viernes, 22 de diciembre de 2023

A la sombra de Peter Pan

 

   Mientras mis compañeros han aprovechado el primer día de sus vacaciones de Navidad para regresar a su hogar, con su promesa de calidez después de un trimestre frío y agotador, yo he comprado un billete de tren con destino a Valencia y la intención de visitar a mi abuela en su residencia.

  La madre de mi padre tiene ochenta y dos años. Desde que se quedó viuda, a principios de siglo, se acostumbró a vivir sola en su casa de Madrid y a no depender de sus tres hijos, todos con trabajos exitosos, familia y aficiones que no la incluían en absoluto. Durante años, sus conciertos, sus reuniones para tomar el té con sus amigos y las lecturas seleccionadas por un bibliotecario fiel, compusieron su día a día. Famosa actriz en su juventud y con una cuenta bancaria que le permitía no preocuparse de llegar a fin de mes, a la vida sólo le pedía salud y amigos, y a ser posible celebrarlo siempre con un vaso de buen vino.

   En esta residencia de la periferia urbana mi abuela ya no parece ella. Sentada en un sillón y mirando de frente un aparato de televisión atornillado en la pared, parece camuflarse entre un montón de leña seca amontonada para ser quemada y apenas si sonríe cuando la miro de frente durante más de un minuto hasta que algo hace clic en su cabeza y se confía a darme un beso.

   —¿Cómo te encuentras? –le pregunto casi con ansiedad.

   -Bueno, en este balneario no se está mal. Tengo una habitación para mí sola y de salud me encuentro bien. Lo único que tengo hambre, mucha hambre, y no hay nadie con quien hablar de nada.

   Mi abuela nunca ha estado tan delgada. Para que no se le caigan los pantalones, se los sujeta con una rebeca atada a la cintura. Y necesita que la peluquera del centro le tiña las canas para no parecer la bruja del cuento.

   —¿Han venido a verte tus hijos últimamente?

  —¿Mis hijos? Creo que no. El mayor vive en el extranjero. Y los otros dos trabajan mucho, los negocios no van bien, y no tienen tiempo.

   Mi padre es dueño de una galería de arte y me parece que en su mundo glamuroso no cabe encargarse ni siquiera una vez al mes de su madre, a la que ingresó con la complicidad de sus hermanos en este moridero, eso sí, después de repartirse a partes iguales el patrimonio de mi abuela escudándose en que ya no estaba en condiciones mentales para gestionar su existencia: le expoliaron la casa, se apropiaron de su dinero y la abandonaron a su suerte entre personas ajenas en una comunidad lejana a la suya.

   —Abuela, ya sabes que no se puede, pero te he traído dos tabletas de chocolate con almendras, dos paquetitos de anacardos y una botellita de ese Rioja que te gusta tanto. Abre el bolso para que los escondamos. Te los puedes tomar poquito a poco en tu habitación.

   —O muchito a muchito, que estoy muerta de hambre.

   Mentiría si dijera que me preocupa que le suba el azúcar o que esta noche se duerma ebria, porque lo que de verdad me duele es que en estas fechas tan familiares ninguno de nosotros la vamos a llevar a casa. A mis padres les parece que no queda bien con sus ausencias y sus inseguridades, que las visitas necesitan una atmósfera cómoda, y que el mundo de los negocios es así de cruel y de exigente. Me la imagino bebiendo cava y sonriéndonos, contenta, y pienso que no se merece menos que nuestro afecto, que nuestro respeto.

   La visita se acaba; antes de que me dé cuenta ya la vienen a buscar para cenar. La acompaño con orgullo dejando que se sujete a mi brazo y por un rato piense que no está sola, que ha venido alguien de otro universo a recordarle por un tiempo muy breve quién es. La verdura con champiñones del comedor, tan falta de gracia, me lleva a pensar en sus pantalones demasiado grandes y en el chocolate que seguramente no sobrevivirá a la noche.

   Mi abuela me olvida prácticamente en cuanto la siento a la mesa. Una de sus acompañantes me grita que todos aseguramos que volveremos pronto, pero que no cumplimos la palabra, que sólo lo decimos para quedar bien. Pienso que es una crueldad por su parte, aunque no tan grande como la que denuncia.

   Si mi abuela supiera quién es, no permitiría que a nadie le tratasen así. Pero es una superviviente de otros tiempos y su grandeza ya no se lleva en esta sociedad de la abundancia. Ciertamente no me siento dichoso de volver a casa esta Navidad.

