lunes, 17 de diciembre de 2012

El iluminado





   No sé si a veces peco de ingenuo, los míos dicen que sí con la boca muy muy grande, pero el caso es que me paso todo el día al raso esperando el portento y pasando un frío de muerte. Seguro que era hoy, les digo afrontando sus expresiones sarcásticas, que lo tengo apuntado en la agenda desde la conferencia y hasta subrayado con un rotulador fosforito para que no se me pase la fecha. Pero es obvio que son más de la once y que la profecía del nuevo estado mental universal no se ha cumplido ni por el forro: ni yo soy telépata, ni lo son los demás. Y mi mayor vergüenza es tener que confesarlo en voz alta, que no hay nada peor para un elegido como yo que volver a emitir palabras articuladas ante las risas burlonas de los demás, que suenan como espadas bien afiladas.
   Me voy contrariado a la cama, todavía tratando de contactar mentalmente con aquel conferenciante del nuevo estado mental cósmico, que tal vez haya un hilo de esperanza hasta las doce de la medianoche. En mi cabeza, sin embargo, solo martillea la misma voz que me acompaña desde siempre y que tan pronto me llama idiota como me incita a relacionarme con los demás mediante mis nuevos poderes surgidos de la iluminación universal. No responde nadie en ese universo extraño que existe en los instantes previos al sueño y en el que naufrago lentamente: las hojas del bosque crujen bajo mis pies, la flor de la jara lanza un aullido amarillo al viento, los alquimistas mezclan harina de maíz con sangre de cerdo para engendrar a la nueva humanidad, desaparecen para siempre los diccionarios, los idiomas…
   Estoy en la terraza acristalada de un edificio de más de cien plantas observando el horizonte, buscando los signos del prodigio junto con un millón de otros profetas. Cuando se produce el alineamiento, burbujean las nubes viscosas, se suceden las lluvias de bilis negra, caen súbitos los rayos de la destrucción, se sacuden los violentos terremotos que preceden al tsunami atroz que esperamos en la cima de este rascacielos. A lo lejos brilla brevemente un hilo de plata sobre el fondo oscuro y en consecuencia la multitud se agita, brama, reza con alaridos extremados y nerviosos. Algunos expiran entre extertores tan convulsos como los propios tiempos.
   Una figura a caballo galopa por el horizonte. ¿Será la peste? ¿Tal vez la muerte? Me pregunto qué jinete golpeará primero y me siento culpable por no haber prestado más atención al estudio del Apocalipsis, que por aquellos tiempos de estudios evangélicos yo era más bien un herejote. Y he aquí que ahora ha llegado el tiempo del chirriar de dientes y del crujir de huesos y yo trato de sonreír, qué frío hace, para que no se note que ignoro qué centauro será el autor del fin de mis días en estos tiempos finales del fin del mundo.
   El jinete se precipita contra la cristalera del rascacielos blandiendo la maza del rey de bastos y la hace añicos de un golpe con la fuerza de Thor. Noto que me mira con cierto descaro, casi con rencor, y quiero creer que puedo leer su mente, pero todo es en vano, no hay mensaje en el buzón de entrada de mi cerebro pre-telepático. El viento, las aguas y la sangre nos arrastran en una sopa primordial de cemento, lavadoras y taxis, donde sufrimos una centrifugación al cubo y nos dan para el pelo.
   Me despierto molido, sin fuerzas para dar ni siquiera un aullido. Me pregunto si durante la noche se habrá producido el prodigio y si el grito habrá sido sordo y además efectivo. La radio anuncia fuertes heladas por todo el país en el día en que los mayas anunciaron el fin del mundo. ¡Qué noticia tan alegre para el 21 de diciembre de 2012! A lo mejor en esto sí que aciertan, me digo, y decido quedarme en la cama el resto de la jornada, que si la muerte tiene que venir que al menos me coja en mi casa, calentito, y no en una azotea con miles de desconocidos dispuestos a jalear uno por uno todos los efectos especiales del ingenioso autor. Uno tiene una edad y ya ha visto mucho, lo suficiente, me convenzo en un santiamén, para no participar de extra en el desenlace de la crisis total. No puedo ocultarlo: a cada cana llevo peor lo del frío.

