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miércoles, 2 de abril de 2025

El nieto

 

   Uno tiene una edad, y sus nietos también, así que ya asume que solo los verá cuando necesiten algo. De lo contrario se pasarán meses entre celebraciones familiares sin que uno sea testigo de cómo les va saliendo el vello facial o llenan su cuerpo de tatuajes hasta parecer un cuadro étnico. Por eso, cuando mi nieto me pidió, por favor, por favor, que le ayudara con un trabajo de investigación para su grado, para lo que le urgía grabar un audio con mis respuestas a un cuestionario, yo le puse como condición, indispensable, que tendría que volver a informarme de los resultados, investigatorios y académicos, de sus averiguaciones. No tengo yo muchas oportunidades de que me acompañe una tarde cualquiera y me entretenga un rato así porque sí.

   Se me había casi olvidado aquella encuesta y hasta el trabajo cuando un día me envió un whatsapp para quedar conmigo. Que tenía que informarme al respecto. Que había ido todo estupendamente y que podía dedicarme un par de horas un viernes antes de irse al tardeo con sus amigos. Y así fue como quedamos en una cafetería para tomarnos también un chocolate con churros como cuando ambos teníamos dieciséis años menos y mucha, mucha más complicidad.

   —Mira, abuelo, me han puesto un sobresaliente y ya tengo aprobada la asignatura. Y te tengo que contar las conclusiones, que seguro que te interesan —me dijo con un entusiasmo que solamente le apreciaba en los últimos años cuando jugaba a la play o se enfrascaba en el teléfono móvil, ignorando por activa y por pasiva las sobremesas familiares.

   Después de realizar varias encuestas y consultar manuales, estadísticas y datos de internet, había concluido que los actuales hombres y mujeres de la tercera edad, esos que pasan de los sesenta años y que antes se consideraban viejos, reviejos y ultracaducos, podíamos ser todos incluidos, todos, en cuatro grupos principales que, después, también se podían subdividir en otros grupúsculos. Y me retó a saber a cuál creía yo que pertenecía por derecho propio, como si no tuviera yo más mili que un cetme.

   Al primero de los grupos lo había denominado “pringados”, porque, según él, hace falta ser tonto de moco para, después de haber pasado toda la vida trabajando como una mula y pagando impuestos como un borrico, llegada la jubilación la tengas que emplear en estar al servicio, agenda en mano, de las necesidades de los hijos, que lo mismo te encasquetan al niño durante su horario laboral, que te mandan con el carrito al paseo matutino o al parque con las fieras cuando ya han vuelto del cole. Y encima tienes que estar contento, porque con los dos progenitores trabajando y sin tiempo para nada, te toca darles la merienda, llevarlos al médico, supervisar los deberes y contagiarte de sus catarros, y es que la sociedad ya no se sujetaría sin los yayos.

   El segundo los había bautizado, de manera irónica, como “pluriempleados”, porque se pasan el día de actividad en actividad como las abejas recolectando polen de pistilo en pistilo, si bien para no producir miel ninguna. Cursos de todo tipo (macramé, yoga, ajedrez, inglés, pintura, relajación, taichi, poesía neoclásica, flores de Bach…) y actividades grupales de toda condición (teatro, exposiciones, marchas por la sierra, corales de aficionados, recitales poéticos, figuración en películas, danzas regionales, público de televisión…) les hacen pasar el día entretenidos, a menudo incluso estresados, porque no tienen tiempo ni para descansar los domingos. Su frase favorita es esa que repiten de que no saben cómo antes, trabajando, tenían tiempo para todo, porque ahora las horas se pasan volando y no pueden ni saludar a los vecinos en la escalera.

   Como “neoturistas” había designado al tercero de los grupos de ancianetes. Éstos, dependiendo de su nivel económico y del horror a la hostilidad del entorno, huyendo de hijos egoístas y de climatologías adversas, se han especializado en pasar largas temporadas perdidos por el mundo, lo mismo en Benidorm, que en los viajes del Imserso, donde dedican el tiempo a ir y venir por la playa, tomando cañas en los chiringuitos y saludándose sin hablar con extranjeros de pieles blancuzcas y cuatro pelos rubios. Por la noche, además de cenar, se reúnen a bailar como peonzas en las chochodiscos y allí se mueven al ritmo del pasodoble y de las canciones de Karina.

