sábado, 8 de agosto de 2020

Repulsión verde menta

 

   La abuela fue testigo del prodigio: la vecina del primero, desgranando sobre su falda los guisantes, lanzando las vainas vacías al balde común, narraba la historia de su familia, desde que salieron de las costas mediterráneas hasta que se asentaron en un Buenos Aires de leyenda y nostalgia infinitas. Sus palabras tenían un efecto hipnótico, no solo en mí, que estaba absorto en las extrañas imágenes que se proyectaban en el techo de la cocina: gentes pardas despidiéndose entre pañuelos blancos, pavorosas tormentas en alta mar que obligaban a amarrarse a los muebles, sirenas que incitaban a los marineros a la deserción con sus pechos desnudos, y extraños obeliscos que apuntalaban las nubes de ceniza del cielo. Mientras mi madre y mi tía se miraban cómplices, dudando escépticas del relato de la reconocida mentirosa oficial de la casa, mi abuela me reconvenía seria:

   -Mira y aprende, que algún día harás la ruta marítima entre Barcelona y la Argentina.

   Obedecí, como me habían acostumbrado. Cuando le pedí a la Trini que volviera a narrar la provocación de las sirenas y estaba dispuesto a no perder ripio, mi madre me dio tal coscorrón, que desde entonces aborrezco los guisantes.

 (P.D. Todavía hoy Facebook se permite la censura de no publicar esta entrada porque aparece en ella el dibujo de una sirena a la que se le ven los pechos; bombas nucleares, matanzas múltiples, falsos testimonios y noticias sin contrastar, sin embargo, no suponen problema alguno para estos gurús de la posmodernidad a quien, con perdón, yo llamo de la posmierda.)