lunes, 10 de diciembre de 2012

Gatos y Mangurrias



En el número 10 de la revista digital "Gatos y Mangurrias", se da noticia de algunos poetas navarros actuales, como Alfredo Rodríguez , Gabriela López, Fco. Javier Irazoki, Salem Roncal, Mª Socorro Latasa y José Luis Allo, noticia que ha sido coordinada por la también poeta Isabel Blanco Ollero. 

A mí me han seleccionado tres fragmentos pertenecientes al poema "Rueda de la fortuna", un texto que ya fue premiado en Beneixama (Alicante) en el año 2009 en el XXIV Concurso de Poesía "Poeta Pastor Aicart" y que podéis leer también en el blog de los cristales rotos pinchando en el enlace de arriba.

Podéis ver el número 10 de la revista "Gatos y mangurrias" en el siguiente link:

Gatos y mangurrias (10)

Si estáis interesados en suscribiros gratuitamente a la revista y recibirla bimestralmente en vuestro correo electrónico, basta con que enviéis un mensaje a gatosymangurrias@rumorvisual.com
escribiendo la palabra "Suscripción" en el asunto. 


martes, 27 de noviembre de 2012

Meryl Streep




   De vez en cuando me pasan cosas muy raras, rarísimas. Miren si no. Me levanto un día cualquiera y me dirijo a la cocina para tomarme un kiwi, cuando soy consciente de que no estoy en mi casa. Lo que tengo por delante es un inmenso pasillo que desemboca en unas escaleras de madera, todo lleno de fotos de gente que no conozco y de cuadros caros y muy coloristas. No tardo en darme cuenta de que estoy en una mansión de esas que acostumbro a ver en los documentales de las grandes praderas y siento horror, que yo apenas he salido de la gran ciudad cuatro veces contadas y solo para que me picaran frenéticos los mosquitos.
   Si tuviera tiempo, me pararía a pensar, a pellizcarme las carnes hasta hacerme moratones, pero no lo tengo, que hay una familia allá abajo sentada a la mesa y esperando a que aparezca para desayunar conmigo. Llevo una bata de seda de grandes flores sobre el salto de cama que no me disgusta del todo. Bajo como la protagonista de “El crepúsculo de los dioses” por la escalera, provocando risitas y grititos de admiración, que no sé si son de burla. Mi sonrisa se congela cuando paso por delante de un espejo gigantesco y yo ya no soy yo: soy esa adorable y anciana actriz conocida como Meryl Streep. De golpe y porrazo, sin advertencia previa, me he convertido en ella.
   Mientras como huevos revueltos ecológicos y me hincho a café solo para ver si despierto de la pesadilla cinematográfica, pienso en los pasos que daré para evitar que me maten, que la suplantación de actriz muy nominada a los Óscar está altamente penada por ley, más si se lleva su bata de casa y se ha dormido la noche de antes con su marido. Digo que no quiero que me pasen el teléfono ni siquiera si llama mi representante y que me quiero tomar el día libre para depilarme las piernas, pero no debo de resultar muy convincente porque todos se ríen como locos, sobre todo cuando les empiezo a mostrar los pelos. La verdad, es que no sé por qué se desternillan tanto, y decido cambiar de planes y reírme también. A ver qué me proponen estos graciosos…     
   Para cuando ya no puedo tragar más huevos revueltos ni un sorbo más de café tengo clara la agenda del día y mis múltiples obligaciones: echarles de comer a las vacas, a los cerdos y a las gallinas. Y, si me diera tiempo, recoger los huevos de ganso. Solo al final de la tarde, tengo un ratito libre para estudiar un guion sobre una espía internacional que interfiere en la conquista del mundo por parte de un clan chino. Del campo con olores nauseabundos a la gran alfombra vestida por Dior y en tan solo doce horas, qué gran plan.
   No me podía yo imaginar que Meryl Streep sudase tanto, ni que tuviera un golondrino en la axila derecha. Mucho menos aún que aguantase la peste de los establos con tanto glamour y saber estar divina. Si por mí fuera, habría mandado todo este estiércol de la gran pradera a donde ya se imaginan hace mucho tiempo, pero, claro, ahora soy la Streep y si nada lo remedia acabaré por recoger los huevos y estudiarme a la provecta matahari.
   A la hora de comer, solo me dan un sándwich de pepino y un té, que estoy muy gorda me dicen y me he inflado a huevos revueltos por la mañana. ¡Qué hambre, Dios mío! Con la de mierda que he limpiado en los cobertizos y solo me dan un asqueroso tentempié de pepino… Cuando pienso que tengo que caber en el traje de Dior para la peli, me da un coraje tal que me cargaría con una escopeta a todos los modistos de la Gran Francia.
  Obnubilada por el papel de la espía buscona entrada en años que me han ofrecido para rodar con mi admirado Harrison Ford, me quedo dormida mientras me miro la mierdecilla que se me ha quedado en las uñas de las manos desde esta mañana. Al despertar, tengo un hambre atroz, pero ya no soy Meryl Streep ni estoy en su casa: debajo de la túnica solo estoy yo, Antony Hegarty, con mi vida aburrida y exenta de glamour.