 

miércoles, 6 de diciembre de 2023

XII Concurso Intergeneracional de Relatos Cortos Universidad de Burgos

   El lunes 4 de diciembre un jurado compuesto por Ángela Pereda López, Rafael Pontes Velasco, Carlos Cañibano y Lourdes Bustamante Diez, otorgó en Burgos el primer premio del XII Concurso Intergeneracional de Relatos Cortos Universidad de Burgos a mi cuento “Los dones del arte” en la modalidad de Personas Mayores. Dotado con 200 euros y publicación en la página web de la Universidad de Burgos, en esta ocasión el certamen se convocaba bajo la temática “Un mundo más amable”. El accésit en la misma modalidad fue para el escritor albaceteño Juan Lorenzo Collado Gómez por su” relato “Un corazón azul”, al que felicito por el premio obtenido.

   Este premio de relatos se suma a otros dos recientes: el primer galardón en el II Certamen Literario de Narrativa Laicista “Conciencia libre” en Rivas Vaciamadrid por el relato titulado “Cuentos” y el Accésit en el II Concurso de Poesía Centro de Participación Activa de Isla Cristina (Huelva) por mi poema “No derramaré más lágrimas”.

   Gracias a todos los que acostumbráis a leerme y especialmente a los que me animáis a que siga escribiendo con vuestros mensajes y afecto.

viernes, 24 de noviembre de 2023

Una cuestión de suerte

 

 

   Escuchaba hace unos días en una entrevista añeja a una de esas actrices que en su día llenaron páginas de papel cuché por su participación en los más importantes estrenos y por su implicación en escándalos de toda tipología: la importancia que se daba ante la cámara, la ironía de la que hacía gala, la trascendencia que otorgaba a su trabajo y a sus proyectos, la suficiencia condescendiente con la que se avenía a responder al entrevistador, resultan ridículas treinta años después, cuando al correr del tiempo y de las modas, la mayoría de la población ignora totalmente su trayectoria o, en el mejor de los casos, la ha olvidado. Así pasa la gloria del mundo, como dice uno de los tópicos literarios clásicos que más razón tienen.

   En esa sucesión de respuestas pretendidamente brillantes, la actriz a decir verdad ni había asistido mucho a la escuela, ni tenía nociones básicas de filosofía (lo que se le notaba incluso en contra de su voluntad), vino a afirmar que creía en la reencarnación y que, en su caso, algo que sin duda debía asombrar al periodista y a los televidentes, era capaz de recordar con todo detalle tres o cuatro de sus vidas anteriores. No obstante, pese a los ruegos del plumilla para que relatase los mejores de sus peripecias vitales anteriores, la susodicha no consintió en dar más información al respecto, excepto una pincelada, que trazó con ampulosidad y cierto misterio: había sido… cortesana en Venecia.

   No sé qué pensaría el reportero al respecto, ni se lo puedo preguntar porque también hace ya años que está requetemuerto y que yo sepa no se ha reencarnado todavía, pero sí puedo confesar lo que se me pasó a mí por la cabeza, aunque, eso sí, evitando las palabras coloquiales, que no vulgares, con las que tildé de insustancial y casquivana a la supuesta hija de la Serenísima. Porque resulta curioso que tales lumbreras, afectadas hasta las meninges por la fiebre de una reencarnación occidental y doméstica, siempre acaben por presumir de haber sido, en sus espléndidos y no documentados pasados, faraones de Egipto, madres fundadoras, navegantes descubridores y amantes licenciosas de reyes irredentos, gente al fin influyente y conocida, de la que han quedado documentos más o menos fiables. De la inmensa mayoría de los seres humanos, que son, han sido y siempre serán insignificantes, innumerables, ignotos y también remotos, nadie declara nunca ser una reencarnación, pues no aporta clase ni encanto el haber pasado por el mundo cumpliendo una función, digamos que menor y sin sentido aparente, como la del lactante que se muere a los tres meses súbitamente, la del adolescente al que le parte un rayo mientras cuida las cabras, la del azteca al que sacrifican a un dios para ofrecerle su corazón, o la de la virgen a la que tiran por un acantilado en una isla paradisíaca de los mares del sur para que se apacigüe la cólera de un volcán. Los pobres y miserables, que al final tampoco seguramente serán los primeros por mucho que nos guste la justicia poética, constituyen el noventa y nueve coma noventa y nueve por ciento de la historia de la humanidad, si no más, y no cuentan ni siquiera para los que juegan a haber desempeñado otros roles en el pasado: ¡quién querría conformarse con un leproso o con una tuberculosa de pantano pudiendo interpretar al noble ambicioso o a la querindonga de un letrado mayor del reino! ¡Vamos, ni que fuéramos tontos!  

