jueves, 18 de febrero de 2021

Supersticiones

 


   Quizás una de las ventajas de hacerse mayor es que con los años se pierden muchas de las certezas que apuntalaban tu vida y te quedas como un equilibrista sobre el alambre, desnudo: no puedes volver atrás (porque la vida ya te empuja con un aullido…) y tampoco vas a pretender quedarte contra el viento, que ya sabes por experiencia que torres más altas han caído y se han hecho pedazos contra las erizadas peñas del suelo, allá lejos; es obvio, pues, está más claro que el aire que apenas notas que respiras, que no te queda otra que continuar pasito a pasito, deslizándote como un minúsculo bichito por el cordel, en pos de un horizonte que conoces pero que, sin embargo, tampoco tienes mucho interés en alcanzar. Convertido así en un deseo, más reptante que andante, superadas ya las diversas fases por las que los filósofos más audaces ya te habían clasificado antes de hacer tu primer pis, a saber, felicidad elemental, certezas inamovibles, relativismo acomodaticio y finalmente escepticismo total, cuando no cinismo gesticulante, las jornadas transcurren ni plácidas, ni tormentosas, ni siquiera en modo ejemplar: transcurren y punto.

   Así se ha simplificado la existencia, de modo global y manifiesto, desde que la Covid19 tuvo la desdicha de aparecer en las exóticas tierras de China y de extenderse como la afición general por las apuestas y las loterías por los paralelos de la esfera terrestre: los ancianos (me refiero por supuesto a los afortunados supervivientes de una pandemia que parece ir dirigida contra su profundo descreimiento y su notorio interés por seguir comiendo pollo y bebiendo buen vino) y los jóvenes, a quienes se les insulta continuamente por su supuesta falta de responsabilidad (cuando ellos y ellas lo único que quieren, como sus mayores, es beber alcohol y comer también mucho pollastre, mucho bollo y mucho filete), todos, pues, habíamos asumido a duras penas que la interrupción de nuestro paseo por el alambre durara un par de meses, tal vez seis, y en cualquier caso no más de un año, y dábamos por justificadamente perdido el año 2020, un bisiestazo con vocación de jodefiestas, un año de miércoles que trataríamos de olvidar pronto recurriendo a las drogas legales de farmacia, supermercado o herboristería, incluso a las no legales si el trauma dejaba una trayectoria ascendente y no cicatrizable.

   Pero lo que no podíamos imaginar, lo que demuestra que nuestros gobiernos siempre manejan información privilegiada y se blindan con sus escudos de seguridad del sí pero no y vuelva usted otro día a preguntar por lo suyo, que lo nuestro ya lo tenemos cocido y colado, es que nos íbamos a ver en las mismas en 2021, el año que habían bautizado como el de la recuperación, y que al paso que vamos acabará llamándose el olvidable, el triste, el disfuncional, un año en el que, sin recaer sobre él el augurio adverso de la negra suerte y las catástrofes librescas, se ha convertido en toda una demostración de magia: ante ustedes desaparecerán las vacunas como si fueran contribuciones y aparecerán infecciones con sabor a mazapán, trozos mal digeridos de uvas y masa de roscón de Reyes, de aquí al verano, por lo menos.

   Por esta suma de desencantos y de malas acciones, cometidas a troche y moche por tantos y tan incontables, no es extraño que a nivel social hayamos dado un salto cualitativo en nuestra disposición en el alambre: ahora todos, aunque tal vez podamos exceptuar a los matasietes que aprendieron a volar y suplantaron a sus mayores para arrebatarles la dosis de vida que les correspondía, estamos retratados en modo escepticismo total, incluso en el de cinismo gesticulante, lo que quiere decir que, lejos de haber aprendido algo de aquellos encierros con aplausos y mirada al tendido, hemos emergido con el culo al aire y las vergüenzas colgando.

   La triste realidad es que en estas circunstancias resulta difícil creer en el ángel de la guarda, en la filosofía de Kant, en la declaración de los derechos humanos o en las leyes de la probabilidad, y aún mucho más en las supersticiones que uno se ha ido construyendo en la vida sólo porque le ajustaban bien. Y si ya no puedes creer ni en lo que tú mismo te has fabricado como consuelo en un mundo competitivo, despiadado y desleal, ¿para qué tanto medio de comunicación, tanta red social, tanta noticia, falsa o no? A mí, por ejemplo, me resulta más sencillo creer en la existencia de la decimoprimera dimensión que en supersticiones como la de la integridad de los partidos políticos o de los periodistas. Exagerado que es uno, ¿no?