lunes, 12 de noviembre de 2012

El mar





   No me gusta el mar. Por más que mi hermana y mi psicólogo no paren de decirme que todo se me pasará en cuanto me vaya una semana a la playa y vea la vida de otra manera, no tengo ninguna gana de largarme como un proscrito al otro lado del país para ver a los de la tercera edad haciendo largos por las avenidas de palmeras, esperando como locos la hora de cenar y fingiendo que son felices. Eso por no hablar de las confesiones nocturnas en torno al ron o al vodka, cuando se quejan de la falta de atención de sus hijos y nietos, no digo que sin razón, pero demostrando al fin que la playa es como un arrumbadero de viejos donde se les empieza a olvidar en la misma vida.
   A mi psicólogo lo mismo le da, me pienso a ratos, incluso sale perdiendo porque si voy y no vuelvo pierde un cliente fiel y no están los tiempos para dejar escapar parroquianos, pero de mi hermana, la verdad, de esa sí que no me fío un pelo. Más cuando ella misma se ofrece tan amablemente para encontrarme un apartamento, que yo sé que será un asilo-fortaleza del que no podré escapar jamás, o se encarga de buscarme unos billetes baratos en un autobús de línea que seguramente será el menos revisado, el menos mantenido y el que todos los años se sale de la calzada en una autopista, se estrella contra varios vehículos que circulan de frente y se matan casi todos, yo incluido. Sería estar muerto, legalmente muerto y aún caliente, y ella se quedaría con todo lo mío, que mi hermana es el único bicho que tengo por pariente.
   En estas estoy, resistiendo su acoso:
   -Jubilado y con lo bien que estás, deberías aprovechar y marcharte una temporadita a Torrevieja, que dicen que este otoño va a ser muy suave y seco y se va a estar de muerte en la playa.  
   Y es que oigo lo de muerte, le veo la intención en los ojos y es que directamente la estrangularía con los mismos tirantes de su blusa rancia, pero trato de controlarme y hasta casi le sonrío:
   -Un otoño perfecto, sí, para disfrutar en todo el país, sobre todo en las zonas en que no hay alerta de gota fría, que según parece existe el riesgo de que fuertes temporales se lleven algunas zonas de la costa hasta Libia y de que sus habitantes sean pasto involuntario de los tiburones. Tú dirás lo que quieras, pero para vivir con el miedo en el cuerpo, viendo llover como en un estropicio mayor que el diluvio y acabar hinchado de agua salada como los malos marinos, mejor me quedo en Madrid y paseando por el Retiro, que tiene menos peligro, al menos de día.
   Hemos llegado a un punto en que no solo no nos convencemos de nada mutuamente sino que no nos soportamos lo más mínimo. Cuando ella se da cuenta de que no va a conseguir pasaportarme a setecientos kilómetros para librarse de mí, comienza a perorar que más me vale espabilarme y vivir un poco, que ya tengo una edad, mucha, mucha, y que en tardando nada me tendrá que cuidar una boliviana, porque ella no piensa encargarse de un bobo tan terco como yo, ni tiene la menor intención de limpiarme el culo.
   Y yo también me siento cansado de aguantarla, vale que yo tenga casi ochenta años pero es que solo le paso dos, o sea que lo mismo es ella la que se queda completamente inútil y necesita las atenciones de la boliviana para sus necesidades diarias, porque a mí ni se me ocurre cargar con ella, que es un saco de intenciones dobles y claras manipulaciones. Ni el santo Job cargaría con ella.
   Y me quedo pensando, como ido, en que no me gusta el otoño, no me gusta mi hermana, no me gustan los psicólogos que me quieren cambiar el paso, no me gusta tener ochenta años, ni las cuidadoras bolivianas, no me gustan los autobuses baratos, no me gustan las mudanzas, no me gusta la muerte, no me gusta el mar…

