viernes, 17 de diciembre de 2021

Negacionista

 

 


   En los últimos tiempos se ha puesto muy de moda, y ya veremos cuánto dura, que los humanos somos volubles y autodestructivos por naturaleza, cerrar el año eligiendo una palabra que lo retrate, como si fuera posible concentrar todos los buenos y malos jugos, digo acontecimientos, de los doce meses anteriores bajo el marbete preciso de un término concluyente y definitivo. Parece que necesitáramos tales resúmenes ajenos para valorar correctamente la realidad, tan esquiva como es, tan dada a escurrírsenos de entre las manos como los granitos de un reloj de arena cuyo vidrio se ha partido. Que tenemos memoria de ameba, no hace falta mucho para demostrarlo: ¿acaso recuerda usted cuáles fueron las palabras del año, por ejemplo, en 2018, 2019 y 2020, por no irnos más lejos? Yo desde luego no y por eso me veo obligado a rescatar respectivamente de internet los términos “microplástico”, “emoji” y “confinamiento” para poder escribir con precisión estas líneas. Ciertamente cualquiera de los tres pudiera ser también el elegido en 2021, que las circunstancias no han cambiado tanto en materia de contaminación, dependencia digital y distancia social, que seguimos tan borricos como siempre.

   No obstante, y sabido que nuestra cultura no soporta las repeticiones (aunque en el fondo siempre estamos a vueltas con Romeo y Julieta y las vanas ilusiones de Alonso Quijano, el bueno), corresponde que se entronice el nuevo vocablo antes de comernos las uvas sin atragantarnos, y por eso esta vez, adelantándome a la Real Academia Española de la Lengua, a uno de diciembre, elijo y ratifico como voz del año al término “negacionista”, que ha echado grandes y hondas raíces en los cinco continentes, creando una red de micelios en el subsuelo que darán sus hongos durante las próximas décadas, si un asteroide del tamaño de Burj Khalifa no lo remedia antes.

   Sin duda, la palabra del año, por delante de “revacunación”, “incultura” e “insolidaridad”, es para mí “negacionista”, que recoge las anteriores y las trasciende con su dosis añadida de egolatría, maldad y sanchopancismo. Nada más internacional que acusar al otro, al que despectivamente llamamos extranjero por haber cometido el imperdonable error de no ser de los nuestros, de tener la culpa de todo, mientras escondemos nuestra ropa sucia en el cubo de detrás de la puerta y sonreímos con nuestros dientes blancos, que sin embargo muchas veces no son más que dentaduras postizas, lo más verdadero que tenemos. De ahí a que no nos creamos nada no hay trecho: cínicamente dudamos absolutamente de todo, lo diga el gobierno o lo diga el Papa de Roma, que antes era infalible y ahora resulta que es jesuita y argentino. Y, así, nos manifestamos en contra de las evidencias científicas, las medidas de salubridad y las leyes de ordenación pública, mientras defendemos un sentido de la libertad aprendida en la publicidad, que nos ha estado machacando durante años con la brillante idea de que nos merecemos todo lo que queramos, aunque sea arrancándoselo a los demás por la fuerza. ¡Viva la libertad y viva la virgen!

   “Negacionista” es también para mí la palabra del año porque en el fondo yo mismo o cualquiera lo podemos ser. Debe de resultar apasionante ir por la vida sin ataduras, haciendo en cada momento lo que te dé la real gana, sin tener que responder éticamente de ninguno de tus actos y escudándote en la certeza indiscutible de que los demás mienten a todas horas con la evidente intención de que no seas libre. Cuantas más veces te repiten un dato, más increíble tiene que ser. Y cuanto más recomienden una cosa, más seguro es que debes hacer todo lo contrario, sobre todo si no te conviene, que no va a perder uno la vida, ni la pasta, por delicadeza. Debemos aprender a decir sí solo cuando nos interese y debemos mantenernos en el no, rotundo y redondo como una rotonda, en todo lo demás, que en eso consiste la independencia, la autonomía y el libre albedrío. Y si la sociedad no está preparada para ello, que se lo haga mirar, porque a lo mejor acaba por pasar a la historia.

    ¡Negacionistas del mundo, uníos, que hasta ahora estáis muy disgregados! En vuestra falta de pensamiento hay muchas, muchas posibilidades, y una vez que estéis organizados en un nuevo orden social y seáis mayoría nadie va a poder dar un no por respuesta a vuestras vindicaciones.

