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jueves, 20 de enero de 2022

Confinamiento

 

 

   Reconozco que he perdido muchas horas pensando en el tiempo. Cuando no puedes vencer a tu enemigo, la estrategia aconseja que te unas a él. Estudiarlo a fondo, buscar sus puntos débiles, investigar los tópicos que se le atribuyen…, son tareas metódicas, no exentas de encanto, pues nada resulta más fascinante que un antagonista fuerte, repleto de resortes inesperados, fácilmente predecible por otra parte y, sin embargo, también líquido. Que haya tanta gente chismorreando sobre él continuamente no demuestra sino su inmenso poder, su atrabiliaria atracción.

   Los primeros días aquí me conformé con las teorías aceptadas por todos. Decían, convencidos por su propia experiencia, que a la primera negación siempre sucedía la rabia y poco más tarde la aceptación. Los más inteligentes se saltaban las primeras fases con un desdén olímpico y se mostraban ante los demás como príncipes que han sabido renunciar a sus derechos dinásticos a cambio de una libertad que no figura en manual alguno. Como yo no me tenía por tonto, pronto me dejé seducir por sus cantos de sirenas varadas en el hormigón y me sumé al culto de los que señalan con signos mágicos las paredes, dejando un condenado rastro carbónico que solo nos puede servir a los interesados, pues toda experiencia humana es por naturaleza intransferible.

   Caí así bajo el dominio de la filosofía popular, que es tan dada a existir en los patios como en los comedores y las duchas. Para sus defensores, vástagos de toda ley y toda índole, el tiempo es una flecha unidireccional dotada de un movimiento constante, medible incluso, que puede dividirse en tres, lo mismo que la divinidad católica: el pasado, que es el padre; el presente, que es el hijo; y el futuro, que es el espíritu santo y que aún está por verse. En esta entelequia que ha dejado obsoleta a la vida temporal y a la eterna, la mayoría se siente más que segura; al fin y a la postre dota a la vida de una dirección, sea ésta amarga o empalagosa. Los más atrevidos, incluso, han generado una corriente heterodoxa que ha sumado muchos adeptos, fervientes y prosélitos, que no se cansan de negar el pasado y el futuro, sumándose al concepto del “carpe diem” incluso aunque nunca hayan leído a Horacio. El ahora es su dios y a éste adoran como Calisto decía idolatrar a Melibea mientras soñaba con meter sus manos entre los pliegues de su vestido y tocarle las margaritas.

   Pero a mí ese presente continuo e inmanente, consecuencia irremisible de mis errores y mi grandísima culpa, no me resultaba útil. ¿A quién en su sano juicio le puede servir un mundo hecho de instantes deslavazados, inconexos y tan únicos, que de ellos se desprende la idea de que no existe la relación entre causa y efecto? Porque entonces, ¿para qué estoy aquí durante estos largos años? ¿No sería mejor, me preguntaba, negar la existencia misma del tiempo pisándole los callos al pesado de Platón y a todos sus aburridos seguidores?

   Por la vía de la revisión, así fue como desembarqué bonitamente en la física popular, Einstein y sus teorías relativas aparte, y me embebí de manuales que afirman que el tiempo es una fuerza, un vector, un impulso, una magnitud, un constructo, un estar, un ser, incluso un no ser…; otros hubo que me enseñaron el enfoque psicologista y lo vincularon exclusivamente a la experiencia individual, a una necesidad de organizar el caos negando su materialidad, un orden que para nada es medible como la fuerza de la gravedad o el tamaño de un supositorio. En el fondo nada distinto a lo de Horacio, tal vez con menos libido y fluidos, pero bien sabido es que la modernidad ensalza el espacio mental con la misma ferocidad que los medios de comunicación de masas entronizan el culto a la desinformación.

   Reconozco que he dejado de lado la filosofía y la física populares, seguramente por falta de fe y fósforo, si bien en estos años me han sido de mucho entretenimiento, cuando no de alivio a las tensiones. Les debo muchas horas de conversación encendida, de vigilia en la cárcel oscura de mi alma dándoles vueltas a conceptos como el mínimo momento indivisible o la quintaesencia del ser y sus manifestaciones, de reconcentración ante una definición que, de tan compleja, no se dejaba cazar como un gorrioncillo caído del nido… También en su haber cuentan con mi agradecimiento, pues han sido un regalo para un hombre de acción tan barojiano como yo, que nunca antes del juicio se sintió atraído por las honduras, las reflexiones y las filosofías. Bastará con que me liberen dentro de un rato al término de este confinamiento, más cruel que la pandemia que parece ser que tanto les atosiga todavía, y me digan adiós con sus manos en las porras y la mirada torva bajo las gorras para que yo me olvide del tiempo con la misma facilidad que, les prometo, borraré esta prisión de mi memoria. Me mudo a los dominios del espíritu santo.

