Este verano hace un calor de mil
demonios, no sabría decir si es más intenso que antes, si es cosa del cambio
climático o de mi mala memoria, pero el caso es que me paso el día diciendo que
esto no es normal, que sudo más que un cocinero de menú de mediodía y
preguntando cuándo llegará el invierno, porque
al menos el frío lo arreglan una buena manta y un caldito caliente. Me
entretengo siguiendo los consejos de la radio y la televisión: que si mis dos litros
de agua para evitar la deshidratación, que si duchas refrescantes para evitar
los golpes de calor, que si sólo salir de casa a primeras y últimas horas,
buscando la sombra como un recluso voluntario, y ventilando de noche lo que de
día permanece cerrado a cal y canto para que no entren ni las moscas. Vamos,
que lo que soy es muy obediente, aunque eso no evite que el calor me agobie más
que cuando era joven y piscineaba.
Mi médico de cabecera, que tiene muy buena intención y sonríe más que
receta, me tiene dicho que evite acarrear pesos y que procure coger el autobús
urbano cuando vaya a la compra, que sin duda es mejor para mi pobre corazón y
mis fatigadas piernas. Luego en la temporada fresca, con la misma calma y la
misma sonrisa, me pide que vaya andando a todos los sitios por el bien de mis
piernas y mi corazón, como si me hubiera dado la vuelta como a un calcetín.
Pero yo obediente, cómo no. Me paso más de media hora en la parada del bus,
debajo de la marquesina, con mi gorra de algodón y bebiendo agüita de la
botellita, hasta que llega el deseado con su horario de verano, tan laxo que
parece que vacaciona. Tardo en subir, que somos muchos los que esperábamos el
transporte y, cuando ya estoy arriba, me doy cuenta de que todos los asientos
vienen ocupados. Incluso en los reservados, hay una multitud de jóvenes con las
piernas al aire y camisetas de tirantes con pectorales turgentes que han tomado
los lugares destinados a ancianos, embarazadas y personas con diversidad
funcional, para mirar sus móviles y dar grititos de placer cuando les llega un
guasap. A ellos no les digo nada directamente, que lo mismo te dicen cuatro
frescas que te amenazan con los puños mientras chirrían los dientes. Se lo comunico
al conductor, que se balancea al ritmo de Rosalía en su sillón hidráulico y que
me pone cara de qué le voy a hacer yo si mi turno es de siete a tres y me queda
un mundo por delante.
No sé qué me molesta más, si la actitud pasota del trabajador o la
estupidez colectiva que no entiende que los asientos reservados son exactamente
eso: reservados, es decir, que deben estar libres para aquellos viajeros que lo
necesiten. No se trata de tener que pedirlos con o sin sonrisa, de exigirlos
con mejores o peores modos, de mendigarlos tímidamente como quien debe dar
lástima para que le traten con compasión, sino de que estén vacíos a
disposición de los ciudadanos necesitados porque la legislación regula sus
derechos y protege su bienestar, así que se lo hago saber al señor conductor,
tan flamenco y tan choni con sus tatuajes y sus pulseras, y le digo que no
conozco más autoridad que él en el autobús, pero que si quiere puedo llamar a
la guardia civil para que le sustituya en el cargo. Como si le hubiera puesto
un cohete en salva sea la parte, se levanta y desaloja los diez asientos
reservados en un decir jesús.
Mientras nos sentamos las viejecitas y los ancianos, y la embarazada con
su nene de dos años, los desalojados nos miran con rencor desde detrás de las
pantallas de sus móviles, incluso hay quien dice que nos están haciendo fotos y
vídeos para viralizarnos. Desde sus camisetas surgen gritos de piedra que no
solo van contra nosotros con lemas que alertan contra el cambio climático,
sobre los herederos de la tierra, la destrucción del estado, Enjoy it, Nike y no
digas Fulanito Carapolla porque no se deben decir cosas feas e insultantes. Me
siento y trato de olvidarme del calor y de la injusticia, mientras el chorro
del aire acondicionado me da de lleno en la calva y me pregunto si no será
mejor que acabe aquí para siempre, debidamente criogenizado.