 

miércoles, 17 de noviembre de 2021

La muerte

 

 

   Mi psicólogo se queda turulato cuando le digo que no le tengo miedo a la muerte. Abre mucho los ojos, me estudia como lo haría un coleccionista de mariposas con un espécimen poco común y me propone que se lo explique, con calma. No lo conozco mucho porque hace como quien dice tres días que no le renovaron el contrato a la anterior, que en España el sistema sanitario en cuanto a salud mental hace aguas por todas partes ante la falta de personal y el exceso de pacientes. No sé qué me sorprende más, si el interés que demuestra contra su propia voluntad o que no tenga prisa por cumplir con los apenas veinte minutos de que dispone por paciente según la agenda programada. Por un momento dudo de si debo decirle la verdad y toda la verdad, como a los curas de mi infancia en las confesiones obligatorias y a los jueces, no sea que tan súbita atracción me acarree el alta en el programa, que ya se sabe que ciertas alegrías te dejan desorientado y en la calle con tan solo una palmadita en la espalda como consuelo.

   De repente me siento al borde del precipicio, como en esos sueños recurrentes que tengo desde niño en los que voy trepando por paredes escarpadas ajeno por completo al peligro hasta llegar a lo más alto, que resulta ser una cumbre impresionante a la que no puedo sobreponerme por mi acendrado vértigo. Así me siento ante la curiosidad de mi contertulio, al que le doblo casi la edad, al que no quiero dar lecciones, ni mucho menos desorientarlo en su práctica profesional, no sea que confunda mi aparente seguridad personal con lo que no es y me acabe por decir que si no tengo miedo ya es momento de que me lance a volar solo. Que una cosa es no tenerle miedo a la muerte y otra muy distinta ser un insensato y meterse voluntariamente en la boca del lobo, tan negra y afilada como la pintan.

   Así que me pongo en modo de hombre muy leído y viajado, muy paseado por los caminos centrales y laterales de la filmografía mundial, muy influido por la cosmovisión de unos padres aferrados a la tierra como era lo común en la España de la posguerra, y decido internarme por los vericuetos pseudo filosóficos de la cuestión, dejando de lado la experiencia personal de la muerte, esa que en el fondo no es posible transmitir sin que te tilden irónicamente de iluminado, achinado o alunado. Le voy desgranando algunos conceptos occidentales, como el de la buena muerte y sus mudanzas según los tiempos, y otros orientales, que no me los creo hoy por hoy ni yo, y termino perorando sobre la ocultación de la muerte en la sociedad actual que nos vende la vida eterna en una crema antiarrugas y la juventud en una publicidad inmutable. No le debo de dejar muy convencido, porque me mira un tanto desconcertado, como si acabara de asistir a la ponencia de un congreso o a una conferencia y tuviera que digerir cuánto hay de libresco y cuánto de pose para el espectador.

   Lo cierto es que entiendo su decepción. Como en los cuentos, le había prometido un mundo fabuloso de tesoros desenterrados y apenas he extraído de las profundidades del subsuelo un doblón de oro, y además no muy puro. Pero no le voy a mostrar más cartas, que la experiencia personal, por ser intransferible e inefable, tan solo se puede indicar en su levedad como un caminito en un bosque que cada uno recorre a su libre albedrío. Si miro para atrás, una vez que ya he recorrido la espesura, me he comido las fresas salvajes y me han arañado las ortigas, soy consciente de cuánto he cambiado en mi aspecto interior y exterior, sin dejar de ser yo mismo pese a tanto trastrueque: me veo como una cebolla, hecha de capas superpuestas, diferentes en grosor y en diámetro, engordadas a partir de un núcleo que, ya no tengo dudas, acabará por germinar en una planta nueva, si es que antes no se comen el bulbo los ratones o lo usan para cocinar partido en juliana o en cubitos. Cuando a uno ya le da igual el destino de la cebolla, tal vez porque sabe que será de utilidad salga el mañana por donde quiera, es imposible tenerle miedo a la muerte. Pero esto no se lo digo a mi psicólogo, no sea que me rediagnostique y decida que, como para él no tengo futuro como cebolla, mejor recomienda a mi psiquiatra que me doble la dosis de antidepresivos.

martes, 19 de octubre de 2021

El chocolate (del loro)

 

