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sábado, 13 de marzo de 2021

Kairós

 

  Cincuenta metros, tan solo cincuenta metros desde mi coche cama hasta el salón restaurante. En el imaginario emocional de los cinéfilos, los trenes nocturnos internacionales son antros lujosos en los que acecha feroz el ojo impío de los espías y el crimen perfecto. Afortunadamente no soy crédulo, ni por mis venas corre tinta en blanco y negro de celuloide rancio, así que ofrezco mi carne ternísima a los vampiros tiznados de carbonilla que se muestren interesados, pero únicamente después de la cena, servida con exquisita corrección por camareros serbios: sopa de marisco, caviar con vodka, ragout de ternera al vino de Wachau y Prinzregententorte de postre.

   Durante el refrigerio, soporto con hastío el cronicón de las hazañas amorosas de una princesa húngara, viuda del que fuera en su juventud gobernador de Ulán Bator, una tigresa blanca que ha destrozado las sábanas de seda ministeriales y monárquicas con sus garras de esparto recubiertas de tafetán dorado. No tendrá juegos en la jungla conmigo. La decepción le teñirá de ocre los párpados pintados de verde, pues quien de veras me interesa es el dragón ruso de aspecto aniñado y mirada turbia que no ha dejado de sonreírme desde que el jefe de sala me ha recibido entre zalemas y halagos. Nada más obsceno que el dinero, ni más servicial que la necesidad de obtenerlo legal o ilegalmente.

   Me zafo de la fiera pretextando el insoportable tedio de los viajes interminables, pero no del militar, que me sale al paso y me aborda resplandeciente con su jerga soldadesca:

   -Disculpe, caballero, no he podido resistir la curiosidad. Me preguntaba cómo va a pasar esta primera noche. Los trenes son tan ruidosos, a veces cuesta conciliar el sueño y las horas pasan lentas sin una conversación grata…

   -Le agradezco su interés, está bien saber que se cuenta con una mano amiga. En general, me basto yo mismo, pues me sostengo más que firmemente sobre mi bastón; véalo bien, de madera de roble macizo y nudoso, pero deduzco que también usted tiene un apoyo similar y que, sin embargo, generosamente se ofrece a compartirlo conmigo.

   -Sí, desde luego, mi bastón y mi desinteresado afecto están a su total disposición.

   Cogidos del brazo, demasiado juntos debido a los estrechos cincuenta metros que separan el vagón restaurante de mi cabina, nos vamos entendiendo en una mezcla de lenguas que a veces nos hacen reír y otras nos llevan a entrechocar los bastones y las rodillas sin orden ni reparo, en un baile de san Vito que preludia los fuegos aéreos de san Telmo.

   Mientras afuera el viento gime contra los bosques fosforescentes por la nieve, en mi departamento construimos un vivac alrededor del fuego con una botella de coñac envejecido y los bastones en guardia contra los elementos. Copa tras copa, la noche nos envuelve bajo su manto oscuro y nos sostenemos firmes, prietos y divertidos, contra la borrachera, en la ebriedad.

 


miércoles, 6 de junio de 2012

Por Boston con un radiador de aceite y un bocadillo de mortadela


He tenido un indio sioux
durmiendo en el jardín de mi casa,
durante más de un década.

Vino un día cualquiera,
al terminar la jornada en una obra del centro de la city,
y se quedó sin oposición con la caseta del perro.
Las autoridades me obligaron a empadronarlo en mi hogar,
como si fuera uno más de mi familia,
y lo sumé a mi declaración de Hacienda,
y a los partidos de los Celtics,
bebida fría y perritos calientes.

A los vecinos no les gustaba su aspecto
y se quejaban, sobre todo, porque andaba mucho de noche,
sigiloso como gato de callejón.
Y lo mismo aparecía inesperadamente entre el ramaje,
que ocupaba por sorpresa cualquier cuarto de baño.
“Estar desocupado” les decía; “Tú no usar ahora,
indio tener ganas.” Y tomaba una cerveza de la Westinghouse
y se iba a mirar las estrellas desde los bajos del sauce.

Como era inteligente,
tenía cada día más tiempo libre.
Se pasaba las tardes de marzo cultivando el jardín,
abonando para la floración de los narcisos,
escardando las malas hierbas en busca de limacos,
siempre con su rastrillo y su azada.

Desde hace diez años
no roban en mi barrio.

Se rumorea que el sioux imponía una ley no escrita,
que defendía el jardín y los alrededores
como si todo fuera suyo,
que era verdaderamente feroz con los amigos de lo ajeno.

Tan bien se comportaba con los nuestros
que los niños del barrio lo habían adoptado como propio
y hablaban todo el tiempo con infinitivos.

Pero hoy no lo encontramos. Son las doce de la noche
y el jardín parece vacío sin sus ojos de lechuza.
Tal vez se hay puesto enfermo, de manera imprevista,
y no nos ha podido avisar de su ausencia.
En los hospitales no está.

Y esta noche, qué insólito,
no ha habido crímenes en Boston.

De casa solo nos falta un radiador de aceite
y el bocadillo de mortadela de mi hija pequeña.
Tal vez con estos datos puedan encontrarlo.
Es que le echamos de menos,
no sabe cuánto,
señor agente.
Y para ustedes consta que es de mi familia.
Avísenos en cuanto lo encuentren,
que mañana tenemos timba de póker
y luego juegan los Celtics contra Cleveland.



V Premio Internacional de Poesía “Jaime Gil de Biedma y Alba”
(Nava de la Asunción 2008)