La gente se está volviendo loca, definitivamente loca. Debe de ser uno
de los efectos de la domesticación colectiva, que hay un día aciago en
que se pierde el sentido de la realidad y uno sale a la calle con una
olla en la cabeza y el móvil en la mano, intercambiando whatsapps con
sus grupos como quien mira el mundo por un agujerito y cree que ha visto
el cosmos. Por el agujerito, claro, apenas si se ve más allá de los
partidos del siglo, la envidia de la mujer del jefe o las playas
paradisiacas para las vacaciones, asuntos todos tan importantes al
parecer, que a la gran mayoría no la saques del fútbol, el tiempo
meteorológico o los colores de la temporada de moda, que pensar, lo que
se dice pensar, eso lo hacen cuatro listeras desde los medios de
comunicación y lanzan las consignas colectivas como si fueran la
propaganda catódica del Big Brother de Orwell. Los demás, con olla en la
cabeza, o la cabeza en la olla, nos repetimos como el eco en nuestras
apasionantes relaciones sociales de cada día.
Entro en el supermercado a comprar unas cerezas porque, según dicen
ahora en todos los foros, son estupendas por sus carótenos para combatir
los signos visibles o invisibles del envejecimiento. Voy a pagarlas a
un precio tal, de tan elevado, que hará que mis escasos euros no se
oxiden en mis bolsillos, cuando oigo a la cajera quejarse a una clienta
del robo del árbitro de la final de la Champions, que si el Atlético de
Madrid, que si el Real Madrid, y la madre que los parió a todos; me
acuerdo de todos sus muertos, que no me explico que una empleada que
apenas cobra setecientos euros de porquería por un trabajo de más de
ocho horas al día y festivos disponibles por parte de la empresa se crea
en la obligación de defender a unos sinvergüenzas que cobran lo que no
está declarado y encima sean sus héroes nacionales. Como si lo difícil
no fuera sobrevivir en estos tiempos sin dignidad; que si el dios
bíblico mandara a Lot a buscar cinco hombres justos por el orbe, no
encontraría uno ni en los cementerios del siglo XVIII. Me ajusto la olla
bien al cráneo y salgo del supermercado convencido de que no me han
entendido tampoco en esta ocasión.
Dos horas después me voy al centro a manifestarme en una marea de
humanidad comprometida. Al menos, aquí, estaré entre los disidentes de
la publicidad institucional y no tendré que pelearme con nadie por las
primas abusivas de los jugadores de la selección, que está claro que, de
representar a alguien, se representan muy bien a sí mismos, que a mí
desde luego no, nada, nunca. Pero no salgo de mi asombro: mis compañeros
de ola, además de consignas compartidas contra la privatización de la
sanidad pública, comienzan a discutir entre ellos de los
independentistas catalanes, que Cataluña es España, y España es nuestra,
nuestra, nuestra. Y como es así, nosotros decidimos y decidimos que se
queden con nosotros, que es lo que tiene que ser. Y ahora, los
comentarios son contra la monarquía, que un rey abdica, otro se corona y
todo cambia para que no cambie nada. Y aquí sí, todos piensan que
España es nuestra, como Cataluña, y que solo los españoles debemos
decidir si España es una, monárquica o republicana, además de mojigata,
paleta y tópica, al modo televisivo de las casi siempre denostadas
películas nacionales.
Como no entiendo, ni de lejos, que los mismos que piden elegir por
referéndum un sistema político nieguen que otros puedan votar del mismo
modo el destino de su patria chica, qué difícil es esto de la democracia
y de los derechos de los demás, y que, todavía más, no se den cuenta de
que son siempre otros los que deciden por qué se privatiza, a quién se
corona y en qué país se pagan los impuestos, me salgo de la marea,
mareado. Me aferro a la olla para no caerme al suelo, no sea que me
pisotee la turba del whatsapp mientras jalea un gol pseudohistórico, qué
grande es esta tierra desde el mundial de Suráfrica, con el emotivo
sonsonete de que yo soy español, español, español…