   En los días en que me encuentro bajo de ánimo me entrego de lleno al chocolate. Sin pensar en la báscula de mañana, ni en las lorzas que se marcarán bajo mi jersey en la cena de Nochevieja, esa en que me volveré a prometer que no pasará otro año sin perder el peso que me sobra o al menos veinticinco kilos, que menos sería un fracaso, voy rescatando las tabletas que dejé diseminadas por la casa como la ardilla oculta las bellotas en el bosque para los tiempos de escasez. Con avellanas, puro al ochenta y cinco por ciento, de leche y almendras, blanco, con licor de cerezas, a la menta, de frutos del bosque y nueces de macadamia, me sorprendo de mi previsión a la par que caigo subyugado por los sabores tan variados y adictivos que es capaz de crear la industria chocolatera para convertirnos en sus adictos. Me digo mientras deshago en mi boca un buen pedazo de cacao puro que, si esta es la esclavitud, pues que ojalá la muerte me encuentre encadenado.

   Sin duda hay placeres que resultan mucho más caros: un buen champán francés, el caviar, un perfume exclusivo, la ropa de los diseñadores de las grandes casas de costura, las suites de los hoteles de cinco estrellas a las que solo tienen acceso las estrellas de Hollywood y los jeques árabes con sus acompañantes de alquiler de una sola noche…; sin embargo, para los hombrecitos occidentales que trabajan con sus manos como yo, los derivados del cacao son un bien perfectamente asequible: por tres euros, o incluso por menos de uno si la calidad no te importa demasiado, puedes llevarte a casa tu dosis de drogadicción cotidiana, esa que te reconforta de ser pobre, no tener relaciones sexuales y no pertenecer a la clase social popular y glamourosa que triunfa desde las pantallas mientras se supone que a los demás se nos cae la baba ante sus carnes morenas y sus lunares tatuados. Es de agradecer que todavía no hayan decidido aumentar desmedidamente el precio del cacao como han hecho sin duda artificialmente con el aceite de oliva, el gas, la electricidad o la gasolina, pero sin duda este paraíso artificial en la tierra no dudará mucho porque, como ya vemos en la Gran Bretaña post Brexit y aún Covid19, y todavía más en la industria de los microchips que vienen de China, sin duda se acerca un tiempo de gran escasez para todos. No sé si es ya momento de acaparar arroz, café, habichuelas y azúcar, pero ojalá quieran las cúpulas políticas del gigante asiático y del sindicato mecanizado de los transportistas que en el futuro no se desate una guerra económica que nos subsuma directamente en la hambruna colectiva.

   Los inteligentes habitantes del planeta con más renta per cápita hemos ido asumiendo felizmente con el paso de los años la alegría del sistema económico liberal. Nos hemos sentido élite. Los elegidos. Clases y pueblos superiores. Y hemos dejado que viniera de fuera, a veces de países a miles de kilómetros del nuestro, mano de obra barata para que hiciera el trabajo que nosotros despreciamos a la par que nos quejamos de que hay mucho paro estructural, como si tuviéramos, los que no poseemos casi nada, derecho a un craso salario sean cuales sean las circunstancias. Y la realidad es que hemos consentido que la ropa, los materiales informáticos, los juguetes, algunos vehículos de motor, los móviles, etc., se fabriquen, a veces en unas condiciones pésimas para sus trabajadores, en China, Vietnam, Corea del Sur, Tailandia, Camboya o Laos, lugares que ahora nos son imprescindibles aunque no sepamos situarlos siquiera en los mapas. Bastaría que Oriente se gripara, voluntaria o involuntariamente, para que nuestro modo de vida occidental, aparentemente de una libertad máxima en lugares como la actual Comunidad de Madrid, se encontrara al borde del colapso.

   Pero dejemos a un lado el pesimismo, que de nada sirve preocuparse por una crisis que vendrá o no sin que nosotros mismos tengamos nada que decidir. Somos supervivientes en lo que va de siglo XXI de atentados terroristas multitudinarios, de crisis económicas brutales, de una pandemia, de desastres naturales que parecen provenir de un cambio climático que apenas alguna nación trata de evitar, de terremotos, tsunamis y erupciones volcánicas…, y hemos comprobado cómo algunos países han optado por mantener los negocios vivos y abiertos mientras se colapsaban los hospitales y los cementerios. Así que, mientras podamos, tomemos nuestro chocolatito antes de que venga el tío Paco con su rebaja y nos quedemos con la boca abierta y sin nada que llevarnos a ella.

