lunes, 22 de abril de 2024

Sin apellidos

 

   Recuerdo ahora una conversación de domingo de hace muchos años. Paseábamos un amigo y yo, ambos no habríamos cumplido aún los doce años, y jugábamos a las predicciones, como si fuéramos capaces de adivinar el futuro. Hablábamos de nimiedades sobre las que, seguramente, muchos hemos conjeturado en algún momento: cuántos años tendríamos en el 2000, a qué planeta viajaríamos de vacaciones, si sería más apasionante conducir un coche volador o tener una casa computerizada y autosuficiente en la que todos los trabajos los hicieran robots... De los asuntos del pasado, sin embargo, no nos preocupábamos: primeramente, porque los ignorábamos, como es habitual cuando se cuenta con pocos años, y, en segundo lugar, porque nuestras nociones de historia se basaban en un batiburrillo de ideas estrafalarias sobre la grandeza de España en siglos pretéritos que en nada comulgaban con el país tan feo y callado que percibíamos en las casas, en las calles y en las aulas. Vivíamos en un mundo gris que miraba con envidia al sueño americano filmado en las películas mientras comíamos pipas y mascábamos chicle por todo lujo y refinamiento. Sí nos preocupaba, sin embargo, el futuro próximo: en algún sitio habíamos oído que, cuando muriese Franco, habría otra guerra y nos temíamos que seríamos reclutados como carne de cañón, aunque latiese en nosotros un ferviente y convencido pacifismo.

   Recuerdo otra de años después, esta vez ya en la universidad. Estábamos debatiendo sobre lo humano y lo divino cuando alguien vino a decir, de manera tajante, que el cine español era, además de aburrido y repetitivo, banal y mediocre, un ejercicio de ombliguismo insufrible. Y sobre todas las películas que trataban de la guerra civil, en las que siempre se contaba lo mismo y de la misma manera. Todos estábamos más que hartos de oír en nuestras casas el hambre que habían sufrido nuestros mayores y el miedo a opinar sobre cualquier asunto público porque siempre podía haber alguien que te podía espiar e ir con el cuento; nos habían educado en el silencio, en la necesidad de ocultar nuestras ideas y disidencias en lo más profundo de nuestro pensamiento. Lo que pasaba en el cine era lo mismo que ocurría en la sociedad civil: se hablaba poco, no se profundizaba nada y se repetían tópicos y más tópicos sobre un país del que desconocíamos prácticamente todo lo que había ocurrido en las últimas décadas.

   La llegada de la democracia tras la muerte del dictador, contra lo que creíamos de niños, no trajo un conflicto bélico, al menos lo que convencionalmente entendemos como tal. La transición a un modelo democrático se nos vendió como un éxito de todos los españoles, seguramente amparado en la ignorancia colectiva: así pudo prosperar el pacto de silencio, de olvido, que nos llevó en breve a formar parte de las instituciones europeas, de la OTAN y de los países con mayores índices de bienestar, aunque toda aquella estructura social y política se asentara sobre bases poco sólidas. Y el cine español, como correspondía a una sociedad ilusionada y en ocasiones crítica, también se transformó drásticamente: pese a que se siguieron haciendo algunas españoladas, los nuevos directores apostaron por un camino más personal, menos complaciente y, sin duda, más arriesgado. Ver España a través de los ojos de estos creadores nos ayudó a llenar el vacío de una educación sesgada e incompleta.

   Que la transición política española de una dictadura sombría a una democracia luminosa en sus inicios había tenido sus puntos negros fue algo que no tardamos mucho en conocer fehacientemente: bastaron muy pocos años para que la corrupción aflorase de nuevo y a lo grande en los principales partidos y supiésemos que los beneficiarios del sistema seguían siendo los de siempre. No abundaré aquí en lo que conocemos ampliamente: ocultación de la verdad, control y manipulación de los medios de comunicación social, parcialidad de la justicia, persecución de la libertad de expresión, inmovilismo y desmontaje progresivo de la sanidad y de la educación, no son sino la demostración de que el poder se sigue ejerciendo contra la ciudadanía con impunidad y falta de ética.

