Hay días en que todo es absurdo
de tan rutinario. El despertador suena a la misma hora precisa de siempre, el
consabido desayuno prescrito por el nutricionista, el paseo hasta la tienda
para comprar el pan y dar los buenos días a la señora del quiosco de
periódicos, el café solo en el bar de la esquina, el banco al sol y el regreso
a casa a mediodía para preparar con la merecida lentitud la comida. Parecería
que debieran cambiar las noticias, pero son las mismas de siempre, con los
insultos y descalificaciones que, de tan viejos, casi parecen de una vida
anterior a la mía. Me siento como Vladimir y Estragón, esperando a ese señor
Beckett que nunca dijo que me visitaría pero que tal vez sea la solución a
tanta rutina, a tanto absurdo.
Como tantas otras veces me dirijo a la parada de autobús, con la barra
de pan en la mano y el amargo sabor del café todavía en el cielo del paladar,
dispuesto a regresar a mi aburrido mundo doméstico de noticias radiofónicas y
cebolla finamente picada, cuando de repente el corazón me da un vuelco y se
pone a palpitar con emoción. Me ha parecido ver a mi amiga Luci, a la que hace
veinte años que no veo; tomo aire y respiro profundamente, que sé que no vive
aquí, pero la alegría es tanta que por mi boca sale su nombre imparable
mientras espero que sea ella y se vuelva, que no me haya equivocado. Antes iba
de rubia, me digo, pero ahora tiene el pelo más bien rojizo y parece un poco
más baja. Cuando me mira, sonríe y veo que me reconoce, casi lloro de la
alegría, de un modo que solo se puede comparar al doméstico de las cebollas.
Nos alegramos los dos. La última vez que nos vimos fue cuando ella se
fue a vivir a Moratalaz y, ya instalada, nos invitó a ver su piso: fuimos con
nuestros hijos, la pequeña era todavía un bebé que apenas gateaba y ahora está
acabando la universidad y a punto de ingresar en las listas del paro. Sus hijos
también son mayores; el pequeño, que tantas horas se pasaba en nuestra casa
jugando y merendando pan con chocolate, ahora está en Alemania, trabajando en
una multinacional y pensando en casarse con una teutona autóctona, y sin ganas
de regresar para disgusto de su madre, que ya está viuda y a veces se siente
muy sola.
¡Pero qué contentos estamos de habernos reencontrado! Me dice que hace
ya un año que se volvió al barrio y que no sabía cómo encontrarme, que había
pensado en ir a preguntar al ayuntamiento pero que alguien le disuadió alegando
eso de la ley de protección de datos, eso y que tampoco estaba segura de mis
apellidos. Nos intercambiamos los teléfonos, las direcciones, las novedades, en
menos de cinco minutos, pero ninguno de los dos propone al otro tomar un café
aquí al lado, en el viejo café de Lucas: mi autobús llega en menos de dos minutos
y a ella le espera el fisioterapeuta para aliviarle el dolor de las cervicales.
En el fondo, ni mi comida, ni su cuello, son tan importantes como estos veinte
años que hace que no nos vemos, pero es desagradable romper la rutina y
encontrarnos de nuevo con el parque convertido en jungla, limpiar la maleza,
arrancar los hierbajos del paso del tiempo, desbrozar el terreno para cultivar
la intimidad de la amistad… Desde el autobús la veo alejarse por la acera, a
buen paso, como quien tiene un objetivo y no lo va a dejar escapar. Yo voy en
la misma dirección. Como si tuviéramos prisa por morirnos del todo. En ese
momento, con un ligero desencanto y una
pizca de tristeza, pienso qué lástima de oportunidad perdida, que a lo peor
dentro de veinte años ya ni nos reconocemos.