrañas condiciones de la joven Mahsa Amini mientras permanecía detenida en dependencias policiales por el terrible crimen de llevar mal puesto un hiyab.
A la «policía de la moral iraní» ya la hemos conocido en otros momentos de la historia bajo otros nombres, porque desgraciadamente resulta muy sencillo para los que detentan el poder imponer sus convicciones a un pueblo inerme, asustado y desunido. Con el mismo interés que la civilización trata de establecer a lo largo de la historia sistemas políticos en el que se respeten las diferencias, se pueda vivir en paz y los ciudadanos tengan la oportunidad de disfrutar de libertad en sus actos y opiniones, los sistemas represivos de todo tipo se emplean a fondo para limitar los derechos de sus súbditos. A veces hace falta solo un conflicto armado o una rebelión militar para arrasar en un día con las libertades logradas en muchos años por miles, millones de personas.
Es verdad que Irán queda muy lejos de nosotros y podemos pensar que su situación no nos afecta. De otros países en circunstancias peores, que los hay, me dirán algunos, ni siquiera tenemos noticias. Pero cuando la sinrazón golpea en el corazón de Europa, como es el caso de Ucrania y la actual invasión injustificada de parte de su territorio por Rusia, entonces es más difícil mirar para otro lado, sobre todo cuando los precios se disparan como consecuencia de las crisis de combustibles y de productos alimentarios derivadas del conflicto armado. La libertad, o la falta de ella en nuestros vecinos, acaba por impactarnos, porque, como decía el poeta John Donne en sus «Meditaciones», «ningún hombre es una isla».
Para cuantos las expresiones artísticas, éticas y políticas no ceñidas a sus principios son una provocación y socavan los cimientos de su república excluyente, la libertad siempre resulta peligrosa. Da lo mismo que el supuesto delito sea algo tan banal como bailar con tu pareja, vestir sin seguir directrices de supuestos mandamientos divinos, o más serio, como atreverte a estudiar o a trabajar si eres mujer, porque siempre habrá individuos que en su egolatría tratarán de dictarnos a los demás sus absurdas normas. La mejor manera de combatir ese doctrinarismo es el ejercicio de nuestras libertades con conciencia y sin tregua: bailando, cantando, vistiéndonos, desnudándonos, yendo al teatro, llenando las bibliotecas, aplaudiendo en el teatro, dando besos a quienes amamos, leyendo, escribiendo, siendo amables pero justos, porque no hay, ni la habrá, mayor provocación.