lunes, 25 de enero de 2021

England, my England


   ¿Quién era aquella mancha azul entre los curas ensotanados y los maestros de todos los años? Por el patio, en aquel luminoso septiembre previo a la muerte del dictador por peritonitis, corría la voz, cantarina, esperanzada, de que tal vez fuera la sustituta de don José María, el profesor de lengua que en aquel año había preferido trocar la sintaxis por la letra de cambio y perfeccionarse en el arte del interés simple y del compuesto. Con él no debía de ir aquello de pasar hambre que se atribuía tradicionalmente al enseñante español y había optado por acomodarse sustanciosamente en una oficina bancaria de las que más pitaban en el barrio. Pero si a su paciencia y sus maneras suaves, tan distintas a las de los padres, a los que enseguida se les desmandaban las manos y no tardaban en darte un pescozón, una torta o un pellizco con giro encarnizado en donde diera, le sustituía aquella aparición rutilante que sonreía entre las caras avinagradas, mal afeitadas en general, tan acartonadas que parecían haberse escapado de un boceto de Velázquez hecho entre borrachos recalcitrantes, seguramente le podríamos dar una segunda, y aun una tercera oportunidad a la subordinación de relativo.

   Doña Marina, la nueva maestra de lengua española e inglesa para mi último curso de la educación general básica, no permitía que le apeáramos el tratamiento, aunque fuera tan joven que bien pudiera ser la prima a la que todos queríamos meter mano en las siestas veraniegas. Lucía siempre unos vestidos largos, como de tela de raso o terciopelo, y se adornaba con unos collares interminables de cuentas multicolores y de vez en cuando alguna flor silvestre en el pelo. Nosotros, que a menudo veíamos en la televisión artistas como Karina y Massiel entonando canciones que luego se hacían muy populares y que no paraban de sonar en las ferias, decidimos llamarla entre nosotros “la hippie” y fantaseábamos sobre cómo habría sido su vida en Londres, si habría conocido personalmente a los Beatles, y si tomaría con sus amigas el té de las cinco tan puntualmente como hacían Peter and Molly en el libro de texto que nos servía para todos los cursos. Nuestro entusiasmo no se correspondía para nada con el menosprecio que merecía doña Marina entre nuestras familias, especialmente entre nuestras madres, que veían en aquel guachiguachi del inglés una cosa sucia, como sebosa y llena de gérmenes, y en su representanta una lagarta que aborrecía la bata blanca y se exhibía sin pudor ante jovencitos indefensos y más que impresionables. Sus comentarios nos dejaban boquiabiertos y algunos pensábamos que éramos hasta un poco lerdos, porque no podíamos ni siquiera imaginar cómo serían sus pezones o su trasero, ocultos como estaban a nuestros ojos por aquella tela tan generosa decorada con lentejuelas bordadas o margaritas cosidas. Lo que nos seducía era, precisamente, lo que no veíamos de ella y, sin embargo, lo que veíamos en casa nos producía alarma, si no verdadera repugnancia.

   Entre todas aquellas horas de lectura del Nuevo Testamento, misas de primeros viernes de mes, recortables para la festividad de la virgen de Lourdes, química orgánica y ecuaciones de segundo grado, Reyes Católicos y disección en vivo de ranas cloroformadas, en aquellas horas largas y apesadumbradas que agotábamos despejando las equis de la adolescencia sin conocer aún el resultado de tanto pecado cometido y confesado, doña Marina se nos aparecía como si aún fuera posible darles una patada a los aburridos domingos de fútbol y cine tolerado y dejarse llevar gozosamente por el vendaval de los deseos inconfesables: cantar en inglés con las chicas de ABBA y luego dormir con ellas, sí, con las dos, en hoteles donde nadie se escandalizaría por su desnudez sobre camas abiertas y luces encendidas. Cometido el pecado, siempre habría tiempo para arrepentirse, decía mi amigo Roberto, que era el más lanzado en cuestiones de amor y de mujeres.

   Doña Marina, para nuestra decepción, no terminó el curso con nosotros; fue sustituida por don Matías, un cura sesentón con cara de bollo de pan y lengua afilada para combatir la concupiscencia, su tema favorito, al que le dedicó una gran parte del resto del curso poniéndose grana como los tomates y lanzando escupitajos involuntarios al nombrar a Satán y sus maniobras para seducir a los niños inocentes, como nosotros, añadía, mientras escondíamos la manos que horas antes habían estado obrando contra la pureza. Durante algunos días creímos que doña Marina se había puesto enferma; después que la habían echado porque se había atrevido a ensayar una obrita de teatro de Casona con las niñas de octavo; y finalmente nos enteramos, por la madre cotilla y correveidile de Isidoro que todo lo tenía que descubrir y comentar, de que fue por un escándalo, un escándalo tan grande y tan extranjero que no cabía en un país católico como el nuestro: doña Marina había yacido sensualmente de modo incontinente con nuestro ex maestro don José María, a la sazón casado, y vivido en pecado mortal durante todos los meses en que nos dio clase. Fue quejarse la esposa del adúltero ante las autoridades y nunca más vimos a don José María ni a doña Marina, a los que nos imaginábamos levantando negocios y haciendo el amor libre en la Gran Bretaña, la tierra prometida. Y ahí fue cuando decidí licenciarme en inglés y marcharme a vivir de mayor a tierra de infieles, a ver si todavía podía ser feliz también yo.