miércoles, 31 de octubre de 2012

Foto de los Escritores de Rivas

Presentación de  "Rivas una mirada escrita"


Los Escritores de Rivas presentamos el pasado 10 de octubre el libro "Rivas, una mirada escrita", una colección de 14 relatos de catorce narradores diferentes y que suceden en distintos espacios de la ciudad de Rivas Vaciamadrid.

En la foto, tomada en el Salón Polivalente del Centro Cultural Federico García Lorca al término de la presentación, estamos, de derecha a izquierda Ricardo Virtanen, Emilio González Martínez, Laura Olalla Olwid, Fernando López Guisado, Luis Vega, José Luis Escudero, Elena Muñoz, Elena Peralta Valero, José Guadalajara, Felipe Galán, Fátima de la Jara, Rafael Ubal, Julia San Martín Martos y yo, Jesús Jiménez Reinaldo, que inclui en el volumen un cuento titulado ¡Vuela!

sábado, 20 de octubre de 2012

En el bar de Miguelillo

 (Para Enrique Vales Villa que me alienta tanto)


   
Portada de la edición del Cuento
 Después de muerto, mi abuelo Pablo siguió frecuentando el bar de Miguelillo, por lo que tuve la oportunidad de encontrarlo varias veces en mis escapadas nocturnas de alcohol y olvido.

    Al principio, ambos simulamos no vernos. A él parecía darle vergüenza no ser capaz de soportar la soledad de la mortaja ni la sosería de los otros muertos, muchos de ellos abstemios, y a mí, claro está, no me apetecía dar explicaciones a mis acompañantes, algunos impresentables hasta para sus propias familias, sobre el abuelo crápula que seguía a lo suyo, esto es, de putero borracho incluso después de muerto. Pero nos mirábamos de reojo, desde los ángulos del bar, controlados por la cómplice mirada de Miguelillo, el dueño del local, que conocía la retorcida historia de nuestra familia desde los tiempos de la venta ambulante de sal y que sabía más que cualquiera, no sólo por ser camarero y por tanto confidente de la mayor parte de las  miserias de nuestro triste pueblo, sino porque él también estaba ya en las últimas. Mi abuelo, que lo sabía, le animaba y preparaba con animosa camaradería.