 

jueves, 16 de septiembre de 2021

La siesta

 


   Recuerdo las tardes de agosto de mi infancia como una sábana blanca interminable que se extendía desde el fin de la comida familiar hasta las siete o más. Por entonces no se hablaba de olas de calor, ni tampoco de los precios estratosféricos de la electricidad; todos asumíamos como un ritual que la mejor manera de superar las temperaturas extremas de dentro y fuera de las casas era sumergirse en la oscuridad en ropa interior y dejarse ir con el sueño a los mundos individuales, qué sabe nadie, de cada cual. Luego, cuando refrescaba, era el momento de tomar las calles para jugar con los amigos del barrio, si eras niño, o para sentarse con los vecinos a las puertas para charlar de todo y nada, si eras adulto. Y lo peor era que, cuando mejor se estaba, a veces pasada ya la medianoche, comenzabas a oír las voces de las madres reclamando a sus vástagos para recogerse y comprendías que pronto también tu nombre sería gritado, invocado, exigido, y tendrías que dejar de jugar a tres barcos van por el mar hasta nueva orden, abandonando el ansia de aventuras en un timón que ha acabado por derrotar el tiempo. ¡¡¡Davicín!!! ¡¡¡Roberto!!! ¡¡¡Jesusín!!!

   No sólo han desaparecido ciertas costumbres sociales con el pasar de las estaciones, sino que también han ido esfumándose sus protagonistas. Ya son muy pocos los actores de entonces que todavía no han hecho su mutis por el foro, aunque nos han dejado hace años a cargo de la tragicomedia que todos representamos con poca fortuna día tras día. En este 2021 de una tristeza tan contagiosa, el calor veraniego apenas ha dado tregua y por todo el país, junto con el mantra de la seguridad para todos y la necesidad de las vacaciones en la playa como logro social, se ha sentido el doloroso lanzazo de los elementos sobre nuestra piel, obligándonos a buscar la sombra, el agua fresca y un consuelo que no cabe en los libros de historia: anticipan los agoreros que en no mucho tildaremos a estos veranos de frescos, incluso de fríos. ¡Lo que nos queda por sudar a los afortunados que lleguemos a las canículas futuras!

   Dicen que es de bien nacidos ser agradecidos y también que, quien a los suyos parece, honra merece. Los refranes siempre vienen bien; sirven tanto para un roto como para un zurcido. Y te acompañan toda la vida, aunque a veces no les veas la gracia ni el sentido: “Agosto, frío en rostro”; “Quien bien te quiere te hará llorar”. Por eso, aunque a veces con ganas de reírme yo conservo la tradición inmemorial de la siesta, en mi caso más que por devoción, que también, porque me resulta imposible mantenerme despierto mientras hago la digestión; en vez de pelearme por mantener los ojos abiertos sobre una novela, o por mirar el móvil para descubrir que nada cambia y la tierra sigue siendo redonda, o escrutándome los pies y recordándome que de hoy no pasa que me corto las uñas, me depilo el empeine y me hago un tratamiento exprés de crema hidratante, yo prefiero irme a desconectar un rato, ojalá que fuera hasta las siete o más, que bajarse un rato del mundo “motu proprio” es uno de los lujos que ricos y pobres podemos ensayar sin pagar impuestos ni dar explicaciones.

   Suelo elegir un tema de actualidad para aprovechar la siesta al máximo, pues es sabido que en algo hay que pensar hasta el momento feliz de caer dormido y empezar a soñar libremente con figuras del pasado y del presente en argumentos novelescos y a menudo nada convencionales. Para eso aprovecho los suculentos bocados que me ofrece mi apasionante entorno veraniego: una viuda francesa que, a las puertas de la muerte, me escribe por Facebook para legarme trescientos mil euros por mi cara bonita, un banco que me comunica por SMS que mi inexistente cuenta ha sido bloqueada, una hermosa joven rusa en paños menores que busca solteros en Twitter para relación seria y prometedora, una editorial que me ofrece por correo electrónico publicar todos mis manuscritos incluso sin leerlos… Me duermo pensando en ese mundo que gira alrededor del dinero, el sexo, el éxito y la satisfacción, y que, sin embargo, no se interesa ni por el futuro, ni por la sostenibilidad ni por la experiencia histórica. En mis sueños de siesta acabo siempre por perseguir a esa voz que grita a lo lejos, que siempre me es esquiva, inalcanzable, que me llama en la oscuridad y dice, como nadie  podrá repetir, aquel ¡¡¡Jesusín!!!