Cuando me
dieron mi primer destino como maestro, tuve que consultar en el mapa:
Corralejo, un pueblo pequeño en el norte de Fuerteventura. No prometía mucho. Y
para colmo, estaba completamente colgado de un novio lánguido, que no se mostró
dispuesto a trasladarse conmigo tan lejos del mundanal tráfago. Agosto fue una hecatombe.
Pero en mi
primer septiembre en la isla, descubrí que haber ido solo iba a tener sus
ventajas: las playas nudistas, el vello púbico de los alemanes brillando al sol
y varias camas siempre dispuestas a una buena conversación, me enseñaron que no
hay sitio pequeño, sino una mente
estrecha.
A nadie le
importó que para el segundo curso ya viviera con Gunter, el cazador de dunas,
en su apartamentito de pintor loco. ¡Hacíamos tan buena pareja! Me esperaba con
el todoterreno a la salida de la escuela y me llevaba a lugares imposibles
donde aún no nos habíamos besado. Yo tenía fijación con su vello púbico, tan
suave, y me gustaba fotografiarlo al sol, como si me lo fuera a robar un
eclipse. Utilizaba las fotos como marcapáginas de libros.
En cinco años
la Península dejó de existir para mí y aprendí el alemán de corrido.