miércoles, 20 de septiembre de 2023

Campeones del mundo

 


 

   Hubo un tiempo, ahora ya remoto, en que los españoles, deportivamente hablando, no pintábamos nada en el planeta. No me refiero, claro está, a los gloriosos tiempos de los Austrias, cuando el sol no se ponía en el imperio, aunque los habitantes de la madre patria malvivieran en una sucesión de hambrunas y bancarrotas. En mi infancia, allá por los años sesenta del pasado siglo, que un paisano ganara una etapa en el Tour de Francia, no digamos ya que terminara la competición en primer lugar en los Campos Elíseos, o que un tenista lograra un grand slam en la Gran Manzana o en la hierba de los clubes de la pérfida Albión, eran un motivo para la euforia nacional, algo que sacudía levemente la caspa acumulada al complejo de inferioridad colectivo al sur de los Pirineos. No en vano todos repetían y repetíamos aquello de que España era (o es) diferente.

   En el verano de 2010, mientras recorría en el autobús las calles de Rivas para ir al trabajo o desempeñar lo mejor posible las tareas cotidianas, asistí a una transformación sin precedentes en el alma de mis contemporáneos: a medida que la selección masculina de fútbol iba superando las sucesivas fases del campeonato mundial en Sudáfrica, las ventanas y los balcones se llenaban de banderas nacionales, que florecieron como las amapolas en los campos de mayo. El día de la gran final, con la victoria de nuestras huestes contra Holanda, a la que ahora hay que llamar Países Bajos por aquello de correcciones lingüísticas nunca explicadas suficientemente, la caspa y el complejo de inferioridad quedaron definitivamente atrás, o así lo pensábamos, al grito de “yo soy español, español, español…”. Poco importaba que el país estuviera en una de las peores crisis económicas de las últimas décadas, que hubiera que rescatar con dinero público a entidades bancarias privadas y que la población se estuviera empobreciendo a ojos vistas ante la gran magnitud de una tormenta financiera global. Entre el pan y el circo habíamos elegido a los payasos y a los equilibristas, y no era improbable que acabáramos con una tarta en la cara o con los huesos fracturados contra el suelo.

   Algunas de aquellas banderas de entonces, pocas para las que se exhibieron, aún se pueden ver por nuestras calles si uno se anima a levantar la vista: deshilachadas, descoloridas, firmes y contra el sol, dan fe de que existió aquella comunión colectiva en una ciudadanía tan dada a la disensión y que, sorprendentemente, se levanta cada día no para construir y colaborar con los demás, sino para discutir hasta la forma de la virgulilla de la letra eñe.

   Es cierto que desde aquellos años finales de la dictadura franquista y hasta la actualidad han sido muchos los éxitos deportivos que se ha adjudicado nuestro país, sobre todo desde la inversión económica tan desmesurada que tuvimos que realizar para no hacer el ridículo en los Juegos Olímpicos de Barcelona 1992. Los éxitos en el baloncesto, el balonmano, el waterpolo, el fútbol sala, el motociclismo, la fórmula 1, el hockey sobre patines, el judo, el taekwondo, el atletismo y el bádminton, por citar sólo algunos de los más sobresalientes, además del fútbol y el tenis, han sido de tal envergadura desde aquel año olímpico, que ahora esperamos que los deportistas españoles alcancen el éxito casi por decreto, porque se lo merecen, como si los demás estuvieran para hacer de comparsas.

   Prueba de que ya nos hemos acostumbrado a tales éxitos es que en este 2023 no se ha llenado mi ciudad de banderas a medida que las jugadoras de la selección nacional de fútbol femenino superaban las diferentes fases del mundial de Australia y Nueva Zelanda hasta llegar a la gran final. Las insignias tampoco aparecieron después de su victoria final sobre Inglaterra por un gol a cero, ni se celebraron manifestaciones espontáneas de orgullo patrio cantando lo de yo soy español, español, español, como en 2010. Por no escuchar, ni siquiera oí gritar a mis vecinos el gol de Olga Carmona, ni tampoco el cielo de Rivas se llenó de los estruendosos petardazos con que saludaron al gol de Iniesta hace trece años. La población parecía que daba por descontado que sólo se trataba de un campeonato mundial más, es decir, lo acostumbrado por estos lares.

   Lo sucedido después es ya historia, no sólo de nuestra patria, sino de la humanidad, que avanza, cuando lo hace, dando un paso para adelante y dos para atrás. A la patada de la goleadora española que acabó con el balón en el fondo de la portería de Mary Earps le siguió otro tremendo patadón, éste para atrás, del presidente de la Real Federación Española de Fútbol, que dejó en evidencia la capa de materia sospechosa de ser mierda, perdón, caspa, propia de otros tiempos, caspa que cayó de su altiva cabeza hasta cubrir el suelo de nuestros antípodas con su rancia abundancia. Las televisiones y los periódicos de todo el mundo le han dado merecidamente para el pelo y la FIFA le ha recetado un champú cuya eficacia al menos está asegurada para tres meses.

   Ahora lo que hace falta, mucha falta, es que, además de acostumbrarnos a ganar todo tipo de campeonatos, seamos capaces de limpiar de corrupción las estructuras, y no sólo las del fútbol español, para que también estemos orgullosos de nuestros políticos y de nuestros representantes institucionales. A ver quién, y cómo, es capaz de convertirnos también en los primeros del mundo en justicia social, transparencia y lucha contra la corrupción.

 

viernes, 1 de septiembre de 2023

Migajas de nostalgia

                                                             


    Termino de afeitarme y en el espejo veo a mi padre.

   Con el alma herida, erosionada, tomo la cocina y rememoro los tiempos idos. Corto el pan duro en lascas, el chorizo en rodajas, el ajo, laminado, y en un tortero de barro los voy echando, con sal y pimentón dulce, en aceite de oliva muy caliente.

   Mi padre se sonríe recordando su etapa de pastor en el monte, cuando de lunes a sábado el horizonte no era sino unas pocas cabras y noches frías.

   Después de almorzar, voy al cementerio y esparzo unas pocas migas sobre su lápida.

 

(Este microrrelato recibió el primer premio en el XII Certamen Literario Internacional de Relatos Cortos "En torno a San Isidro" convocado en Saldaña -Palencia- en julio de 2023)