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domingo, 21 de enero de 2024

La ficción

 

   A estas alturas a nadie le extrañará que diga que me gusta la literatura. Basta con echar una ojeada a mi currículum vitae o a mis aficiones para que se concuerde conmigo en que, sin el desempeño de las letras como lector, filólogo o poeta, yo no sería quien soy ni por lo más remoto. Sin embargo, si se preguntaran por qué siento un entusiasmo tal por la palabra escrita, aunque como todos yo también haya tenido mis lógicos altibajos al respecto, es probable que las respuestas fueran muchas, muy distintas y, por tanto, la mayoría erradas. Y no les estoy llamando burros a quienes no acertaran, como hacían algunos de aquellos catedráticos de los años setenta que conocí en largas y tediosas clases de literatura y que nos cansaban hasta lo indecible con su manía estéril de dictar apuntes para que luego los memorizáramos de coro: “no es lo mismo estar errado (sin hache) que herrado (con hache)”, decían a menudo con aquel gracejo sañudo y destalentado que exhibían.

  Mi afición por las historias de ficción no procede, por tanto, de que me la inculcaran en las aulas. En todo caso, en el instituto de enseñanza media lo que podrían haber hecho era aniquilarla con tanto retraso mental y pedagógico como había en aquella España que apenas comenzaba a despertar a la democracia. Afortunadamente yo ya traía la afición de mi casa, asentada en unos pocos libros que había ido atesorando tras la celebración de cada cumpleaños y en los innumerables tebeos que cayeron en mis manos por cosa del azar durante toda mi infancia y adolescencia: no parecía probable que aquellos profesores tan serios y concentrados en que copiáramos al pie de la letra sus doctas lecciones sobre autores y movimientos literarios pudieran acabar con la diversión que encontraba a solas cuando abría un libro y ante mí aparecían, como por encanto, la cabaña del tío Tom, la cojera de Jack Silver el Largo o las premuras de tiempo de Philias Fog. No puedo decir lo mismo de muchos de mis compañeros, que cayeron vencidos por el aburrimiento y desde entonces no le han encontrado ningún provecho material ni espiritual a la lectura.

   Resulta fácil explicar que lo que más me atraía de las historias de ficción era precisamente que lo que contaban no era verdad. Los escritores no tenían que convencerme con datos y documentos de la veracidad de sus argumentos, ni yo les iba a exigir en momento alguno que se atuvieran a las reglas básicas y observables en mi pequeño mundo: ciertamente lo que más me gustaba es que, sumergido en sus fabulaciones, me podía escapar de las estrechas calles de mi ciudad natal, tan pequeña como cerrada y prosaica, y volar con la imaginación a países exóticos, tiempos remotos y sucesos inverosímiles, a voluntad. ¡Cuántas mañanas de sábado y de domingo las he pasado en mi habitación releyendo libros y empatizando en sus cuitas y éxitos con mis protagonistas favoritos!

   Para mí, por tanto, la literatura no es sinónimo de aburrimiento, sino de imaginación. Lo que me interesa de ella es todo lo que tiene de ficción, de verosímil, de inverosímil, de absurdo, de trágico, de paródico, de cómico, de desvergonzado y de libertario. Y por ello me gusta este mes de enero de 2024 en el que nos sumergimos con la misma inquietud por el porvenir que en años anteriores, porque asumimos que el tiempo es una flecha unidireccional que nosotros hemos domesticado en forma de ciclos repetitivos y previsibles. Así enero (“año nuevo, vida nueva” dice esa máxima archipopular) nos trae los fabulosos acontecimientos del primer mes del año, sucesos maravillosos que son idénticos cada 365 días, pero que estamos dispuestos a disfrutar y a padecer como corresponde: las consabidas doce uvas, la llegada de los Magos con sus juguetes, el roscón de Reyes, el regreso al trabajo y a la escuela, el gripazo, el esforzado ascenso de la cuesta del mes más empinado de todos…

   Enero es el mes de la ficción por excelencia, tanto para los aficionados a las invenciones como para los que no. Me permito afirmar su esencia literaria, su absoluta modernidad al no aceptar la realidad tal y como es y, en consecuencia, tratar de maquillarla, al menos en sus primeros días: donde las noticias nos hablan de guerras y genocidios, de hambre y de desigualdades económicas, de desmantelamiento de los sistemas sanitarios y de agotamiento de los recursos planetarios, nosotros ponemos en la calle a tres reyes destilados gota a gota desde el mundo de la fabulación y redecoramos la habitación para que los niños vivan una noche entre el miedo a lo desconocido y la fascinación por el misterio. Es sólo una forma de posponer lo inevitable, pero durante un tiempo la imaginación tiene un poderoso influjo que supera a la torpe realidad.

   Cuando llega el momento de reencontrarse con los compañeros, en escuelas y centros laborales, muchas veces los juguetes están tan rotos como flacas son las esperanzas. Durante un tiempo fuimos felices, nos reunimos con los nuestros, brindamos con bebidas espirituosas, nos deseamos salud y suerte, nos intercambiamos regalos como si ese día fuera ya el mañana, y dejamos la factura para más adelante, en la absoluta seguridad de que ya la pagaremos nosotros, o quien sea, cuando no quede más remedio. Y entonces recurrimos al poder de la imaginación y soñamos con que nos visita el duende de la lámpara de Aladino con sus tres deseos, nos toca la lotería o la primitiva, nos cae la herencia de la tía de América del Monopoly…, y así, de repente, no tendremos más agobios económicos y habremos superado de nuevo el 31 de enero.