   Los habitantes de este planeta azul, cada vez más contaminado y menos propicio, somos de lo más contradictorio: aspiramos en términos generales a la excelencia e ignoramos la inferioridad, sin ser conscientes de que para que haya una alteza tiene que haber miles de plebeyos o de que para que haya un rey tiene que haber cientos de miles de vasallos. Afincados a esa concepción vertical del mundo, miramos hacia arriba con ilusión, como si la lotería tocase siempre, e ignoramos el suelo, donde se pudren los muertos y se alimentan las raíces; con excepciones contadas, pero que nutren los sueños de los demás, nunca salimos del círculo que nos contiene de lunes a domingo, de año en año, de lustro en lustro, hasta que hacemos nuestro mutis por el foro y dejamos que otros continúen, mientras dure, el baile en este perpetuum mobile.

   Es una cuestión de suerte. Ni más ni menos. En un mundo cortado como una naranja en rodajas verticales y horizontales, nuestra fortuna depende primeramente de dónde venimos al mundo de cabeza, o por cesárea, y eso ya marca nuestro destino. Una línea más a la izquierda y perteneces a un país, a una comunidad, a un barrio rico, con todo tipo de ventajas, más si cabe si estás en la parte alta de la depredación; pero, a cambio, basta con que te toque habitar tras una línea más a la derecha y más abajo para que tus posibilidades de superar el primer año de vida se reduzcan a la mitad y cuentes sólo con un veinte por ciento de llegar a cumplir los cuarenta. En la ecuación del éxito y del fracaso también influyen los desastres naturales o artificiales, como la guerra, la hambruna, las epidemias o las crisis económicas, que pueden convertirte en un paria, si aún no lo eras, en un visto y no visto.

   La difunta actriz-cortesana veneciana de mi entrevista tal vez se haya reencarnado en una influencer o en un cantante de reaggeton de éxito y esté por ahí dando por saco con sus letras ripiosas y concupiscentes. Lo que no imagino es que haya querido reencarnarse en vecino de la Cañada Real, en indígena de la selva del Amazonas, en niño en la franja de Gaza o en intocable en la India, porque eso es de pobres y el mundo ya es bastante feo para, encima, no tener cuartos, ni formar parte de los elegidos para la gloria y la fortuna.

  

sábado, 4 de noviembre de 2023

Transubstanciación de la carne

 


  Quién fuera la interesada aún lo ignoramos, no por negligencia, que en absoluto se nos puede acusar de tal vicio a quienes ponemos esfuerzos ímprobos en estudiar su volumen lúbrico y su fisonomía (la cara redonda, los ojos sin cejas, la sonrisa entre enigmática y estólida…), sino por la intención del artista, que magistralmente usó los pinceles con la determinación de no dar pábulo a las voces del escándalo, que retratar al amante del Papa y que no se sepa es casi un imposible en Roma. Encubrió al pecador y solamente nos dejó las manchas.

 

domingo, 1 de octubre de 2023

III Concurso Internacional de Relatos Cortos “El ático” 2023 (Israel)


 

   El jueves 28 de septiembre tuvo lugar el fallo del III Concurso de Relatos Cortos “El ático”, un certamen bienal que organiza desde el año 2019 la librería “El ático” que está especializada en literatura en español y que se encuentra situada en Ra'anana, distrito central de Tel Aviv (Israel).

   En la categoría internacional, cuyo jurado estuvo compuesto por Elizeth Schluk, Viviana Rivero, Gloria Garafulich, Iñaki Biggi y Matty Zwaig, fue reconocido con el primer premio mi relato “Diferentes”.

   El cuento será publicado próximamente, junto con el resto de ganadores y de seleccionados de las categorías nacional (Israel) e internacional de esta edición, en un libro en formato papel.

   Los restantes premios internacionales fueron: el segundo, para la escritora argentina Susana Weisman; el tercero, para el escritor colombiano, Guillermo Castillo; y la mención especial, para la escritora italiana Cecilia Perin. A todos ellos envío mi felicitación por el galardón obtenido.

miércoles, 20 de septiembre de 2023

Campeones del mundo

 


 

   Hubo un tiempo, ahora ya remoto, en que los españoles, deportivamente hablando, no pintábamos nada en el planeta. No me refiero, claro está, a los gloriosos tiempos de los Austrias, cuando el sol no se ponía en el imperio, aunque los habitantes de la madre patria malvivieran en una sucesión de hambrunas y bancarrotas. En mi infancia, allá por los años sesenta del pasado siglo, que un paisano ganara una etapa en el Tour de Francia, no digamos ya que terminara la competición en primer lugar en los Campos Elíseos, o que un tenista lograra un grand slam en la Gran Manzana o en la hierba de los clubes de la pérfida Albión, eran un motivo para la euforia nacional, algo que sacudía levemente la caspa acumulada al complejo de inferioridad colectivo al sur de los Pirineos. No en vano todos repetían y repetíamos aquello de que España era (o es) diferente.

