lunes, 31 de enero de 2022

Benidorm Fest

 

 

   De los cuarenta y siete millones de españoles parece ser que poco más de tres fuimos los que tuvimos la santa paciencia de ver la final del nuevo festival de Benidorm, rebautizado como el título de este artículo para la primera edición de su nueva etapa, etapa que ha dado inicio (y ya veremos cuántas reediciones es capaz de cumplir, una vez vistas las polémicas suscitadas) en este 2022. Dicho esto, y para facilitar los números a los que las matemáticas no les causen demasiada pasión, podemos afirmar que aproximadamente un siete por ciento de la población de todo el país siguió fielmente la transmisión de un espectáculo hecho para entretener y para elegir a un representante en el Festival de Eurovisión cuyo certamen tendrá lugar este año en Turín. Me pregunto ahora qué cosa más importante podía estar haciendo ese noventa por ciento de españoles que no se pegó a la televisión para vivir de primera mano un acontecimiento tan relevante y trascendente. ¿Es que hay algo más importante que hacer en estos tiempos de pandemia, algo que tenga más interés que ver la televisión en un sábado de enero en el que nos jugamos el prestigio nacional en Europa? ¡Serán irresponsables los desinteresados, equidistantes e insolidarios…!

   Escribo estas líneas cuando aún no han pasado ni cuarenta y ocho horas desde la elección de la representante española en Eurovisión y todos, interesados o no por el asunto, hemos asistido a la inflamación de las redes sociales y a los llamamientos a la insurrección de famosos y famosetes, eurofans y tibios de toda índole, que están tratando de convertir un concurso televisivo en un asunto de envergadura nacional. El tema ha sido asunto destacado del día en las tertulias de la pequeña pantalla, de la radio, de los patios de vecinos como Twitter y Facebook, e incluso se ha llegado a plantear una pregunta parlamentaria para que el gobierno dé explicaciones, que aquí de todo tiene la culpa el presidente y su gabinete de ministras, esta vez parece que no lo suficientemente feministas ni diverses. Triste espectáculo el de una sociedad tan polarizada, que ya no sabe distinguir lo que es una bufonada de los asuntos verdaderamente importantes…

   Los niños y jóvenes de los años setenta veíamos el festival de Eurovisión con los ojos como platos: hacía muy poco que en las casas había televisiones (en las que contaban con tal adelanto, que no eran todas), salían en blanco y negro unos cantantes que nos mostraban un mundo muy diferente al nuestro (los últimos años de la dictadura y los de la transición eran muy grises, en todos los sentidos) y cantaban lo que nuestros mayores llamaban el guachiguachi (hoy en día lo llamamos inglés, lo reverenciamos y lo servimos servilmente a la carta en las escuelas bilingües y encima tan contentos). Era un éxito, pero no más que cualquier programa de televisión de la primera cadena, porque la alternativa consistía en el UHF (¡qué antiguo suena!) y aquello se dirigía para esa minoría rara que siempre existe y existirá. Poco a poco, y con la modernización del país, el aumento del nivel de vida y el empequeñecimiento del mundo, Eurovisión dejó de interesar cada vez más y ya en los años noventa se convirtió en un programa más donde actuaban cuatro friquis para ganar un micrófono de cristal que parecía de criptonita, porque anulaba a todos los que lo tocaban o aspiraban a hacerlo. Como me pasa a mí, la mayoría no sabemos quiénes han sido los representantes de Radio Televisión Española desde entonces porque, dicho sea sin mala intención, nos importa un rábano. Sólo en los últimos años, de la mano de la espectacularidad, el bombo y el platillo pregrabados, y un derroche de propuestas cada vez más marcianas, sin olvidar el sello LGTBIQ+ y la banalidad (impuesta por las propias normas del certamen), hemos recuperado algo parecido a lo que fue aquel festival de la canción inicial (eso sí, sin música en directo y casi siempre incluso sin cantantes, lo que ya es mérito si se piensa bien).

