lunes, 16 de marzo de 2020

La indignación



   No se me ocurre ningún motivo para no vivir en un estado de permanente indignación, a no ser que haga caso de todos esos gurús de las buenas intenciones que me reclaman vehementemente que trate de alcanzar una especie de beatitud que sea la fuente de mi salud mental y física, como si el mundo pudiera cambiar lo más mínimo porque yo sea capaz de respirar más profundamente, meditar durante horas y comer solo hojas de lechuga aliñadas con zumo de limón. Estas invitaciones a la paz personal, no demasiado lejanas en el fondo a la fe religiosa y que se organizan en sistemas convencionales de ritos y tediosas rutinas, no son sino una manifestación del mayor de los egoísmos, un entronque directo con los famosos versos de nuestro Luis de Góngora: “ande yo caliente y ríase la gente”. Porque la verdad verdadera, la de Pero Grullo, es que el mundo va a seguir igual de mal por más que yo trate de vivir equilibradamente y, lo que es peor para mí, seguirá igual de pito si me muero hoy mismo por mor de mis desequilibrios y mis pasiones, que, como decían las viejas buhoneras y sabiondas, “el muerto al hoyo y el vivo al bollo” o “muerto el perro, se acabó la rabia”.
   Se deduce de lo anterior que, sin duda, tengo cierta tendencia barojiana y que prefiero ser un hombre de acción que un cartujo contemplativo bajo las arcadas de un claustro gótico. Nieto de los románticos, hijo directo de los vanguardistas del Novecentismo, no puedo conformarme con que todo el devenir histórico del racionalismo y de las revoluciones nos hayan traído irremisiblemente a un mundo inmisericorde en el que solo prevalecen los intereses económicos de una clase mínima y voraz, que a escala planetaria se organiza en lobbies poderosos que saquean el mundo y nos dictan unas normas de supervivencia mezquinas y competitivas. Mientras nos dividen en naciones, provincias, tribus y grupúsculos de todo tipo y condición (los individuos se reconocen en una serie de categorías excluyentes, que los ubican, por ejemplo, en una comunidad autónoma, una provincia, un equipo de fútbol, una marca de cerveza, una entidad bancaria, un proveedor de servicios telefónicos…), el supuesto bienestar del que disfrutamos se asienta en una falta de consciencia con respecto al papel de vasallos pseudo medievales que se nos ha endilgado: el “ora et labora” benedictino se ha transformado en el “labora y consume”, que ahí tienes tú el mundo para que triunfes (claro que después de matarte a trabajar por un sueldo miserable, de sobrellevar una hipoteca con unos plazos e intereses descomunales o de rendir los sueños y las ilusiones de infancia en el altar del sentido común y el pragmatismo más salvaje). Y, por supuesto, como eres libre, libre al modo de estas democracias modernas que te esclavizan por tu bien, debes sentirte contento, agradecido, satisfecho y, si fuera posible en este mundo, feliz, al menos en algunos momentos especiales.
   Bueno, pues yo personalmente declaro mi desacuerdo con toda esta felicidad postiza, harto de observar “urbi et orbi” que se priorizan los intereses económicos de quién sabe quién a cuestiones mucho más importantes, como la sanidad, la educación, los derechos humanos, la cultura o la paz. Mientras miles de refugiados tratan de alcanzar la oronda Europa y esta les cierra las fronteras destempladamente, mientras miles de niños mueren de hambre y enfermedades en un mundo que tira la comida y los medicamentos caducados a espuertas, mientras nos culpabilizan de una contaminación mundial que no podemos paliar ni con nuestros ínfimos reciclajes domésticos, y mientras somos las víctimas de una pandemia global que, según los gobiernos, es de perfil bajo y difícil contagio, lo que les lleva a no tomar medidas más drásticas no sea que nos alcance la recesión económica, se nos bombardea diariamente con noticias de macroeconomía para que nos mantengamos en nuestro sitio, prietas las filas, produciendo y consumiendo, que los muertos, nos dicen como a los niños a los que duermen con cuentos, siempre son otros, viejos o ajenos y sin futuro.
   Me gustaría contar lo ufano que me podría sentir por la cercanía de la primavera, si no fuera porque aún estoy esperando al invierno, los almendros ya están florecidos y las hormigas hace semanas que han salido a limpiar los suelos de un planeta más sucio, individualista e intolerante que nunca, que, en vez de mirar al cielo y su impresionante belleza, posa sus ojos en los índices bursátiles y les reza con un fervor enfermizo.

   (Zarabanda, 4 de marzo de 2020)

lunes, 9 de marzo de 2020

Un mundo sin palabras




   Todavía tenía interés por las noticias del mundo, así que me sentaba y le leía el periódico, como a él le gustaba, del final al principio. Solía hacer alguna observación aguda y nos reíamos después, como hacíamos en casa en mi adolescencia. Cuando comprendió que no había cura y que debía perder toda esperanza, no dijo nada, pero ya no quiso escuchar ni los titulares. Se quedó mudo y sordo, como sumergido en un líquido amniótico, y se movía tan poco como los ciclámenes del jarrón junto a la ventana. Recuerdo que a lo lejos se quemaba el palacio de los deportes y yo pulverizaba por la habitación perfume para que no se llegara percibir ni el más mínimo olor a quemado. Hasta entonces no había notado la soledad en el hospital. Cuando alguien me sugirió que también pensase en mí, entendí que el tiempo sin palabras era ya irremisible.