No se me ocurre ningún motivo
para no vivir en un estado de permanente indignación, a no ser que haga caso de
todos esos gurús de las buenas intenciones que me reclaman vehementemente que
trate de alcanzar una especie de beatitud que sea la fuente de mi salud mental
y física, como si el mundo pudiera cambiar lo más mínimo porque yo sea capaz de
respirar más profundamente, meditar durante horas y comer solo hojas de lechuga
aliñadas con zumo de limón. Estas invitaciones a la paz personal, no demasiado
lejanas en el fondo a la fe religiosa y que se organizan en sistemas
convencionales de ritos y tediosas rutinas, no son sino una manifestación del
mayor de los egoísmos, un entronque directo con los famosos versos de nuestro
Luis de Góngora: “ande yo caliente y ríase la gente”. Porque la verdad
verdadera, la de Pero Grullo, es que el mundo va a seguir igual de mal por más
que yo trate de vivir equilibradamente y, lo que es peor para mí, seguirá igual
de pito si me muero hoy mismo por mor de mis desequilibrios y mis pasiones,
que, como decían las viejas buhoneras y sabiondas, “el muerto al hoyo y el vivo
al bollo” o “muerto el perro, se acabó la rabia”.
Se deduce de lo anterior que, sin duda, tengo cierta tendencia barojiana
y que prefiero ser un hombre de acción que un cartujo contemplativo bajo las
arcadas de un claustro gótico. Nieto de los románticos, hijo directo de los
vanguardistas del Novecentismo, no puedo conformarme con que todo el devenir
histórico del racionalismo y de las revoluciones nos hayan traído
irremisiblemente a un mundo inmisericorde en el que solo prevalecen los
intereses económicos de una clase mínima y voraz, que a escala planetaria se
organiza en lobbies poderosos que saquean el mundo y nos dictan unas normas de
supervivencia mezquinas y competitivas. Mientras nos dividen en naciones,
provincias, tribus y grupúsculos de todo tipo y condición (los individuos se
reconocen en una serie de categorías excluyentes, que los ubican, por ejemplo,
en una comunidad autónoma, una provincia, un equipo de fútbol, una marca de
cerveza, una entidad bancaria, un proveedor de servicios telefónicos…), el
supuesto bienestar del que disfrutamos se asienta en una falta de consciencia
con respecto al papel de vasallos pseudo medievales que se nos ha endilgado: el
“ora et labora” benedictino se ha transformado en el “labora y consume”, que ahí
tienes tú el mundo para que triunfes (claro que después de matarte a trabajar
por un sueldo miserable, de sobrellevar una hipoteca con unos plazos e
intereses descomunales o de rendir los sueños y las ilusiones de infancia en el
altar del sentido común y el pragmatismo más salvaje). Y, por supuesto, como
eres libre, libre al modo de estas democracias modernas que te esclavizan por
tu bien, debes sentirte contento, agradecido, satisfecho y, si fuera posible en
este mundo, feliz, al menos en algunos momentos especiales.
Bueno, pues yo personalmente declaro mi desacuerdo con toda esta
felicidad postiza, harto de observar “urbi et orbi” que se priorizan los
intereses económicos de quién sabe quién a cuestiones mucho más importantes,
como la sanidad, la educación, los derechos humanos, la cultura o la paz.
Mientras miles de refugiados tratan de alcanzar la oronda Europa y esta les
cierra las fronteras destempladamente, mientras miles de niños mueren de hambre
y enfermedades en un mundo que tira la comida y los medicamentos caducados a
espuertas, mientras nos culpabilizan de una contaminación mundial que no
podemos paliar ni con nuestros ínfimos reciclajes domésticos, y mientras somos
las víctimas de una pandemia global que, según los gobiernos, es de perfil bajo
y difícil contagio, lo que les lleva a no tomar medidas más drásticas no sea
que nos alcance la recesión económica, se nos bombardea diariamente con
noticias de macroeconomía para que nos mantengamos en nuestro sitio, prietas
las filas, produciendo y consumiendo, que los muertos, nos dicen como a los
niños a los que duermen con cuentos, siempre son otros, viejos o ajenos y sin
futuro.
Me gustaría contar lo ufano que me podría sentir por la cercanía de la
primavera, si no fuera porque aún estoy esperando al invierno, los almendros ya
están florecidos y las hormigas hace semanas que han salido a limpiar los
suelos de un planeta más sucio, individualista e intolerante que nunca, que, en
vez de mirar al cielo y su impresionante belleza, posa sus ojos en los índices
bursátiles y les reza con un fervor enfermizo.
(Zarabanda, 4 de marzo de 2020)