   El último de los grupos lo constituyen los “vigilantes”, un grupo muy heterogéneo de observadores cuyo aliciente es supervisar cómo viven los demás, ya sea sentados frente a la televisión, oyendo la radio desde una mecedora, observando a sus convecinos desde los bancos más estratégicos o charlando con los iguales apoyados en las vallas protectoras de las obras públicas. Seguros de haber contribuido con su vida a la mejora de la de los demás, ahora solo esperan que los dejen en paz hasta el último día y, si es posible, sin regímenes, pastillas y visitas médicas, que nada hay más cansado que mover un dedo o levantar un pie sin necesidad.

   Cuando mi nieto terminó con el cuarto grupo, y antes de que se atreviera a empezar con las subdivisiones, que ya veía yo que habría mezclas de todo tipo y que por, ejemplo, un vigilante podía a veces ser también un pringado o un pluriempleado un neoturista frustrado, y, lo peor de todo, ante la perspectiva de que aquel mocoso osara clasificarme a mí como si fuera un ejemplar vulgar de una vulgar colección, le dije entre exclamaciones más que ponderativas que qué bonito su trabajo y qué útiles para la humanidad sus investigaciones. Dudo que me entendiera.

   —Mira, pago las consumiciones y nos vamos. Que hay fútbol en la tele y tengo que vigilar a los deportistas, no se le vayan a sublevar al árbitro… —y me marché sin mirar atrás, que a mis años el tiempo libre es mucho y a la vez es ya muy poco.

 

viernes, 9 de julio de 2021

I Certamen Literario LGTBQ+ "Camaleón con historia"

 


La Asociación Roma de Rota (Cádiz) convocó esta primavera el I Certamen Literario LGTBQ+ "Camaléon con historia" para relatos que estuvieran ambientados en la "gran redada" que el 24 de junio de 1971 tuvo lugar en el Pasaje Begoña de Torremolinos, una pequeña zona en la que el colectivo LGTBQ+ podía expresarse libremente durante los últimos años del franquismo.

Mi relato "En un mundo nuevo", que toma su título de la canción que defendió brillantemente en aquel año Karina en el festival de Eurovisión celebrado en Dublín, mereció el primer premio del certamen y por él recibí el galardón el pasado 28 de junio, día internacional del orgullo LGTBQ+, una fecha en la que celebramos los derechos conseguidos y seguimos reivindicando aquellos que todavía se nos niegan, además de rendir homenaje a todas esas personas que lucharon, y siguen luchando incluso a costa de su propia vida, por la libertad.

 


Mi participación en el acto de entrega de premios tuvo que ser virtual a causa de la pandemia de coronavirus. A continuación podrás escuchar el relato "En un mundo nuevo" leído por mí. Con gran pena, la visita a Rota la dejo pospuesta para cuando las situación sanitaria sea segura y los viajes se puedan realizar con toda normalidad.









lunes, 25 de enero de 2021

England, my England


   ¿Quién era aquella mancha azul entre los curas ensotanados y los maestros de todos los años? Por el patio, en aquel luminoso septiembre previo a la muerte del dictador por peritonitis, corría la voz, cantarina, esperanzada, de que tal vez fuera la sustituta de don José María, el profesor de lengua que en aquel año había preferido trocar la sintaxis por la letra de cambio y perfeccionarse en el arte del interés simple y del compuesto. Con él no debía de ir aquello de pasar hambre que se atribuía tradicionalmente al enseñante español y había optado por acomodarse sustanciosamente en una oficina bancaria de las que más pitaban en el barrio. Pero si a su paciencia y sus maneras suaves, tan distintas a las de los padres, a los que enseguida se les desmandaban las manos y no tardaban en darte un pescozón, una torta o un pellizco con giro encarnizado en donde diera, le sustituía aquella aparición rutilante que sonreía entre las caras avinagradas, mal afeitadas en general, tan acartonadas que parecían haberse escapado de un boceto de Velázquez hecho entre borrachos recalcitrantes, seguramente le podríamos dar una segunda, y aun una tercera oportunidad a la subordinación de relativo.