   Por eso en este 2022 Radio Televisión Española ha organizado un certamen para elegir a su representante. Digo “su” representante porque quien va a Turín, como siempre pasa, no me representa a mí, ni a ti, ni a ningún español en particular o en conjunto; representa los intereses de un ente público que tiene sus propias prioridades y su filosofía particular, sean esos los que sean. Nos dio catorce posibilidades a elegir y nos ha dejado emocionarnos, cabrearnos, aplaudir y tomar partido, votar por teléfono a cambio de unos ingresos que nunca vienen mal, pero siempre dentro de un sistema de selección que ya se veía atado y bien atado. Si no ha ganado tu candidatura, cuánto lo siento. Y si lo ha conseguido, te doy una palmadita en la espalda y te animo a seguir apoyando como un groupie a tu diva. Y con la indignación, si les soy sincero, les pido que hagan algo mejor que insultar a las artistas, a las mujeres, a los que hablan en otras lenguas, a los gays o a las personas no binarias: salgan a la calle y exijan sus derechos en materia de sanidad, educación, dependencia, trabajo estable y sueldos dignos, que la mayoría con las polémicas no saciamos las ganas de pan y de cultura que son de justicia.

jueves, 20 de enero de 2022

Confinamiento

 

 

   Reconozco que he perdido muchas horas pensando en el tiempo. Cuando no puedes vencer a tu enemigo, la estrategia aconseja que te unas a él. Estudiarlo a fondo, buscar sus puntos débiles, investigar los tópicos que se le atribuyen…, son tareas metódicas, no exentas de encanto, pues nada resulta más fascinante que un antagonista fuerte, repleto de resortes inesperados, fácilmente predecible por otra parte y, sin embargo, también líquido. Que haya tanta gente chismorreando sobre él continuamente no demuestra sino su inmenso poder, su atrabiliaria atracción.

   Los primeros días aquí me conformé con las teorías aceptadas por todos. Decían, convencidos por su propia experiencia, que a la primera negación siempre sucedía la rabia y poco más tarde la aceptación. Los más inteligentes se saltaban las primeras fases con un desdén olímpico y se mostraban ante los demás como príncipes que han sabido renunciar a sus derechos dinásticos a cambio de una libertad que no figura en manual alguno. Como yo no me tenía por tonto, pronto me dejé seducir por sus cantos de sirenas varadas en el hormigón y me sumé al culto de los que señalan con signos mágicos las paredes, dejando un condenado rastro carbónico que solo nos puede servir a los interesados, pues toda experiencia humana es por naturaleza intransferible.

   Caí así bajo el dominio de la filosofía popular, que es tan dada a existir en los patios como en los comedores y las duchas. Para sus defensores, vástagos de toda ley y toda índole, el tiempo es una flecha unidireccional dotada de un movimiento constante, medible incluso, que puede dividirse en tres, lo mismo que la divinidad católica: el pasado, que es el padre; el presente, que es el hijo; y el futuro, que es el espíritu santo y que aún está por verse. En esta entelequia que ha dejado obsoleta a la vida temporal y a la eterna, la mayoría se siente más que segura; al fin y a la postre dota a la vida de una dirección, sea ésta amarga o empalagosa. Los más atrevidos, incluso, han generado una corriente heterodoxa que ha sumado muchos adeptos, fervientes y prosélitos, que no se cansan de negar el pasado y el futuro, sumándose al concepto del “carpe diem” incluso aunque nunca hayan leído a Horacio. El ahora es su dios y a éste adoran como Calisto decía idolatrar a Melibea mientras soñaba con meter sus manos entre los pliegues de su vestido y tocarle las margaritas.

   Pero a mí ese presente continuo e inmanente, consecuencia irremisible de mis errores y mi grandísima culpa, no me resultaba útil. ¿A quién en su sano juicio le puede servir un mundo hecho de instantes deslavazados, inconexos y tan únicos, que de ellos se desprende la idea de que no existe la relación entre causa y efecto? Porque entonces, ¿para qué estoy aquí durante estos largos años? ¿No sería mejor, me preguntaba, negar la existencia misma del tiempo pisándole los callos al pesado de Platón y a todos sus aburridos seguidores?

