Las cosas más importantes de la vida de uno ocurren en los momentos
más inesperados e imprevistos. Te vas de vacaciones a Ibiza, esperando
conocer a una sueca de personalidad poderosa y bien abierta al mundo, y
vuelves a casa acompañado de un caniche que alguien abandonó en una
gasolinera, sabiendo que no te hará la misma compañía, pero que al menos
ya no estás solo. Luego viene un tiempo de visitas al veterinario,
vacunas y placas de identificación, paseos a deshoras para que el
animalito haga sus necesidades, aunque en el fondo ignoras quién saca de
casa a quién. Llegas a querer a tu perro hasta confundirlo casi con una
persona, defendiendo incluso que te entiende cuando hablas y que solo
te falta mandarle al banco para que te lleve las cuentas. Una pena que
el bicho envejezca tan deprisa, que ya se sabe que un año humano
equivale a siete caninos, y de repente se enferma, se muere y te vuelves
a quedar otra vez solo, con la añoranza de la sueca, a la que solo ves
por internet en páginas poco recomendables, y de tu perro, del que te
queda su ladrido grabado en varios vídeos domésticos.
Y aunque no falta quien te refranee, y te diga que un clavo saca otro
clavo y que lo que tienes que hacer es comprarte otro chucho para que
llene ese hueco dolorido de tu alma humana, lo cierto es que estás
seguro de que no quieres pasar por el mismo calvario de vacunas, comidas
para animales domésticos y absurdos paseos para que luego el bichillo,
tan egoísta, se muera antes que tú y te vuelva a dejar solo, con tu
karma metido en una espiral cíclica y sin salida. Tú todavía quieres a
la sueca, sus formas rotundas, su pelo rubio, en tanga, pero no has
tenido la suerte de encontrar ninguna abandonada en ninguna gasolinera
aún. Ni perros, ni suecas, te dices como convenciéndote, ya basta de
sufrir por lo que no puede ser aunque sea posible, que la verdad es que
aún podría ser si este mundo fuera de otro modo y tú mejor.
Decides dedicarte a la solidaridad, al bien común y a la justicia
universal. Te apuntas a una ONG por internet en la que te piden de vez
en cuando algunas firmas, una cierta cantidad de dinero y ayudas
promocionales entre tus amigos, pero no resulta bastante para sentirte
lo suficientemente comprometido con el mundo, pues todo pasa desde tu
casa, sentado en tu sillón, mirando el ordenador como un idiota, y sin
la compañía de nadie que te ladre o te diga jag älskar dig. Un chasco de
organización no gubernamental que no sirve en el fondo ni para ayudarte
a ti a sentirte un poco más feliz.
Así que te sumerges en internet a la busca de otro plan más afín a tus
propósitos de la nueva era y la regeneración mundial y, tras muchos
descartes por evidentes recelos hacia echadoras de cartas, lectores del
aura e intérpretes de las líneas de las manos, das con el grupo
adecuado, el que parece pensado para ti como un guante fabricado de
encargo, con el que te vas a dedicar a mejorar el orbe y, de paso,
también tu mundo. No importa que parezca un poco friki.
La primera actuación de Salvemos a los Enanitos de Jardín la hacéis, a
iniciativa tuya, en Estocolmo capital, en un barrio residencial de las
afueras, en una urbanización de chalecitos bajos, a comienzos de agosto.
Lo más difícil es superar la dificultad de la estación, pues se hace de
noche a las once y media y amanece, poco más o menos, solo dos horas
después. La primera noche os lleváis la no despreciable cifra de ciento
ochenta y un enanitos, que al día siguiente tiráis a prisa y corriendo
en un fiordo. En las noches restantes de estas vacaciones solidarias, te
vas a retrasar a conciencia en la noche nórdica para tener la fortuna
de que te sorprenda una sueca con las manos en sus figuritas, para dar
con tu nórdica, aquella a la que no le va a importar dejar su hogar para
siempre y se fugará contigo a España. Un clavo saca otro clavo y, si no
te mueves, estás muerto como un enanito de escayola…