   Asistimos ahora, con un cansancio que nos es muy difícil dejar de mostrar, a una crispación sin precedentes, al menos en las formas: los políticos y los jueces han montado un circo y pretenden que todos actuemos en él, no sé si de trapecistas para que nos partamos la crisma contra el suelo, o de payasos, para que se rían aún más de nosotros, mientras ellos, todos, se compran sin tener liquidez chalets y pisos de lujo, obtienen másteres que nunca han cursado, reciben compensaciones económicas en paraísos fiscales por facilitar un contacto o adjudicar un contrato a dedo, defraudan a Hacienda con asesores de campanillas mientras a nosotros nos conminan a ser ciudadanos cumplidores con medidas coercitivas…

   La última de las fricciones hasta el momento, después del conflicto catalán, el reparto de poder judicial, la inutilidad de todos en la gestión de la pandemia, etc., es la polémica creada en torno a la Ley de Memoria Histórica, que unos quieren derogar y los otros defienden, sin que, por supuesto, nos hayan preguntado nunca a los ciudadanos qué es lo que necesitamos y deseamos. Por mi parte, que ya viví el año 2000, que nunca he viajado a Saturno, ni he visto más robot en mi casa que un teléfono móvil que me espía a todas horas para quién sabe qué multinacional, tengo que decir que no creo en el adjetivo histórico aplicado a la memoria, porque es un fuego de artificio: la memoria, por definición, no necesita apellidos, porque siempre, sin excepción, se refiere al pasado. Lo que ocurre es que nosotros nunca lo hemos conocido y lo que nos ha rodeado ha hecho lo posible y lo imposible para que sea así. Somos desmemoriados e ignorantes y, seguramente por eso, tenemos este circo de función continua para que nos entretengamos mucho y seamos perdices.

 

sábado, 23 de marzo de 2024

La guardería


   A diferencia de la mayoría de la población, yo prefiero los días de labor a los fines de semana. Dirán, seguramente, que no les extraña nada en cuanto sepan que estoy jubilado y hasta se mostrarán de acuerdo conmigo pensando en que a ustedes les pasaría lo mismo en el caso de que dispusieran libremente de su tiempo. ¿No tenemos a nuestra entera disposición las calles, las autovías, los comercios, los bares y los museos, mientras el resto labora o estudia religiosamente en sus respectivos trabajos y centros escolares? Y con la excepción de las excursiones estudiantiles, que ciertamente parecen una plaga, como si a los profesores les costara cada vez más mantener a sus alumnos en los estrictos límites de sus aulas, y de los viajes programados para la tercera edad, que proliferan como setas en otoño y convierten los destinos turísticos de verano en chollos para todo el año, es cierto que el mundo es ancho y propio para los que dejamos definitivamente atrás las obligaciones laborales. Al menos lo es entre semana. Porque en el fin de semana todo cambia: las calles se llenan de entusiastas de todo tipo y pelaje, de esos que llenan los estadios de fútbol, acuden a los cines a comer palomitas y a los teatros a toser, colapsan las carreteras quemando combustible a todo pasto, llenan las terrazas en el ejercicio de su libertad y agotan las provisiones de cerveza de los bares y, cómo no, compran y consumen en los múltiples hipermercados que para ellos abren incluso en los antes sagrados domingos, cuando se iba de punta en blanco a misa y se comía después en casa con la familia.

   Comprenderán entonces que muchas veces no sepa en qué día de la semana vivo, porque lo mismo me da que sea un maldito lunes que un prometedor viernes para los demás: lo que yo noto es que no hay multitudes en las calles, la existencia tiene un ritmo apacible y el contorno de las personas y de los objetos parece más nítido, como si nada lo perturbara. En cambio, los días festivos son un caos de tráfico, ruidos y caras largas de personas que circulan con enfado entre los demás, personas que son víctimas de la prisa y de las expectativas imbuidas por la propaganda, gente insatisfecha que no sabe que sabe la mentira en la que chapotea a su pesar.

