sábado, 21 de agosto de 2021

La Atlántida



     Durante más de veinte años, mi padre fue el guardés de la finca. Con cuatro años, estaba convencida de que allí se ocultaba un misterio, que realmente nosotros éramos los dueños de la tierra y que, como en los cuentos de hadas, me estaban ocultando que era la heredera legítima del pazo. En lo más profundo de mí había una princesa. Seguramente un hada, como las malvadas de la bella durmiente, me había hechizado en la cuna para impedirme ser quien realmente era. Así que jugaba a creerme aquella apariencia de normalidad que se respiraba en casa: comía con obediencia los grelos con cachelos, pero por la noche ponía un guisante bajo el colchón y comprobaba que me impedía dormir; me comportaba humildemente en la escuela mientras imaginaba la sorpresa que causaría la revelación de mi secreta majestad. Cuando terminé mis estudios primarios, mis padres pretendieron enviarme como aprendiz de costurera, por lo que decidí interrumpir la broma y me pinché con una rueca en el índice. Y desperté, vaya si desperté.