lunes, 18 de febrero de 2019

La propaganda




   A mi alcalde se le llena la boca cada vez que le preguntan, y cuando no, sobre la ciudad tan sostenible que tan eficazmente está liderando para su crecimiento, el de la ciudad, que no el suyo, claro. No hay día en que, aprovechando cualquier micrófono cercano, no proclame al mundo las bondades de una población que crece vertiginosamente apoyada en firmes fundamentos éticos y en la que los ciudadanos son los auténticos protagonistas de su desarrollo. Me consta que hay quien lo admira, quien lo aclama, como los hay que lo aborrecen y lo insultan en tertulias de café o en la intimidad de su familia, pero no hay duda de que eso está siempre en el haber del hombre público, del político honrado o no, tenga o no testaferros. Que pagan justos por pecadores, pues claro que sí, pero los justos son los menos, que ya en tiempos de la Biblia no pudieron encontrar siquiera a diez de ellos entre todo el pueblo de Israel. Y luego tuvo lugar el castigo divino, cuando ya era demasiado tarde para la mayoría.
   No soy pesimista porque sea viejo. Creo que soy pesimista porque hablo poco y pienso mucho, y hace ya tiempo que comprendí que, con caceroladas o no, con opiniones o no, con protestas públicas o no, la mayoría de mis representantes políticos a menudo van a lo suyo, que suele coincidir mucho con las grandes empresas y los súper poderosos bancos, y poco con mis intereses, lo que no quita que muchas veces recurra a las protestas administrativas, las denuncias de irregularidades o la queja ante injusticias flagrantes. Si dejé de ir a clases de mantenimiento para la tercera edad, no fue por pereza, no, sino porque a los pobres viejos nos hacinan en edificios sin calefacción para que se encarguen la humedad y el frío de que nos finiquiten la pensión. Claro que me quejé antes, pero me respondieron brevemente que estudiarían el caso y por lo que sé, ahí siguen los ancianitos haciendo equilibrios mientras les cuelgan inmisericordemente los carámbanos de la nariz. Como para volver…
   Pero todo es siempre susceptible de empeorar, como ya advertía la Ley de Murphy, que pareciera que ya conociera a mi alcalde. El día en que recibí una comunicación en la que se me invitaba a opinar sobre los cambios necesarios para optimizar, así llaman eufemísticamente a los recortes, para optimizar digo el transporte, entonces mismo me eché a temblar, porque lo más probable es que aquello fuera peor que el año de la riada. No obstante, me molesté en responder, argumentando muy bien las necesidades de una población envejecida en una ciudad tan extensa como la mía, tan extensa que está surcada en muchas de sus aceras de agujeros, grietas mortales y falta de pavimento tan notorios, que parece una trampa más para finiquitar más pensiones. Y una vez hechas mis sugerencias, me olvidé del asunto, lo que no es raro, porque pasaron muchos meses en que no pasó nada.
   Un día de buenas a primeras llegaron los cambios en el transporte público. No voy a abundar en detalles que seguro que no les importan mucho a ustedes que sin duda se mueven felizmente en su propio coche. Pero me conformaré con decir que, antes, podía ir directamente en un par de autobuses a mi centro de salud, a la guardería de mi nieta, a las tres bibliotecas, a dos centros comerciales y a las dos sedes del ayuntamiento, y que, ahora, con la optimización del transporte tan bien pensada por el equipo de mi alcalde, no puedo llegar en ninguno ni al centro de salud, ni a la guardería, ni al centro comercial más cercano, sin andar lo que mis piernas ya no me permiten, y eso sin contar que la frecuencia de autobuses es de más de media hora y acaba antes de que termine el telediario de la noche.
   A mi alcalde se le llena la boca con el gran corazón de esta ciudad tan sostenible energéticamente. Y los ciudadanos en general se lo creen, eso sí, mientras se desplazan en más del noventa y cinco por ciento en coche hasta para comprar el pan. A lo mejor, si uno de estos días cogiera el autobús circular para ir del ayuntamiento a la sede del casco, se daría cuenta de que puede tardar más de una hora en recorrer poco más de ocho kilómetros. Claro, que entonces le daría también tiempo de oír las palabras pifia, cagada, coladura, desatino, burrada, con la que se califica a diario su optimización, tanto por usuarios como por conductores. Seguro que la industria del automóvil le está muy agradecida a mi alcalde y a sus bonitas declaraciones.