   Disculpen la reflexión anterior, bastante innecesaria ciertamente, excepto para justificar por qué me quedo en mi casa, encerrado como un proscrito los fines de semana. Pero el resto de los días, ¡ay el resto de los días!, mi mujer me lo tiene terminantemente prohibido y me lanza a la calle como quien lanza un cohete, o un petardo, al espacio exterior para colonizar otros mundos, que en el actual ya molesto mucho y produzco poco. Se supone que mientras ella se encarga de los asuntos domésticos (asuntos de los que me excluye con la razón de que ese ha sido, es y será siempre su territorio y que lo defenderá si es necesario con uñas y dientes hasta que deje de reclamarlo) yo tengo que entretener mi tiempo como hacen el resto de jubilados que en el mundo han sido: desde el icónico vigilante de las obras públicas que algunos ayuntamientos no paran de realizar, levantando aceras, modificando plazas y habilitando nuevos carriles bici, hasta el animoso jugador de cartas en el centro social de mayores, que se pasa las horas practicando el mus o la brisca, hay una serie de tareas que nos están destinadas por descarte y que son, a saber, pasear sin rumbo, pegar la hebra al sol bajo la estatua de la plaza, tomar un café descafeinado de diez a doce con otros desamparados, leer los periódicos en la biblioteca e inventarnos tareas absurdas en el banco, donde por otra parte no nos quieren ver ni en pintura.

   Por mi parte, siempre me he negado a participar en tales dislates: las obras son interminables y, además, muy aburridas, y no se me dan demasiado bien los juegos sociales, ni perder el tiempo en actividades que ni me gustan, ni me entretienen, que uno ya tiene mucho mundo y mucho escepticismo encima como para tragarse más miseria antes de comerse la verdura hervida y el filete de pescado a la plancha.

   Yo dedico mis mañanas de lunes a viernes a observar desde un banco a los niños de menos de tres años de la guardería más cercana a mi casa. Excepto los días en que llueve o hace un mal tiempo de narices, que afortunadamente para mí cada vez son menos comunes, a los infantes los sacan a la parcelita que, protegida por una malla metálica de dos metros de altura, pertenece a su centro escolar. En ella hay un suelo de arena de lo más irregular, un tobogán de plástico de medio metro que a ellos les debe parecer una montaña, dos balancines y un columpio minúsculo, además de un montón de juguetes de lo más variado, como pelotas, cubos y palas, coches de plástico y todo tipo de baratijas resistentes a los golpes, pero incapaces de hacer un chichón de importancia. Lo más divertido es verlos salir a la carrera vigilados por sus cuidadores y precipitarse a tomar posesión de su juguete favorito, centrarse en disfrutar de su conquista ignorando a los demás, excepto cuando se produce una disputa por un camioncito o un martillo y se dan de leches, lloran y berrean, mientras les riñen por usar la violencia con los demás y no querer compartir sus posesiones. Son tres cuidadores para más de veinte niños y, desde luego, no creo que tengan tiempo, ni tampoco la obligación, para educarlos; bastante es que consigan que no se hagan ningún daño y lleguen a su casa con los dos ojos intactos y sin señales de dientes ajenos. Viéndolos jugar, cada uno a lo suyo, tan contentos y tan ignorantes, me pregunto si no sería mejor instruirlos desde ya para que, cuando sean como yo, no sigan jugando solos e ignorando tanto a los demás.

 

sábado, 24 de febrero de 2024

Más perros que niños

 

 En el instituto nos han encargado una investigación en nuestro barrio. Aunque las conclusiones tienen que ser comunes, la fase de recopilación de datos debe ser individual y realizada en las comunidades de vecinos de cada alumno. Como la temática es transversal, afectará a las notas de varias asignaturas, así que no me queda más remedio que tomármelo en serio.

   Nosotros, mi familia y yo, vivimos en un edificio de cinco plantas en una ciudad crecida un tanto descontroladamente en la periferia de una gran capital. Más de cien mil habitantes no son precisamente pocos y demandan una gran cantidad de servicios, que a menudo sólo se encuentran a varios kilómetros de distancia. Dieciocho familias son las que me corresponden, una de ellas la mía, la única que conozco bien, desafortunadamente, porque me va a tocar picar al timbre de todas las demás con mi tonto cuestionario.

   A priori pienso que me va a costar encontrar a los vecinos en sus casas, porque la mayoría se marchan a trabajar a las tantas de la madrugada y no regresan hasta las mil. Lo sé porque las plazas del aparcamiento se pasan el día vacías, excepto festivos. Cuento con encontrar sobre todo familias como la mía, de cuatro miembros, dos adultos y dos niños o adolescentes, porque la mayor parte son primeros propietarios y se mudaron aquí aproximadamente hace dieciocho años.

