De los cuarenta y siete millones de españoles parece ser que poco más de tres fuimos los que tuvimos la santa paciencia de ver la final del nuevo festival de Benidorm, rebautizado como el título de este artículo para la primera edición de su nueva etapa, etapa que ha dado inicio (y ya veremos cuántas reediciones es capaz de cumplir, una vez vistas las polémicas suscitadas) en este 2022. Dicho esto, y para facilitar los números a los que las matemáticas no les causen demasiada pasión, podemos afirmar que aproximadamente un siete por ciento de la población de todo el país siguió fielmente la transmisión de un espectáculo hecho para entretener y para elegir a un representante en el Festival de Eurovisión cuyo certamen tendrá lugar este año en Turín. Me pregunto ahora qué cosa más importante podía estar haciendo ese noventa por ciento de españoles que no se pegó a la televisión para vivir de primera mano un acontecimiento tan relevante y trascendente. ¿Es que hay algo más importante que hacer en estos tiempos de pandemia, algo que tenga más interés que ver la televisión en un sábado de enero en el que nos jugamos el prestigio nacional en Europa? ¡Serán irresponsables los desinteresados, equidistantes e insolidarios…!
Escribo estas líneas cuando aún no han pasado ni cuarenta y ocho horas desde la elección de la representante española en Eurovisión y todos, interesados o no por el asunto, hemos asistido a la inflamación de las redes sociales y a los llamamientos a la insurrección de famosos y famosetes, eurofans y tibios de toda índole, que están tratando de convertir un concurso televisivo en un asunto de envergadura nacional. El tema ha sido asunto destacado del día en las tertulias de la pequeña pantalla, de la radio, de los patios de vecinos como Twitter y Facebook, e incluso se ha llegado a plantear una pregunta parlamentaria para que el gobierno dé explicaciones, que aquí de todo tiene la culpa el presidente y su gabinete de ministras, esta vez parece que no lo suficientemente feministas ni diverses. Triste espectáculo el de una sociedad tan polarizada, que ya no sabe distinguir lo que es una bufonada de los asuntos verdaderamente importantes…
Los niños y jóvenes de los años setenta veíamos el festival de Eurovisión con los ojos como platos: hacía muy poco que en las casas había televisiones (en las que contaban con tal adelanto, que no eran todas), salían en blanco y negro unos cantantes que nos mostraban un mundo muy diferente al nuestro (los últimos años de la dictadura y los de la transición eran muy grises, en todos los sentidos) y cantaban lo que nuestros mayores llamaban el guachiguachi (hoy en día lo llamamos inglés, lo reverenciamos y lo servimos servilmente a la carta en las escuelas bilingües y encima tan contentos). Era un éxito, pero no más que cualquier programa de televisión de la primera cadena, porque la alternativa consistía en el UHF (¡qué antiguo suena!) y aquello se dirigía para esa minoría rara que siempre existe y existirá. Poco a poco, y con la modernización del país, el aumento del nivel de vida y el empequeñecimiento del mundo, Eurovisión dejó de interesar cada vez más y ya en los años noventa se convirtió en un programa más donde actuaban cuatro friquis para ganar un micrófono de cristal que parecía de criptonita, porque anulaba a todos los que lo tocaban o aspiraban a hacerlo. Como me pasa a mí, la mayoría no sabemos quiénes han sido los representantes de Radio Televisión Española desde entonces porque, dicho sea sin mala intención, nos importa un rábano. Sólo en los últimos años, de la mano de la espectacularidad, el bombo y el platillo pregrabados, y un derroche de propuestas cada vez más marcianas, sin olvidar el sello LGTBIQ+ y la banalidad (impuesta por las propias normas del certamen), hemos recuperado algo parecido a lo que fue aquel festival de la canción inicial (eso sí, sin música en directo y casi siempre incluso sin cantantes, lo que ya es mérito si se piensa bien).
Por eso en este 2022 Radio Televisión Española ha organizado un certamen para elegir a su representante. Digo “su” representante porque quien va a Turín, como siempre pasa, no me representa a mí, ni a ti, ni a ningún español en particular o en conjunto; representa los intereses de un ente público que tiene sus propias prioridades y su filosofía particular, sean esos los que sean. Nos dio catorce posibilidades a elegir y nos ha dejado emocionarnos, cabrearnos, aplaudir y tomar partido, votar por teléfono a cambio de unos ingresos que nunca vienen mal, pero siempre dentro de un sistema de selección que ya se veía atado y bien atado. Si no ha ganado tu candidatura, cuánto lo siento. Y si lo ha conseguido, te doy una palmadita en la espalda y te animo a seguir apoyando como un groupie a tu diva. Y con la indignación, si les soy sincero, les pido que hagan algo mejor que insultar a las artistas, a las mujeres, a los que hablan en otras lenguas, a los gays o a las personas no binarias: salgan a la calle y exijan sus derechos en materia de sanidad, educación, dependencia, trabajo estable y sueldos dignos, que la mayoría con las polémicas no saciamos las ganas de pan y de cultura que son de justicia.