Me cansan los tópicos, me aburren profundamente. No hay nada que
me desmotive más que esa gente que se queda mirando a los ojos con
intensidad, como si de verdad entendiera algo de lo que pasa, para
liquidar las expectativas de una conversación inteligente con un “poco a
poco” o “ya verás cómo se soluciona”. En esas ocasiones estoy seguro de
que un perro me comprende mejor y, además de la fidelidad y el afecto,
no me carga con tales majaderías; un perro como mucho me saca la lengua y
espera que le lance la pelota para ir a recogerla, y hasta se divierte y
me divierte. Pero esa gentuza de frases hechas e ideas publicitarias lo
invade todo y me tortura con sus “que tú puedes” y “más se perdió en
Cuba”, como si a mí me importara un pimiento la geografía mundial, sus
accidentes y clima.
Yo sé que la mayoría, cuando se separa de sus parejas, después de
haberlas amado hasta el abuso, estrujado, exprimido, desecado y
aniquilado, trata de dejarlas atrás lo antes posible, intentando tan
solo conservar el odio a quien no supo valorar la calidad de su persona;
ponen tierra de por medio, ponen de por medio a los hijos para crear un
colchón de desafecto que haga olvidar los tiempos primeros del sexo,
ponen de por medio a los abogados, las sentencias de divorcio, los
acuerdos de negación y menosprecio… “No sabes cómo me maltrataba”, “era
cruel y egoísta”, “me exigía una perfección que para sí quisiera”, “me
hacía sentirme inferior”, “con nuestros amigos siempre me ridiculizaba”…
Las mismas cantinelas para los mismos fracasos, clavos que no sacan
otros y moras cuyas manchan no salen ni con la muerte.
Por eso tengo fama de huraño. No me gusta relacionarme con el mundo
para hacer pronósticos del tiempo, criticar al presidente del gobierno
por más tonto que sea o predecir quién de los de siempre ganará la liga
de fútbol; más bien, en un ejercicio de cinismo, prefiero incomodar a la
concurrencia preguntando yo si recuerdan quién era el ministro de
cultura español en el primer gobierno de Felipe González, si llovió
mucho en la primavera de 1988 o en qué año ganó la liga el Real Betis
Balompié. Reconozco que casi nadie lo sabe o lo recuerda, pero es que
vivimos en un tiempo sin memoria y por eso este pueblo está condenado a
repetir los mismos errores y a que le tomen el pelo los tuertos del país
de Nunca Jamás.
Algunos dicen que soy un rebelde, otros que un misántropo, los más
que estoy “como una cabra” y que me deberían poner la camisa de fuerza
antes de que me estalle la chola y cometa “una barbaridad de esas que
salen por la tele en las noticias”. Lo cierto es que me gusta
expansionarme y salirme del carril preestablecido, ver las cosas del
revés, casi siempre del lado más cómico y darle una patada de vez en
cuando al trasero de la autoridad. No diré que no haya tenido
problemillas, pero eso es lo menos cuando uno decide opinar de verdad y
no callarse nada de nada. Pues no ha llovido ni nada desde que mi madre
me dijera aquello de “tú escucha y calla”.
Pondré un ejemplo, tonto, pero que es muy ilustrativo de cómo se
puede vivir en la cuerda floja, sin red y dando la cara. Desde hace
cuarenta años, cada cierto tiempo me toca renovar el carné de identidad
como a cada hijo de vecino, pero para mí es un momento sublime,
importante, generoso... Me hago una sola foto, la primera que me toman,
sin retoques ni mejoras, y hago veinte o treinta copias, según los
tiempos. Después, a cada una de las personas que han sido importantes de
verdad en mi vida y a las que ya no veo por decisión propia o ajena se
la mando por correo para que vean de primera mano en lo que me ha
convertido el paso del tiempo. Evito decir cosas tales como “mira lo
bien que me ha tratado la vida” o “¿a qué estoy igual que entonces?; si
no quiero mentir, lo que no ocurre siempre porque mentir es muy
divertido, lo que anoto es una verdad como un templo: mira bien la foto y
da gracias a dios, porque de este pobre imbécil es del que te libraste a
tiempo.