 

lunes, 16 de marzo de 2020

La indignación



   No se me ocurre ningún motivo para no vivir en un estado de permanente indignación, a no ser que haga caso de todos esos gurús de las buenas intenciones que me reclaman vehementemente que trate de alcanzar una especie de beatitud que sea la fuente de mi salud mental y física, como si el mundo pudiera cambiar lo más mínimo porque yo sea capaz de respirar más profundamente, meditar durante horas y comer solo hojas de lechuga aliñadas con zumo de limón. Estas invitaciones a la paz personal, no demasiado lejanas en el fondo a la fe religiosa y que se organizan en sistemas convencionales de ritos y tediosas rutinas, no son sino una manifestación del mayor de los egoísmos, un entronque directo con los famosos versos de nuestro Luis de Góngora: “ande yo caliente y ríase la gente”. Porque la verdad verdadera, la de Pero Grullo, es que el mundo va a seguir igual de mal por más que yo trate de vivir equilibradamente y, lo que es peor para mí, seguirá igual de pito si me muero hoy mismo por mor de mis desequilibrios y mis pasiones, que, como decían las viejas buhoneras y sabiondas, “el muerto al hoyo y el vivo al bollo” o “muerto el perro, se acabó la rabia”.
   Se deduce de lo anterior que, sin duda, tengo cierta tendencia barojiana y que prefiero ser un hombre de acción que un cartujo contemplativo bajo las arcadas de un claustro gótico. Nieto de los románticos, hijo directo de los vanguardistas del Novecentismo, no puedo conformarme con que todo el devenir histórico del racionalismo y de las revoluciones nos hayan traído irremisiblemente a un mundo inmisericorde en el que solo prevalecen los intereses económicos de una clase mínima y voraz, que a escala planetaria se organiza en lobbies poderosos que saquean el mundo y nos dictan unas normas de supervivencia mezquinas y competitivas. Mientras nos dividen en naciones, provincias, tribus y grupúsculos de todo tipo y condición (los individuos se reconocen en una serie de categorías excluyentes, que los ubican, por ejemplo, en una comunidad autónoma, una provincia, un equipo de fútbol, una marca de cerveza, una entidad bancaria, un proveedor de servicios telefónicos…), el supuesto bienestar del que disfrutamos se asienta en una falta de consciencia con respecto al papel de vasallos pseudo medievales que se nos ha endilgado: el “ora et labora” benedictino se ha transformado en el “labora y consume”, que ahí tienes tú el mundo para que triunfes (claro que después de matarte a trabajar por un sueldo miserable, de sobrellevar una hipoteca con unos plazos e intereses descomunales o de rendir los sueños y las ilusiones de infancia en el altar del sentido común y el pragmatismo más salvaje). Y, por supuesto, como eres libre, libre al modo de estas democracias modernas que te esclavizan por tu bien, debes sentirte contento, agradecido, satisfecho y, si fuera posible en este mundo, feliz, al menos en algunos momentos especiales.
   Bueno, pues yo personalmente declaro mi desacuerdo con toda esta felicidad postiza, harto de observar “urbi et orbi” que se priorizan los intereses económicos de quién sabe quién a cuestiones mucho más importantes, como la sanidad, la educación, los derechos humanos, la cultura o la paz. Mientras miles de refugiados tratan de alcanzar la oronda Europa y esta les cierra las fronteras destempladamente, mientras miles de niños mueren de hambre y enfermedades en un mundo que tira la comida y los medicamentos caducados a espuertas, mientras nos culpabilizan de una contaminación mundial que no podemos paliar ni con nuestros ínfimos reciclajes domésticos, y mientras somos las víctimas de una pandemia global que, según los gobiernos, es de perfil bajo y difícil contagio, lo que les lleva a no tomar medidas más drásticas no sea que nos alcance la recesión económica, se nos bombardea diariamente con noticias de macroeconomía para que nos mantengamos en nuestro sitio, prietas las filas, produciendo y consumiendo, que los muertos, nos dicen como a los niños a los que duermen con cuentos, siempre son otros, viejos o ajenos y sin futuro.
   Me gustaría contar lo ufano que me podría sentir por la cercanía de la primavera, si no fuera porque aún estoy esperando al invierno, los almendros ya están florecidos y las hormigas hace semanas que han salido a limpiar los suelos de un planeta más sucio, individualista e intolerante que nunca, que, en vez de mirar al cielo y su impresionante belleza, posa sus ojos en los índices bursátiles y les reza con un fervor enfermizo.

   (Zarabanda, 4 de marzo de 2020)