sábado, 24 de febrero de 2024

Más perros que niños

 

 En el instituto nos han encargado una investigación en nuestro barrio. Aunque las conclusiones tienen que ser comunes, la fase de recopilación de datos debe ser individual y realizada en las comunidades de vecinos de cada alumno. Como la temática es transversal, afectará a las notas de varias asignaturas, así que no me queda más remedio que tomármelo en serio.

   Nosotros, mi familia y yo, vivimos en un edificio de cinco plantas en una ciudad crecida un tanto descontroladamente en la periferia de una gran capital. Más de cien mil habitantes no son precisamente pocos y demandan una gran cantidad de servicios, que a menudo sólo se encuentran a varios kilómetros de distancia. Dieciocho familias son las que me corresponden, una de ellas la mía, la única que conozco bien, desafortunadamente, porque me va a tocar picar al timbre de todas las demás con mi tonto cuestionario.

   A priori pienso que me va a costar encontrar a los vecinos en sus casas, porque la mayoría se marchan a trabajar a las tantas de la madrugada y no regresan hasta las mil. Lo sé porque las plazas del aparcamiento se pasan el día vacías, excepto festivos. Cuento con encontrar sobre todo familias como la mía, de cuatro miembros, dos adultos y dos niños o adolescentes, porque la mayor parte son primeros propietarios y se mudaron aquí aproximadamente hace dieciocho años.

   Le pregunto a mi madre. Me dice que ya no conoce a todos los vecinos. Algunos de los pioneros, así los llama, ya vendieron su propiedad y se marcharon a un barrio mejor. Los que vinieron después, más jóvenes, ni se han presentado a los vecinos, ni mantienen nexos con ellos. Por no relacionarse, ni siquiera asisten a las juntas de comunidad, que se celebran de año en año con el fin de aprobar los presupuestos, porque mejoras…, ni están ni se las espera.

   Según me cuenta, de las dieciocho propiedades iniciales, sólo permanecen en la casa diez. Ha habido tres divorcios, un desahucio, una detención que llevó a un residente a la cárcel, aunque no se sabe el motivo, y se ha producido el nacimiento de trece bebés, el doble de niñas que de niños. En este momento habitan la finca unas cuarenta y cinco personas, lo que viene a ser una media de dos personas con cinco por vivienda. El promedio de edad es joven todavía: cuarenta y dos años, más o menos. El mayor de todos tiene unos setenta años y el menor, cuatro meses.

   Abrumado por la cantidad de datos que maneja mi madre, me da la impresión de que casi tengo ya el trabajo realizado. Pero no falta quien me diga que esta investigación exige rigor y que la información de mi madre ni siquiera está contrastada. Así que, bolígrafo en mano, voy de piso en piso desde el primero hasta el quinto, incordiando a los vecinos con mis preguntas, mi acné y mi impaciencia. Lo que podría haber sido un paseo de una tarde se convierte en una novena, porque todos los días falta alguien en la casa o no me abre la puerta por más insistente que sea. Finalmente, un domingo a la hora del partido local consigo completar mi encuesta, pero no sin llevarme unas cuantas miradas furibundas cuando se canta un gol en la televisión y yo todavía estoy anotando la respuesta a la enésima pregunta.

   No me corresponde a mí sacar las conclusiones de esta investigación, que esa es una labor de equipo que haremos teniendo en cuenta los datos obtenidos por todos. Pero puedo hacer una valoración personal, al menos para mí, y para mi madre si es que me pregunta, que lo hará porque es bastante cotilla. Lo primero que me sorprende es que a la mitad no los conocía, ni siquiera de verlos en el ascensor o en el rellano. Lo segundo es que tampoco conozco a sus hijos, porque ni ellos ni yo hemos bajado nunca a jugar al portal, solos o acompañados, y tampoco hemos ido al mismo colegio. Lo tercero es que esta finca está llena de perros: hay un promedio de tres por planta, lo que hace un total de quince, casi el doble que los niños que habitan hoy en la casa. Sobre gatos, lagartos o peces, no puedo dar datos, porque no incluimos la pregunta en el cuestionario, pero pienso ahora que tal vez eso haya sido un error de cálculo.

   Le pregunto a mi madre por qué nosotros no tenemos perro y me contesta que dan mucho trabajo y que, además, pueden transmitir enfermedades. Me cuenta la historia de su abuela, que murió bastante joven por culpa de un quiste de perro en el hígado, y me dice que, en su casa, mientras viva, no entrará uno. Y luego afirma que, si la gente tiene tanto chucho en la suya, es porque no sabe estar sola, que un perro da mucha compañía y nunca te lleva la contraria, aunque seas más necio que Calígula. Tengo que mirar en el buscador del teléfono móvil para saber quién es ese individuo, me digo mientras la miro sorprendido por su implicación emocional en los asuntos de perros.

   Debo de haberme quedado pasmado, porque mi madre, que nunca soporta bien el silencio de los demás, vuelve a la carga, esta vez para contarme que los vecinos de enfrente, lo primero que hicieron cuando su segundo hijo se emancipó, fue comprar un fox terrier para no sufrir el síndrome del nido vacío. Otra cosa que tengo que buscar cuando tenga un poco de tiempo.

   Ahora voy camino del instituto a entregar mis datos y a reunirme con mis compañeros para elaborar el trabajo común. Por el camino, observo que mi ciudad está llena de coches, de ruidos y de paseantes con perros, y, sin embargo, apenas hay niños, risas o juegos. Siento un poco de pena, como si me estuviera perdiendo algo o ya me lo hubiera perdido definitivamente.