   Doña Marina, la nueva maestra de lengua española e inglesa para mi último curso de la educación general básica, no permitía que le apeáramos el tratamiento, aunque fuera tan joven que bien pudiera ser la prima a la que todos queríamos meter mano en las siestas veraniegas. Lucía siempre unos vestidos largos, como de tela de raso o terciopelo, y se adornaba con unos collares interminables de cuentas multicolores y de vez en cuando alguna flor silvestre en el pelo. Nosotros, que a menudo veíamos en la televisión artistas como Karina y Massiel entonando canciones que luego se hacían muy populares y que no paraban de sonar en las ferias, decidimos llamarla entre nosotros “la hippie” y fantaseábamos sobre cómo habría sido su vida en Londres, si habría conocido personalmente a los Beatles, y si tomaría con sus amigas el té de las cinco tan puntualmente como hacían Peter and Molly en el libro de texto que nos servía para todos los cursos. Nuestro entusiasmo no se correspondía para nada con el menosprecio que merecía doña Marina entre nuestras familias, especialmente entre nuestras madres, que veían en aquel guachiguachi del inglés una cosa sucia, como sebosa y llena de gérmenes, y en su representanta una lagarta que aborrecía la bata blanca y se exhibía sin pudor ante jovencitos indefensos y más que impresionables. Sus comentarios nos dejaban boquiabiertos y algunos pensábamos que éramos hasta un poco lerdos, porque no podíamos ni siquiera imaginar cómo serían sus pezones o su trasero, ocultos como estaban a nuestros ojos por aquella tela tan generosa decorada con lentejuelas bordadas o margaritas cosidas. Lo que nos seducía era, precisamente, lo que no veíamos de ella y, sin embargo, lo que veíamos en casa nos producía alarma, si no verdadera repugnancia.

   Entre todas aquellas horas de lectura del Nuevo Testamento, misas de primeros viernes de mes, recortables para la festividad de la virgen de Lourdes, química orgánica y ecuaciones de segundo grado, Reyes Católicos y disección en vivo de ranas cloroformadas, en aquellas horas largas y apesadumbradas que agotábamos despejando las equis de la adolescencia sin conocer aún el resultado de tanto pecado cometido y confesado, doña Marina se nos aparecía como si aún fuera posible darles una patada a los aburridos domingos de fútbol y cine tolerado y dejarse llevar gozosamente por el vendaval de los deseos inconfesables: cantar en inglés con las chicas de ABBA y luego dormir con ellas, sí, con las dos, en hoteles donde nadie se escandalizaría por su desnudez sobre camas abiertas y luces encendidas. Cometido el pecado, siempre habría tiempo para arrepentirse, decía mi amigo Roberto, que era el más lanzado en cuestiones de amor y de mujeres.

   Doña Marina, para nuestra decepción, no terminó el curso con nosotros; fue sustituida por don Matías, un cura sesentón con cara de bollo de pan y lengua afilada para combatir la concupiscencia, su tema favorito, al que le dedicó una gran parte del resto del curso poniéndose grana como los tomates y lanzando escupitajos involuntarios al nombrar a Satán y sus maniobras para seducir a los niños inocentes, como nosotros, añadía, mientras escondíamos la manos que horas antes habían estado obrando contra la pureza. Durante algunos días creímos que doña Marina se había puesto enferma; después que la habían echado porque se había atrevido a ensayar una obrita de teatro de Casona con las niñas de octavo; y finalmente nos enteramos, por la madre cotilla y correveidile de Isidoro que todo lo tenía que descubrir y comentar, de que fue por un escándalo, un escándalo tan grande y tan extranjero que no cabía en un país católico como el nuestro: doña Marina había yacido sensualmente de modo incontinente con nuestro ex maestro don José María, a la sazón casado, y vivido en pecado mortal durante todos los meses en que nos dio clase. Fue quejarse la esposa del adúltero ante las autoridades y nunca más vimos a don José María ni a doña Marina, a los que nos imaginábamos levantando negocios y haciendo el amor libre en la Gran Bretaña, la tierra prometida. Y ahí fue cuando decidí licenciarme en inglés y marcharme a vivir de mayor a tierra de infieles, a ver si todavía podía ser feliz también yo.