sábado, 16 de enero de 2021

Un año más

 


   Siempre me ha parecido que el 31 de diciembre está cargado de emociones y de valores simbólicos, que no es un día más en el calendario: la gente planifica durante semanas las reuniones con amigos y familiares, los viajes, el menú de la cena y hasta con qué cadena de televisión se tomará las uvas para dar la bienvenida al año nuevo, como si fueran muy diferentes los escotes de la Pedroche o de la Igartiburu, canalillos  escarchados bajo el relente madrileño. La felicidad, la alegría, servidas en copas de cava (antes decíamos de champán y nos sentíamos más cosmopolitas, cabe incluso decir que tal vez lo fuéramos visto el catetismo autonómico y frentista de los últimos años de nuestra más que manoseada democracia), familias enteras dedicadas al descorche al unísono, dan paso a los brindis, a las canciones del pasado y a unas sobremesas en las que se abusa eufóricamente de los licores, los cantos roncos y los mazapanes de Soto, hasta que se agota la madrugada y uno se acuesta hecho unos zorros y sin ánimo de más alterne.

   Al día siguiente, incluso si no se sufren taladradoras en las sienes, levantarse es un ejercicio arduo porque se sabe, se conoce a la perfección que la fiesta no ha terminado, no, sino que se va a prolongar unas cuantas horas más. En vez de una vida nueva, renovada, llena de resoluciones heroicas (dejar de fumar, perder peso, hacer más el amor…) que no sobrevivirán al aperitivo, en vez del descubrimiento de una fuerza cósmica que te puede llevar a sondear los principios de la mecánica cuántica y volverte del revés como siempre se ha deseado secretamente, se aterriza en un panorama desde el puente ya archiconocido: beatíficamente los melómanos y los melopeos se arremolinan ante el compás del tres por cuatro de los valses de Viena y se dejan arrullar por el frufrú de los tutús en su suave deslizar por las tarimas de la vieja Europa; poco importa que el resto del año los ritmos cambien, en esta mañana del uno de enero la tradición manda que se den palmas, unas palmas chabacanas pero compartidas, en la marcha Radetzky y que seamos ciudadanos del primer mundo entregados al esplendor de las cortes decimonónicas como si aún no hubieran nacido los Beatles ni muerto Amy Winehouse. Y todavía era peor en mi infancia, cuando apenas conocíamos la nieve de primera mano y, sin embargo, nos daban desde la única cadena de televisión una clase magistral de los saltos de esquí en los cuatro trampolines de Innsbruck, como si tuviéramos algo que ver nosotros con aquellos nórdicos de nombres impronunciables que se deslizaban como torpedos hacia la gloria deportiva. Tediosas mañanas del uno de enero, pasando del vals a la nieve por los cerros de Centroeuropa, antes de regresar a la mesa familiar, siempre demasiado pronto, con la cena del día anterior casi sin digerir, y a sus viandas tradicionales y sorprendentemente españolas: menestra a la navarra, bacalao a la baturra y crema catalana, más los consabidos polvorones de Estepa. Tiempos aquellos en que no había códigos de barras, ni denominaciones de origen, y en los que a veces con tener qué comer ya era suficiente para sentirse feliz y contento, como unas pascuas.

   El resto del día, festivo para más señas (si fuera feriado, la gente no podría trasnochar hasta el hastío), se convierte en una guerra contra el aburrimiento del tiempo detenido: incluso antes de los confinamientos perimetrales y los toques de queda actuales, las tardes del día uno de enero siempre han sido un problema para aventureros que no se conforman con volver a ver la enésima proyección de “Pretty woman” en la pequeña pantalla, ni con la repetición de los mejores momentos de la noche con la que nos obsequian desganadamente la mayoría de cadenas de televisión. Bares, cines, teatros, siempre han sido la apuesta perfecta para no tener la sensación de haber desperdiciado el primer día del año; solo faltaba la pandemia de Covid19 para rematar al primogénito del 2021, pues ni los bares están a pleno rendimiento por razones obvias, ni la cultura es completamente segura aunque nos mientan sin convencimiento. En fin, qué forma de empezar década tan rutinaria y falta de sal, tan boba.

   La triste realidad es que, si generalmente podemos recordar cómo terminamos el año, casi nunca nos compensa invertir ninguna de nuestras neuronas en recordar cómo lo empezamos, pues los hombres y las mujeres somos animales de costumbres y no aprendemos ni con setenta mil fallecidos de más a nuestras espaldas: tiramos sin rubor alguno el muerto al hoyo y nos dejamos llevar por oleadas de hábitos y tendencias que apenas hemos reflexionado, y que muchas veces ni siquiera nos hacen felices. Bienvenido pues, un año más, al futuro, consumidores del mundo. Qué lamentable, qué inútil, que sea de nuevo tan parecido en lo esencial a la mezquina panorámica de siempre.