 

sábado, 3 de febrero de 2024

Los dones del arte

 

 


   Vengo todas las tardes del año al museo, menos el domingo, que lo cierran por descanso semanal. Entonces, para no aburrirme, y para no apuntarme al club de los enganchados al fútbol vespertino, cerveza en mano para disfrutar de la mejor liga de mundo, los ojos planos de tanto ver la pantalla de la televisión, me dedico a pintar a la acuarela en el desván de la casa del pueblo. No son cuadros importantes, lo sé, les falta profundidad y una mirada propia, pero persigo en mis lienzos los atardeceres sobre la encina solitaria de la colina o la avenida de las aguas hacia el puente de piedra, siempre tan quieto. Pinto como respiro, me digo, y lentamente me dejo fluir hacia la mezcla del agua con el color azul, triste.

   En el museo provincial ocupo siempre el mismo asiento, como si fuese el extra de una película. De frente a los nenúfares, manchas violáceas y verdes que palpitan sobre el fondo blanco, que parecen hablarme incluso, paso el tiempo, sin prisa. Sobre todo, observo. Cuando me siento sobrecogido por una emoción nueva, un golpe de entusiasmo, un impulso, tomo notas en mi vieja libreta, garabateando líneas, rayas, hasta saciar en el papel mi ansia de conocimiento. Luego puedo sumirme en el letargo de la observación durante horas, hasta que la voz correosa de la vigilante de la sala me informa sin entusiasmo alguno que ya es hora de cerrar. Recojo mis aperos, echo la última mirada al cuadro palpitante y salgo a la nada, donde nadie me espera, donde nadie repara nunca en mí.

   De ocho de la mañana a cuatro de la tarde soy invisible. Es cierto que ceno en casa, me lavo los dientes, duermo hasta el amanecer, cumplo en la oficina y tomo un menú de nueve noventa en el bar de la esquina, pero es como si fuera un fantasma, o peor, un mueble viejo de un mobiliario desechado por inservible, poco más que eso. Vivo, pero no me veo vivir. No hasta las cuatro, cuando por fin llego al museo, me siento en mi banco y puedo otra vez sumergirme en las aguas terrosas de las flores primaverales, pero sin cursilería, claro, faltaría más. En este cuadro de las tardes no hay trinos, ni mariposas, ni melodías pegadizas. Hay arte, respiración, hálito. La mayor parte del tiempo sólo yo y los cambios de luz tras el cristal de la ventana del fondo. Silencio y aire.

   Algunas veces la tarde se altera: grupos de escolares arrastrados con hilos invisibles por oficiantes del saber, turistas japoneses que se sienten desorientados sin sus cámaras electrónicas, algún artista reconocido que oficia miradas esquinadas y gestos despectivos a sus perros acompañantes. Pocos mortales van como yo de a uno y rara vez se pierden por esta sala del piso tercero donde se exponen cuadros raros, fuera de serie, extrañas singularidades de la historia del arte. Un espectador para un cuadro, me digo, un roto para un descosido.

   No obstante, a veces, ha ocurrido lo inesperado y he tenido que salir de mi mundo cerrado y propio, casi siempre contra mi voluntad. Una vez una señora se me quedó mirando y yo noté que se emocionaba mucho, muchísimo, hasta el punto de que creí que se iba a poner a llorar desconsoladamente delante de mí, pero se contuvo, lo hizo con gran aplomo, y cuando por fin pudo articular palabra sin sollozar me dio un par de palmaditas en la espalda, una manzana y un billete de diez euros. No tenía más, me dijo, pero esperaba que me fuera útil.

   Otra vez, cuando llegué a mi asiento, estaba allí sentado un anciano de pelo cano y, cuando me senté a su lado, comenzó a hablar de temas que le interesaban: la nostalgia por el tiempo pasado, la Guerra Civil, el oro de Moscú, los años del hambre, la necesidad de la tercera República, la nueva izquierda, el negocio editorial, los libros de Marx y la política norteamericana en Cuba, cosas así que se mezclaron con los nenúfares y dejaron en la tarde un barrillo de sombra que tardó varios días en desaparecer completamente.

   Y una vez, quizá la que más añoro, una mujer de apenas cuarenta años me cogió por la mano, me llevó al fondo de la última sala y sin mediar palabra me besó en la boca con deseo, con voracidad; aquella tarde los nenúfares quedaron empañados por la luminosidad de los fuegos artificiales y sus crescendos musicales. Desde entonces vuelvo todas las tardes a contemplar los nenúfares, pero de reojo miro también a ver si vuelve ella, para buscarme con su boca las costuras del silencio. No creo que reaparezca; ya hace más de un año desde nuestra colisión en el museo y, de haber tenido interés, hubiera regresado al banco, donde podría imaginar que me encontraría siempre, Penélope esperando con los labios abiertos y la boca reseca.

   Lo cierto es que fue única, como irrepetible soy yo en esta espera impaciente. Sin alma gemela, mis ojos están atados con cinta invisible al cuadro de nenúfares donde me consumo tarde a tarde, en esta planta olvidada del museo, por la que apenas transita nadie. Pero es mi última esperanza, mi único consuelo posible: no tardará en volver y, cuando vea mis ojos como acuarelas en donde naufragan los barcos de las marinas, me salvará de este naufragio con su aroma de lavanda y lilas, con sus besos de raíces indómitas, con sus solemnes besos. Y yo renaceré otra vez al dolor y a la esperanza.

 (Este cuento obtuvo el primer premio en el XII Concurso Intergeneracional de Relatos Cortos (mayores de 60 años) convocado por la Universidad de Burgos en 2023)