Apenas se empiezan a intuir las primeras luces del amanecer
y emerge ya un ejército de viejos con nevera y viejas con
sombrilla
disputándose cada metro de la cuadrícula de arena.
Gritan más que las gaviotas cuando disputan su presa
y sus miradas intimidan como el pico del águila imperial:
dominio efímero y variable de la extensión de toallas
para exhibición de fiambreras con lomo empanado, de tortilla
fría,
de refrescos con gas y sándwiches de jamón de york y queso,
salpicado todo con tierra del cubito del niño de la gorra
y de los saltos del perro que apenas sale del piso y al que
le encanta el mar,
ahumados con el puro del cabeza de familia que destaca, sin
embargo, por la panza,
condimentados con el esmalte de las uñas cortadas de la
joven casadera
mientras otea de lejos los músculos de los maromos que
vuelan frisbis;
comer por comer y fastidiar por fastidiar,
así es la vida del aburrido verano español de costa y playa.
Solo que esta mañana el horizonte está sembrado de algunas
rocas bajas
que desbarajustan el ajedrez preciso de los pseudo dueños
del mar;
aunque tarden solo apenas dos horas en retirar los restos del
naufragio,
esta noche, cuando por fin se vayan a dormir con la ayuda
del aire acondicionado,
no podrán olvidar las caras acusadoras de los últimos
ahogados en el estrecho
y les roerá por un rato la injusticia del mundo.