jueves, 19 de mayo de 2022

El espejo


   Los seres humanos estamos tan acostumbrados al presente que nos resulta difícil adaptarnos a los cambios. Mientras el mundo sigue girando y los acontecimientos se suceden los unos a los otros a un ritmo vertiginoso, las personas seguimos viviendo en cierto modo en una realidad cuya conformación tuvo lugar en nuestra infancia: diríase que seguimos viendo la realidad con nuestros ojos de niños, de tal modo que, con el paso del tiempo y las lógicas transformaciones consecuentes, sentimos que nos alejamos cada vez más de un epicentro seguro, el cual funcionaba como la palabra “casa” en nuestros juegos infantiles, y nos quedamos en un vasto espacio desolado donde todo es ajeno, hostil e incomprensible. Quién no ha fantaseado alguna vez diciéndose eso de qué pensaría su abuela si viera los adelantos de ahora y pudiera disfrutar de las novedades del mundo, sin pararse a calcular, sin embargo, en qué pobrecita de ella, qué suplicio, porque no habría suficiente plasticidad en su cerebro para asimilar el presente en el que sobrevivimos a duras penas los nietos.

   La ciencia-ficción nos ha enseñado los estragos causados por el tiempo. Nadie en su sano juicio querría despertarse, por ejemplo, en el año 2322 y tratar de entender qué fue de las democracias europeas, del cambio climático y de la rivalidad entre China y Estados Unidos, conceptos que seguramente no sólo estarían superados, sino que incluso solamente interesarían a algunos historiadores, si quedan, dispuestos a naufragar en documentos periclitados y, sin duda alguna, poco apasionantes. Porque la vida de ahora, con sus crisis bélicas, sanitarias, políticas y económicas, ya ha ocurrido de forma similar cientos y cientos de veces, con una monotonía inveterada y una reiteración obsesiva, y no nos ha dejado un aprendizaje colectivo del que podamos sentirnos orgullosos desde la Patagonia hasta Kamchatka. Para salir dignamente del globo cuando nos toque el momento del traslado, no nos es necesario conocer al completo el devenir histórico; seguramente baste con saber que nada de todo cuanto hicimos tendrá un significado en trescientos años, si no antes. Y en esa lucidez, donde puede crecer la irresponsabilidad y arraigar el credo hedonista lo mismo que sustentar al más violento iconoclasta, acabamos viviendo nuestra madurez, sintiéndonos exiliados de nuestra propia existencia, como ciudadanos enviados al ostracismo, no lo suficientemente jóvenes y guapos para merecer el presente y aspirar al futuro. Apenas te apunta una cana y ya no puedes pretender el éxito; esa es la regla inflexible del culto al presente.

   Esto iba yo pensando, con la cabeza perdida en mis elucubraciones, cuando salí el lunes pasado a comprar el pan, una tarea tan irrelevante que apenas tendría cabida en relato alguno y menos en éste que parecía tan trascendente antes de llegar hasta aquí, donde da un giro de realidad y se llena del barro de la última tormenta primaveral. No diré nada de la calidad del pan precocido, congelado y recalentado que en nada se parece al pan candeal de mi infancia y con el que ahora sería feliz, de encontrarlo, una semana entera. Tampoco de los desastrosos efectos de una primavera que lo mismo parece invierno que verano y que ya no viene anunciada infaliblemente por unos refranes tradicionales y acertados, esos que marzeaban, abrileaban y mayeaban antes de quitarse el sayo en su debido momento. Ese lunes me faltaba el pan, la climatología, el pueblo de mi infancia, mis seres queridos y los sueños de entonces, que, como para tantos, son ya del siglo pasado: en el fondo de mí mismo nunca seré un habitante pleno del siglo XXI, anclado como estoy a otro momento histórico que sin duda me otorgó sus valores, haciendo de mí un individuo con sus circunstancias. Ese lunes, digo, que otra vez me voy por las ramas, llegaba al supermercado a comprar el pan con mis eurillos en el bolsillo (no a la panadería de olor atrayente en la que aún podía pagar con pesetas) y me vi, de repente, reflejado en las cristaleras del establecimiento, las cuales, a la luz del sol de mayo, parecían espejos bruñidos, tal vez como los que descubrieron los bárbaros cuando conquistaron Roma (Konstantinos Kavafis dixit) y me vi en toda mi adustez actual: mientras los de dentro y fuera lucían sus sonrisas más corteses mostrando sus dientes blanqueados, sus brackets correctores o sus piezas cariadas, yo todavía llevaba mi mascarilla y me aferraba a una pandemia que la Organización Mundial de la Salud afirmaba a la par que la mayoría de los gobiernos la ocultaban bajo las alfombras de la conveniencia. Entonces lo sentí definitivamente: los otros me miraban con el desdén con que se mira a un troglodita, contoneándose ante un espejo en el que ellos eran los héroes y yo el esperpento reflejado en el callejón del gato. Comprendí que estaba hollando terreno enemigo y sumé otro exilio involuntario a la carga bastarda de los años.