   A mí me gusta la ficción, sí, como ya he dicho, pero tampoco me cabe duda de que a mis contemporáneos, aunque ellos mismos no lo sepan, también les fascina, porque chapotean en ella a pleno pulmón y sin arrepentimiento.

 

jueves, 18 de febrero de 2021

Supersticiones

 


   Quizás una de las ventajas de hacerse mayor es que con los años se pierden muchas de las certezas que apuntalaban tu vida y te quedas como un equilibrista sobre el alambre, desnudo: no puedes volver atrás (porque la vida ya te empuja con un aullido…) y tampoco vas a pretender quedarte contra el viento, que ya sabes por experiencia que torres más altas han caído y se han hecho pedazos contra las erizadas peñas del suelo, allá lejos; es obvio, pues, está más claro que el aire que apenas notas que respiras, que no te queda otra que continuar pasito a pasito, deslizándote como un minúsculo bichito por el cordel, en pos de un horizonte que conoces pero que, sin embargo, tampoco tienes mucho interés en alcanzar. Convertido así en un deseo, más reptante que andante, superadas ya las diversas fases por las que los filósofos más audaces ya te habían clasificado antes de hacer tu primer pis, a saber, felicidad elemental, certezas inamovibles, relativismo acomodaticio y finalmente escepticismo total, cuando no cinismo gesticulante, las jornadas transcurren ni plácidas, ni tormentosas, ni siquiera en modo ejemplar: transcurren y punto.

   Así se ha simplificado la existencia, de modo global y manifiesto, desde que la Covid19 tuvo la desdicha de aparecer en las exóticas tierras de China y de extenderse como la afición general por las apuestas y las loterías por los paralelos de la esfera terrestre: los ancianos (me refiero por supuesto a los afortunados supervivientes de una pandemia que parece ir dirigida contra su profundo descreimiento y su notorio interés por seguir comiendo pollo y bebiendo buen vino) y los jóvenes, a quienes se les insulta continuamente por su supuesta falta de responsabilidad (cuando ellos y ellas lo único que quieren, como sus mayores, es beber alcohol y comer también mucho pollastre, mucho bollo y mucho filete), todos, pues, habíamos asumido a duras penas que la interrupción de nuestro paseo por el alambre durara un par de meses, tal vez seis, y en cualquier caso no más de un año, y dábamos por justificadamente perdido el año 2020, un bisiestazo con vocación de jodefiestas, un año de miércoles que trataríamos de olvidar pronto recurriendo a las drogas legales de farmacia, supermercado o herboristería, incluso a las no legales si el trauma dejaba una trayectoria ascendente y no cicatrizable.

   Pero lo que no podíamos imaginar, lo que demuestra que nuestros gobiernos siempre manejan información privilegiada y se blindan con sus escudos de seguridad del sí pero no y vuelva usted otro día a preguntar por lo suyo, que lo nuestro ya lo tenemos cocido y colado, es que nos íbamos a ver en las mismas en 2021, el año que habían bautizado como el de la recuperación, y que al paso que vamos acabará llamándose el olvidable, el triste, el disfuncional, un año en el que, sin recaer sobre él el augurio adverso de la negra suerte y las catástrofes librescas, se ha convertido en toda una demostración de magia: ante ustedes desaparecerán las vacunas como si fueran contribuciones y aparecerán infecciones con sabor a mazapán, trozos mal digeridos de uvas y masa de roscón de Reyes, de aquí al verano, por lo menos.

   Por esta suma de desencantos y de malas acciones, cometidas a troche y moche por tantos y tan incontables, no es extraño que a nivel social hayamos dado un salto cualitativo en nuestra disposición en el alambre: ahora todos, aunque tal vez podamos exceptuar a los matasietes que aprendieron a volar y suplantaron a sus mayores para arrebatarles la dosis de vida que les correspondía, estamos retratados en modo escepticismo total, incluso en el de cinismo gesticulante, lo que quiere decir que, lejos de haber aprendido algo de aquellos encierros con aplausos y mirada al tendido, hemos emergido con el culo al aire y las vergüenzas colgando.

   La triste realidad es que en estas circunstancias resulta difícil creer en el ángel de la guarda, en la filosofía de Kant, en la declaración de los derechos humanos o en las leyes de la probabilidad, y aún mucho más en las supersticiones que uno se ha ido construyendo en la vida sólo porque le ajustaban bien. Y si ya no puedes creer ni en lo que tú mismo te has fabricado como consuelo en un mundo competitivo, despiadado y desleal, ¿para qué tanto medio de comunicación, tanta red social, tanta noticia, falsa o no? A mí, por ejemplo, me resulta más sencillo creer en la existencia de la decimoprimera dimensión que en supersticiones como la de la integridad de los partidos políticos o de los periodistas. Exagerado que es uno, ¿no?