miércoles, 23 de septiembre de 2015

Ma non troppo



La vida es pura rutina, aburrimiento y tedio, hasta que un día deja de serlo. Nos pasamos media existencia tratando de convertir el caos en costumbre, haciéndonos a la idea de que hemos domesticado al tiempo y a la naturaleza, hasta que, de repente muchas veces, o como en un zarpazo brutal en otras, nos damos cuenta de que estamos enredados en una telaraña viscosa de acontecimientos raros y nada deseados. Ya nada será como fue; nosotros, los de entonces, ya no seremos los mismos.
A mí me ocurrió un miércoles de enero, después de una noche de liga de campeones en la que había ganado mi equipo. Lo celebré debidamente bebiéndome un par de copas antes de irme a dormir a pierna suelta pensando que ese año sí, ese año por fin ganaríamos la liga de los campeones. Dormí, ronqué, soñé cosas agradables que ahora no vienen al caso, y me desperté como se levanta un triunfador: pensando en cómo entraría en el trabajo con la camiseta de mi equipo como signo de superioridad. Lo que iban a sufrir con mi alegría, con mi saber estar comedido, de gente de mundo y éxito. Y si no hablaban, peor para ellos, porque el tema lo pensaba sacar yo con cada frase; solo era cuestión de ingenio y de estar como un cazador avezado a la que salta. El resto era a cuenta de la casa: me lo iba a pasar pipa.
El primer paso era llegar con un aspecto impecable, de dandy, para que quedase claro quién cortaba esa mañana el bacalao. Pero fue muy raro, todo muy raro, desde que entré en el cuarto de baño. Por el grifo, en vez de agua, ese agua insípida que tanto me aburre en general, empezó a salir un líquido amarillento, ligeramente anaranjado, que yo no sabía si era pis o los restos de una tormenta. ¿Cómo me afeitaba yo entonces? ¿Y la ducha matutina? ¿Me esperaba ir hecho un guarro al trabajo y la mirada despectiva de todos ante la negritud de mi rostro y la falta de brillo en el pelo? La idea era molesta, estomagante. Pero entonces noté algo peculiar, un olor como a pimienta, a planta tostada, a burbujeante alegría, y no tardé en comprender que lo que salía por el grifo, ¡oh sueño del pobre y del dipsómano!, era una cerveza rubia, concentrada y sabrosa que estaba diciéndome que me la bebiera gratis y sin contemplaciones.
Como a las seis de la mañana es muy pronto para empezar a hacer libaciones a los dioses, al menos en mi casa, me quedé perplejo, eso sí solo después de empezar a llenar cacharros de plástico y metal por si el prodigio no duraba mucho, que a la ocasión la pintan calva. Cuando también la bañera estuvo llena, comprendí que la ducha se había convertido en una entelequia y que, o me peinaba el tupé con el zumo de malta, o me iba a trabajar con el pelo pegado tipo mala noche y qué se le va a hacer, no siempre salen las cosas como uno quiere. En esas estaba, cuando se me ocurrió que aún no había probado ni una gota del prodigio y que a lo mejor todo era un espejismo, como en los cuentos de las mil y una. Me pellizqué varias veces en el muslo, hasta que me dolió tanto que me pareció que ya estaba bien de hacer el jamelgo, y le di un sorbito al vasito del cepillo de dientes. No solo era cerveza, ¡estaba fresquita y era rica rica!
El resto lo cuento porque me lo contaron, pero mejor me lo callaba y estaría más guapo. Dejé la casa abierta y me la saquearon durante la ausencia, me salté varios semáforos en rojo y acabé empotrado en el edificio de la Sony, antes de darme a la fuga por las calles, perseguido por un ejército de coches policías con sirenas amenazantes. No sé cómo, porque esto no me lo han dicho, llegué a mi oficina, con la cabeza sangrando y varios cortes en los brazos, borracho como una cuba y viendo doble, solo para darme cuenta de que, en mi inconsciencia, me había olvidado la elástica de mi club del alma y cómo todos se daban codazos de complicidad. Nadie aceptó mis explicaciones, ni mis familiares ni mis amigos, y el juez no tuvo en cuenta los atenuantes para su veredicto. A los ojos de todos he quedado como un farsante, pero les juro que no miento, que el episodio de la cerveza ocurrió y mi condena es injusta. Por el amor de Dios, ¡hagan un change.org y libérenme!