Todavía
tenía interés por las noticias del mundo, así que me sentaba y le leía el
periódico, como a él le gustaba, del final al principio. Solía hacer alguna
observación aguda y nos reíamos después, como hacíamos en casa en mi adolescencia.
Cuando comprendió que no había cura y que debía perder toda esperanza, no dijo
nada, pero ya no quiso escuchar ni los titulares. Se quedó mudo y sordo, como
sumergido en un líquido amniótico, y se movía tan poco como los ciclámenes del
jarrón junto a la ventana. Recuerdo que a lo lejos se quemaba el palacio de los
deportes y yo pulverizaba por la habitación perfume para que no se llegara
percibir ni el más mínimo olor a quemado. Hasta entonces no había notado la
soledad en el hospital. Cuando alguien me sugirió que también pensase en mí, entendí
que el tiempo sin palabras era ya irremisible.