   En el verano de 2010, mientras recorría en el autobús las calles de Rivas para ir al trabajo o desempeñar lo mejor posible las tareas cotidianas, asistí a una transformación sin precedentes en el alma de mis contemporáneos: a medida que la selección masculina de fútbol iba superando las sucesivas fases del campeonato mundial en Sudáfrica, las ventanas y los balcones se llenaban de banderas nacionales, que florecieron como las amapolas en los campos de mayo. El día de la gran final, con la victoria de nuestras huestes contra Holanda, a la que ahora hay que llamar Países Bajos por aquello de correcciones lingüísticas nunca explicadas suficientemente, la caspa y el complejo de inferioridad quedaron definitivamente atrás, o así lo pensábamos, al grito de “yo soy español, español, español…”. Poco importaba que el país estuviera en una de las peores crisis económicas de las últimas décadas, que hubiera que rescatar con dinero público a entidades bancarias privadas y que la población se estuviera empobreciendo a ojos vistas ante la gran magnitud de una tormenta financiera global. Entre el pan y el circo habíamos elegido a los payasos y a los equilibristas, y no era improbable que acabáramos con una tarta en la cara o con los huesos fracturados contra el suelo.

   Algunas de aquellas banderas de entonces, pocas para las que se exhibieron, aún se pueden ver por nuestras calles si uno se anima a levantar la vista: deshilachadas, descoloridas, firmes y contra el sol, dan fe de que existió aquella comunión colectiva en una ciudadanía tan dada a la disensión y que, sorprendentemente, se levanta cada día no para construir y colaborar con los demás, sino para discutir hasta la forma de la virgulilla de la letra eñe.

   Es cierto que desde aquellos años finales de la dictadura franquista y hasta la actualidad han sido muchos los éxitos deportivos que se ha adjudicado nuestro país, sobre todo desde la inversión económica tan desmesurada que tuvimos que realizar para no hacer el ridículo en los Juegos Olímpicos de Barcelona 1992. Los éxitos en el baloncesto, el balonmano, el waterpolo, el fútbol sala, el motociclismo, la fórmula 1, el hockey sobre patines, el judo, el taekwondo, el atletismo y el bádminton, por citar sólo algunos de los más sobresalientes, además del fútbol y el tenis, han sido de tal envergadura desde aquel año olímpico, que ahora esperamos que los deportistas españoles alcancen el éxito casi por decreto, porque se lo merecen, como si los demás estuvieran para hacer de comparsas.

   Prueba de que ya nos hemos acostumbrado a tales éxitos es que en este 2023 no se ha llenado mi ciudad de banderas a medida que las jugadoras de la selección nacional de fútbol femenino superaban las diferentes fases del mundial de Australia y Nueva Zelanda hasta llegar a la gran final. Las insignias tampoco aparecieron después de su victoria final sobre Inglaterra por un gol a cero, ni se celebraron manifestaciones espontáneas de orgullo patrio cantando lo de yo soy español, español, español, como en 2010. Por no escuchar, ni siquiera oí gritar a mis vecinos el gol de Olga Carmona, ni tampoco el cielo de Rivas se llenó de los estruendosos petardazos con que saludaron al gol de Iniesta hace trece años. La población parecía que daba por descontado que sólo se trataba de un campeonato mundial más, es decir, lo acostumbrado por estos lares.

   Lo sucedido después es ya historia, no sólo de nuestra patria, sino de la humanidad, que avanza, cuando lo hace, dando un paso para adelante y dos para atrás. A la patada de la goleadora española que acabó con el balón en el fondo de la portería de Mary Earps le siguió otro tremendo patadón, éste para atrás, del presidente de la Real Federación Española de Fútbol, que dejó en evidencia la capa de materia sospechosa de ser mierda, perdón, caspa, propia de otros tiempos, caspa que cayó de su altiva cabeza hasta cubrir el suelo de nuestros antípodas con su rancia abundancia. Las televisiones y los periódicos de todo el mundo le han dado merecidamente para el pelo y la FIFA le ha recetado un champú cuya eficacia al menos está asegurada para tres meses.

   Ahora lo que hace falta, mucha falta, es que, además de acostumbrarnos a ganar todo tipo de campeonatos, seamos capaces de limpiar de corrupción las estructuras, y no sólo las del fútbol español, para que también estemos orgullosos de nuestros políticos y de nuestros representantes institucionales. A ver quién, y cómo, es capaz de convertirnos también en los primeros del mundo en justicia social, transparencia y lucha contra la corrupción.