   Poco a poco, sospeché que lo que quería mi abuelo, además del alcohol y de las fulanas del lugar, era hablar conmigo, lo que me hacía sentirme, por cierto, bastante mal. Pagaba mis consumiciones y las de mis acompañantes, me saludaba con un antiguo gesto familiar cuando llegaba al lugar y cuando me iba, me guiñaba un ojo si creía que estaba de plan esa noche, e incluso se permitía darme, de vez en cuando, una palmadita en la espalda, todo ello sin hablarme.  Aquello me fastidiaba mucho, es verdad, sobre todo por puro egoísmo. Después de trabajar todo el día en la sedería, cuando más me apetecía divertirme y olvidarme del mundo, llegaba aquel calvo con boina, fumador incansable, los dientes negros, y me obligaba a un doble ejercicio: atender con fingido interés a mis acompañantes y controlar sus movimientos, no fuera a inmiscuirse en mi círculo y lo arruinase. No es preciso decir que no me divertía ir al bar de Miguelillo, pero tampoco era posible suprimirlo de nuestra ronda nocturna, porque los bares en mi pueblo no son muchos y dejar de frecuentar alguno levanta muchas murmuraciones.

   Fue en una noche de primavera, el bar bajo la cortina espesa de lluvia que cristalizaba en los ventanales, cuando Miguelillo me trajo el primer mensaje directo de mi abuelo: tenía que hablar conmigo, a ser posible en ese mismo momento, y lo sentía mucho, porque aquella no era noche ni para confidencias ni sufrimientos, pero la muerte era muy difícil y no podía esperar más. Me las arreglé para separarme de mis amigos con un pretexto cualquiera. Me senté con mi abuelo, muertos los dos, en el ventanal que nos permitía ver la antigua casa familiar, donde aún viven, en la mediocridad, mis nietos y mis biznietos. Le miré a los ojos y levanté los hombros, para expresar resignación y prisa. No tardó en hablar.

   - La lluvia me ha entristecido. Me ha recordado el día en que morí: aquella humedad viscosa invadiendo el aire, las gotas golpeando contra el ataúd en su descenso hacia la fosa, y las lágrimas, cayendo, el mundo resuelto en agua, agua para lavar las culpas y las heridas causadas, para lavar los amores cicatrizados en la piel, para descongestionar los pulmones enmarañados por el asma. Con la lluvia se filtró casi toda mi vida hasta el subsuelo, pero algunos deseos y cuentas pendientes quedaron en la superficie y me detuvieron, como a ti mismo, en esta tierra de nadie. Sólo me resta una pregunta para poder marchar definitivamente, cuya respuesta sólo tú conoces y sólo tú puedes dar: ¿Por qué no me has querido nunca?

   Vi la lluvia gris reflejada en sus ojos y no me atreví a levantar los hombros para expresar ignorancia.

   - A mí me mataron a los treinta años, poco después de tu muerte. Me acuchilló un desconocido. No sé cuáles fueron sus motivos, ni cuáles los míos para dejarme matar pasivamente. Mi muerte fue como mi vida: un caos, una suma de acciones estúpidas e ilógicas. ¿Qué sé yo de tus sentimientos? ¿Qué puedes tú saber de los míos? Recuerdo nuestros paseos en mi infancia: ¿acaso no me decías siempre que no me fiara de nadie, que siempre estaría solo, que no hay motivo alguno para querer a nadie? Tenías razón.

   Paró de llover. Apuré mi vaso de vino, me levanté y me fui, sin despedirme ni volver la cabeza para verlo por última vez.

    Aún sigo frecuentando el bar de Miguelillo, por el que pasan amigos, parientes, conocidos y desconocidos, cada cual con su muerte y el poco de vida que les resta, todos haciendo preguntas. Algunos como mi abuelo tienen suerte y se van pronto. A otros nos quedan más cuentas pendientes y las vamos saldando de poco a poco.


(Premio de cuentos “Ciudad de Arguedas” 1996)