   Por la vía de la revisión, así fue como desembarqué bonitamente en la física popular, Einstein y sus teorías relativas aparte, y me embebí de manuales que afirman que el tiempo es una fuerza, un vector, un impulso, una magnitud, un constructo, un estar, un ser, incluso un no ser…; otros hubo que me enseñaron el enfoque psicologista y lo vincularon exclusivamente a la experiencia individual, a una necesidad de organizar el caos negando su materialidad, un orden que para nada es medible como la fuerza de la gravedad o el tamaño de un supositorio. En el fondo nada distinto a lo de Horacio, tal vez con menos libido y fluidos, pero bien sabido es que la modernidad ensalza el espacio mental con la misma ferocidad que los medios de comunicación de masas entronizan el culto a la desinformación.

   Reconozco que he dejado de lado la filosofía y la física populares, seguramente por falta de fe y fósforo, si bien en estos años me han sido de mucho entretenimiento, cuando no de alivio a las tensiones. Les debo muchas horas de conversación encendida, de vigilia en la cárcel oscura de mi alma dándoles vueltas a conceptos como el mínimo momento indivisible o la quintaesencia del ser y sus manifestaciones, de reconcentración ante una definición que, de tan compleja, no se dejaba cazar como un gorrioncillo caído del nido… También en su haber cuentan con mi agradecimiento, pues han sido un regalo para un hombre de acción tan barojiano como yo, que nunca antes del juicio se sintió atraído por las honduras, las reflexiones y las filosofías. Bastará con que me liberen dentro de un rato al término de este confinamiento, más cruel que la pandemia que parece ser que tanto les atosiga todavía, y me digan adiós con sus manos en las porras y la mirada torva bajo las gorras para que yo me olvide del tiempo con la misma facilidad que, les prometo, borraré esta prisión de mi memoria. Me mudo a los dominios del espíritu santo.

 

viernes, 7 de enero de 2022

El submarino amarillo

 

 


   La educación que recibimos en casa y en la escuela cuando somos niños nos marca para siempre. No seríamos quienes somos si detrás de nosotros no existieran unos padres que hicieron lo que fue necesario para sacarnos adelante y unos maestros que nos formaron para que nos convirtiéramos en gente de bien.

   La historia de Carmen me la contaron en una reunión de amigos hace unos días y me conmovió, tal vez porque no estoy pasando por una buena temporada, me emociono fácilmente y necesito modelos que me sirvan para superar los malos tragos y crecerme. Supongo que es verídica al ciento por ciento, excepto si descontamos algunas licencias que me he tomado para no violar la ley de protección de datos en vigor: así, por ejemplo, el nombre real de la protagonista no coincide con el auténtico, pero tampoco esto importa mucho a la postre.

   El primer recuerdo de Carmen, al menos el que le venía primero a la mente cuando le preguntaban, estaba asociado a su escuela, una pequeña casita en un pueblo de escasas cien familias en el este de La Rioja. Tendría entonces unos cuatro años y aún ve, como si fuera hoy mismo, la cara de la maestra preguntándole su nombre y qué quería ser de mayor; la niña le contestó a la señorita Adela su nombre sin vacilar y todavía más segura lo que esperaba de la vida. Como acababa de escuchar una canción en la radio que le había gustado mucho, de unos cantantes que eran felices y tocaban su música en un submarino amarillo, le dijo que de mayor quería vivir con los cantantes y navegar muy, muy lejos, por el fondo del mar.

   Doña Adela la miró con ojos como platos:

   —Eso debe de ser muy difícil. Tendrás que esforzarte mucho en la escuela, aprender a leer, a sumar y a restar sin utilizar los dedos, y sobre todo tendrás que ser muy obediente.

   Mientras se lo decía, se fijaba en el pelo de la niña que estaba rústicamente cortado, en sus zapatitos desgastados, su batita blanca y en los dos calcetines, uno negro y el otro rojo, que discordaban incluso en el pobre conjunto.

