En el discurso neoliberal, hasta
hace muy poco, se nos decía que las crisis no eran sino oportunidades para
desarrollar ideas y proyectos, levantar nuevos negocios y, cómo no, ganar mucho
dinero. Teniendo en cuenta que ya sumo unos añitos y que no empecé a peinar
canas anteayer, debo de haber sido un gran inconsciente, pues he vivido
tropecientas crisis de todo tipo, como la del petróleo y su famoso ajuste de
cinturón de principios de los setenta, y no he conseguido convertirme, ni por
asomo, en un hombre de negocios famoso, multimillonario y con influencia
política. Y no debo de haber sido un torpe único, la verdad, porque en mi
entorno hay un ejército de almas parecidas que veo vivir de forma muy similar a
la mía, la verdad. En esta supuesta tierra de oportunidades, proliferan como la
peste entidades de crédito con tendencia inocultable a la usura, ladrones de
guante blanco y corporaciones de todo tipo que inoculan sus intereses por
encima de los de la ciudadanía, eso sí, ufana y contenta porque vive en
democracia, no le falta un huevo para comer tortilla y le permiten votar una
vez cada cuatro años.
Bien mirado, la normalidad era esto: un continuo bregar de lunes a
viernes insertados en un sistema de producción capitalista, un sueldo bastante
corto y un palo de zanahoria, con la felicidad colgada en su extremo, para no
parar de correr hacia la tierra prometida. Poco importaba, claro, que dicho armazón
se sostuviera sobre un implacable crecimiento, siempre estábamos creciendo, ¿lo
recuerdan?, a partir de los recursos limitados de un pequeño planeta que ya
daba síntomas de agotamiento. Aceptábamos con gran indiferencia que la riqueza
estuviese repartida de forma radicalmente injusta, que mientras unos se morían
de hambre otros se pasasen de enero a diciembre inmersos en ineficaces dietas
de adelgazamiento, que muchos no supieran leer ni escribir a cambio de que
dejaran las escuelas tempranamente para pasar a engrosar esa caterva de niños
explotados a lo largo y ancho del mundo. Teníamos la sensación de que otros
estaban peor que nosotros y, claro, también el miedo de perder esas migajas de
la diferencia que nos hacían vivir tan contentos de nuestra suerte. Una
normalidad de sangre y muerte, resumido al modo lorquiano, poeta al que en esos
tiempos todos admiraban pero que, no lo olvidemos, fue asesinado por diferente
y sobre todo por crítico.
Recluidos en nuestras casas como conejillos asustados, nos hemos dado
cuenta de que papá estado es mucho más débil de lo que ya sabíamos: hemos
permitido que muchos de nuestros gobiernos hayan dejado de invertir en los
últimos años en los servicios comunes y que hayan desviado esos fondos
económicos que salen de nuestros impuestos a engordar a sus partidos, sus empresas,
sus rentas y su patrimonio, mientras admitíamos, como lo más normal del mundo,
que quien gobierna lo hace siempre por interés personal y no colectivo. Algunos
gobernantes, incluso, afortunadamente no el nuestro, han afirmado que poco
importa sacrificar la vida de los más ancianos para asegurar que no caen en
bolsa las cotizaciones de las siempre voraces empresas.
Los pobres de a pie, ahora, presos como leones en sus jaulas de oro (una
gran mayoría tiene al fin lo que siempre quiso: estar en casa, disfrutar de su
familia, no vivir obligados al toque inmisericorde del despertador, tener
tiempo para ver la televisión, oír música, ser creativos…), suspiran por volver a
su vida anterior, tal vez porque la impuesta actualmente tampoco les gusta, y
descuentan los días que faltan para pisar las calles nuevamente. Aspiran a una
normalidad que es en sí misma un fraude, una gran mentira, un palo y una
zanahoria.
Si de verdad las crisis fueran grandes oportunidades y supiéramos
afrontarlas como tales, no nos conformaríamos con regresar a la vida conocida,
si es que nos dejan, tratando de reconstruir un estado con fallas tan
alarmantes, sino que estaríamos meditando en cómo nos vamos a transformar para
evitar futuras pandemias, crisis, injusticias y desórdenes, de tal modo que
hubiera un antes y un después de esta desgracia. Sin embargo, no cabe duda de
que, para cuando salgamos de casa, ya se nos habrán adelantado, y se habrán
establecido las normas del nuevo estado mundial con el propósito de que lo
secundemos, a no ser que uno esté dispuesto al sacrificio y a quedarse
definitivamente atrás. Mientras aplaudimos en los balcones, algunos ya han
tomado la plaza pública para cuando la podamos volver a pisar. Como siempre,
solo algunos desobedientes no seguirán las consignas, pero esta es la
disyuntiva: el palo y la zanahoria o la revolución civil.