   Le pregunto a mi madre. Me dice que ya no conoce a todos los vecinos. Algunos de los pioneros, así los llama, ya vendieron su propiedad y se marcharon a un barrio mejor. Los que vinieron después, más jóvenes, ni se han presentado a los vecinos, ni mantienen nexos con ellos. Por no relacionarse, ni siquiera asisten a las juntas de comunidad, que se celebran de año en año con el fin de aprobar los presupuestos, porque mejoras…, ni están ni se las espera.

   Según me cuenta, de las dieciocho propiedades iniciales, sólo permanecen en la casa diez. Ha habido tres divorcios, un desahucio, una detención que llevó a un residente a la cárcel, aunque no se sabe el motivo, y se ha producido el nacimiento de trece bebés, el doble de niñas que de niños. En este momento habitan la finca unas cuarenta y cinco personas, lo que viene a ser una media de dos personas con cinco por vivienda. El promedio de edad es joven todavía: cuarenta y dos años, más o menos. El mayor de todos tiene unos setenta años y el menor, cuatro meses.

   Abrumado por la cantidad de datos que maneja mi madre, me da la impresión de que casi tengo ya el trabajo realizado. Pero no falta quien me diga que esta investigación exige rigor y que la información de mi madre ni siquiera está contrastada. Así que, bolígrafo en mano, voy de piso en piso desde el primero hasta el quinto, incordiando a los vecinos con mis preguntas, mi acné y mi impaciencia. Lo que podría haber sido un paseo de una tarde se convierte en una novena, porque todos los días falta alguien en la casa o no me abre la puerta por más insistente que sea. Finalmente, un domingo a la hora del partido local consigo completar mi encuesta, pero no sin llevarme unas cuantas miradas furibundas cuando se canta un gol en la televisión y yo todavía estoy anotando la respuesta a la enésima pregunta.

   No me corresponde a mí sacar las conclusiones de esta investigación, que esa es una labor de equipo que haremos teniendo en cuenta los datos obtenidos por todos. Pero puedo hacer una valoración personal, al menos para mí, y para mi madre si es que me pregunta, que lo hará porque es bastante cotilla. Lo primero que me sorprende es que a la mitad no los conocía, ni siquiera de verlos en el ascensor o en el rellano. Lo segundo es que tampoco conozco a sus hijos, porque ni ellos ni yo hemos bajado nunca a jugar al portal, solos o acompañados, y tampoco hemos ido al mismo colegio. Lo tercero es que esta finca está llena de perros: hay un promedio de tres por planta, lo que hace un total de quince, casi el doble que los niños que habitan hoy en la casa. Sobre gatos, lagartos o peces, no puedo dar datos, porque no incluimos la pregunta en el cuestionario, pero pienso ahora que tal vez eso haya sido un error de cálculo.

   Le pregunto a mi madre por qué nosotros no tenemos perro y me contesta que dan mucho trabajo y que, además, pueden transmitir enfermedades. Me cuenta la historia de su abuela, que murió bastante joven por culpa de un quiste de perro en el hígado, y me dice que, en su casa, mientras viva, no entrará uno. Y luego afirma que, si la gente tiene tanto chucho en la suya, es porque no sabe estar sola, que un perro da mucha compañía y nunca te lleva la contraria, aunque seas más necio que Calígula. Tengo que mirar en el buscador del teléfono móvil para saber quién es ese individuo, me digo mientras la miro sorprendido por su implicación emocional en los asuntos de perros.

   Debo de haberme quedado pasmado, porque mi madre, que nunca soporta bien el silencio de los demás, vuelve a la carga, esta vez para contarme que los vecinos de enfrente, lo primero que hicieron cuando su segundo hijo se emancipó, fue comprar un fox terrier para no sufrir el síndrome del nido vacío. Otra cosa que tengo que buscar cuando tenga un poco de tiempo.

   Ahora voy camino del instituto a entregar mis datos y a reunirme con mis compañeros para elaborar el trabajo común. Por el camino, observo que mi ciudad está llena de coches, de ruidos y de paseantes con perros, y, sin embargo, apenas hay niños, risas o juegos. Siento un poco de pena, como si me estuviera perdiendo algo o ya me lo hubiera perdido definitivamente.