   —Y tienes que ser muy observadora para hacer las cosas bien. Hoy por ejemplo no te has fijado y has traído los calcetines desparejados…

   La niña la miró con tristeza. Y no le respondió. De haberlo hecho, la maestra hubiera comprendido que se había puesto los únicos calcetines que tenía, que en ello no había ni rebeldía, ni intento de ser original, ni nada extraño. No obstante, doña Adela lo comprendió pasados tres días y empezó a tejer dos calcetines amarillos, como el submarino, para cuando llegara el frío del invierno.

   Por lo que me contaron en esta historia abreviada, Carmen resultó ser una chica despierta, que destacó rápidamente en todas las asignaturas, pues no había nada que no le interesara. Poco a poco se convirtió en el ojito derecho de la maestra, que se encargó para cuando terminara la educación general básica de que tuviera una beca para proseguir con sus estudios en la capital.

   Carmen hoy tiene cincuenta y seis años. Desde los dieciocho ha trabajado de conserje en un instituto de enseñanza secundaria en Soria: como tuvo que dejar de estudiar para ayudar económicamente a su familia y durante muchos años cuidó a sus padres en sus dolencias, el submarino amarillo quedó sumergido en un profundo océano donde el sonido de la música se amortiguaba completamente. Sacó sus oposiciones, se casó y tuvo sus propios hijos, y durante décadas los días fueron una sucesión de obligaciones que encaraba con ánimo. Pero poco a poco su mundo se fue difuminando: la muerte de sus padres, la marcha de sus dos hijos para cursar estudios universitarios en Madrid, la separación inesperada de su marido, la llevaron a sentirse sola, a creer que su vida no tenía sentido y una noche de invierno estuvo tentada de quitarse la vida. La lenta deriva de la depresión la llevó por muchas consultas psiquiátricas, por muchos grupos de autoayuda, por situaciones rechazadas de plano por los que más la deberían haber apoyado, hasta que tocó fondo y encontró que allí estaba, oculto en el fondo del almario, su submarino amarillo.

  Carmen se recuperó progresivamente. No fue fácil y no lo consiguió de un día para otro, pero una tarde se vio de nuevo en la puerta de otro centro educativo y dispuesta a empezar otra vez. Se sentó en la primera fila y pronto se dio cuenta de que era de largo la persona con más años entre los alumnos; la propia profesora no tendría ni treinta y la miraba con cierta curiosidad. Al pasar lista se dirigió a ella:

   —¿Y por qué le interesa a usted aprender inglés? ¿Lo necesita por asuntos profesionales o familiares?— le preguntó mientras escrutaba su aspecto general y en particular los dos calcetines diferentes que le asomaban por debajo del pantalón.

   —Nunca lo estudié. Cuando era niña, mi maestra me adiestró en el francés, que era el idioma que se enseñaba entonces. Lo hablo bastante bien y lo escribo con corrección —le respondió humildemente.

   Y acordándose entonces de cuando tenía cuatro años y no sabía todavía lo que la vida le iba a deparar añadió:

   -Me gustaría aprender inglés para entender las canciones de los Beatles, cantarlas bien en el karaoke y, sobre todo, para saber qué dice exactamente la canción del submarino amarillo. Hubo un tiempo en que creí que en el futuro todos viviríamos felices haciendo música y viajando por el verde mar hasta más allá del horizonte; ahora tal vez me podría conformar con saberlo cantar en su idioma original y hacerlo bien.

   Carmen, que ya está en tercer curso de inglés en la escuela oficial de idiomas, cree que los monosílabos ingleses son extremadamente difíciles pero que en esa lengua se pueden decir las cosas mucho más condensadamente, con una economía de medios que la admira y a la vez la vuelve loca. Para el fin de curso se ha apuntado al viaje de estudios que la clase ha organizado a Londres y ya está preparando su visita al Museo Británico, a la Tate Gallery y al corazón económico de la City. Y tiene decidido que quiere ver la ciudad del Támesis desde los ciento treinta y cinco metros del London Eye. A lo mejor desde allá arriba puede ver la sombra amarilla de su submarino; ella, por si acaso, llevará puestos sus calcetines desparejados por si alguien es capaz de interpretar debidamente la contraseña y abrirle la escotilla que, está segura, no tardaría en darle paso a los dominios fabulosos de un mar que se extiende más allá del mismo tiempo.