A mi alcalde se le llena la boca
cada vez que le preguntan, y cuando no, sobre la ciudad tan sostenible que tan
eficazmente está liderando para su crecimiento, el de la ciudad, que no el
suyo, claro. No hay día en que, aprovechando cualquier micrófono cercano, no
proclame al mundo las bondades de una población que crece vertiginosamente
apoyada en firmes fundamentos éticos y en la que los ciudadanos son los
auténticos protagonistas de su desarrollo. Me consta que hay quien lo admira,
quien lo aclama, como los hay que lo aborrecen y lo insultan en tertulias de
café o en la intimidad de su familia, pero no hay duda de que eso está siempre
en el haber del hombre público, del político honrado o no, tenga o no
testaferros. Que pagan justos por pecadores, pues claro que sí, pero los justos
son los menos, que ya en tiempos de la Biblia no pudieron encontrar siquiera a
diez de ellos entre todo el pueblo de Israel. Y luego tuvo lugar el castigo
divino, cuando ya era demasiado tarde para la mayoría.
No soy pesimista porque sea viejo. Creo que soy pesimista porque hablo
poco y pienso mucho, y hace ya tiempo que comprendí que, con caceroladas o no,
con opiniones o no, con protestas públicas o no, la mayoría de mis
representantes políticos a menudo van a lo suyo, que suele coincidir mucho con
las grandes empresas y los súper poderosos bancos, y poco con mis intereses, lo
que no quita que muchas veces recurra a las protestas administrativas, las
denuncias de irregularidades o la queja ante injusticias flagrantes. Si dejé de
ir a clases de mantenimiento para la tercera edad, no fue por pereza, no, sino
porque a los pobres viejos nos hacinan en edificios sin calefacción para que se
encarguen la humedad y el frío de que nos finiquiten la pensión. Claro que me
quejé antes, pero me respondieron brevemente que estudiarían el caso y por lo
que sé, ahí siguen los ancianitos haciendo equilibrios mientras les cuelgan
inmisericordemente los carámbanos de la nariz. Como para volver…
Pero todo es siempre susceptible de empeorar, como ya advertía la Ley de
Murphy, que pareciera que ya conociera a mi alcalde. El día en que recibí una comunicación
en la que se me invitaba a opinar sobre los cambios necesarios para optimizar,
así llaman eufemísticamente a los recortes, para optimizar digo el transporte,
entonces mismo me eché a temblar, porque lo más probable es que aquello fuera
peor que el año de la riada. No obstante, me molesté en responder, argumentando
muy bien las necesidades de una población envejecida en una ciudad tan extensa
como la mía, tan extensa que está surcada en muchas de sus aceras de agujeros,
grietas mortales y falta de pavimento tan notorios, que parece una trampa más
para finiquitar más pensiones. Y una vez hechas mis sugerencias, me olvidé del
asunto, lo que no es raro, porque pasaron muchos meses en que no pasó nada.
Un día de buenas a primeras llegaron los cambios en el transporte
público. No voy a abundar en detalles que seguro que no les importan mucho a
ustedes que sin duda se mueven felizmente en su propio coche. Pero me
conformaré con decir que, antes, podía ir directamente en un par de autobuses a
mi centro de salud, a la guardería de mi nieta, a las tres bibliotecas, a dos
centros comerciales y a las dos sedes del ayuntamiento, y que, ahora, con la
optimización del transporte tan bien pensada por el equipo de mi alcalde, no
puedo llegar en ninguno ni al centro de salud, ni a la guardería, ni al centro
comercial más cercano, sin andar lo que mis piernas ya no me permiten, y eso
sin contar que la frecuencia de autobuses es de más de media hora y acaba antes
de que termine el telediario de la noche.
A mi alcalde se le llena la boca con el gran corazón de esta ciudad tan
sostenible energéticamente. Y los ciudadanos en general se lo creen, eso sí,
mientras se desplazan en más del noventa y cinco por ciento en coche hasta para
comprar el pan. A lo mejor, si uno de estos días cogiera el autobús circular
para ir del ayuntamiento a la sede del casco, se daría cuenta de que puede
tardar más de una hora en recorrer poco más de ocho kilómetros. Claro, que
entonces le daría también tiempo de oír las palabras pifia, cagada, coladura,
desatino, burrada, con la que se califica a diario su optimización, tanto por usuarios
como por conductores. Seguro que la industria del automóvil le está muy
agradecida a mi alcalde y a sus bonitas declaraciones.