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jueves, 21 de julio de 2022

La guerra

 


   A lo mejor va a tener razón y todo mi profesor de filosofía en el último año de la educación secundaria que yo cursé, todo hay que decirlo, sin hacerle demasiado caso. Era un señor mayor, con pipa y postura desdeñosa hacia la juventud, que a mí me parecía un anciano nada venerable. Pasaba mucho de su tiempo llamándonos iconoclastas, hedonistas, nihilistas y otras lindezas que a nosotros nos daban igual, porque en aquellas clases con aroma a tabaco rubio holandés lo que estaba en juego era la concepción del mundo: si él representaba el logos sólo por el hecho de ser funcionario del estado y lo adornaba con una postura, digamos por ser suaves, conservadora, nosotros éramos la generación de adolescentes a los que se nos había muerto un dictador al terminar la infancia, no nos habían dejado votar a favor o en contra de la Constitución en 1978 y estábamos decididos a cambiar el orden de las cosas: apostábamos por el divorcio, la eutanasia, el aborto, el antimilitarismo y muchas otras reformas necesarias para entrar en la modernidad. Formábamos sin saberlo una antinomia que duró tan sólo un curso escolar, porque al año siguiente la mayoría nos fuimos a la Universidad y a nuestro profesor le dio un patatús y ni siquiera llegó a jubilarse.

   Digo que a lo mejor tenía razón pero no estoy defendiendo ahora sus ideales de orden social cerrado y privilegios políticos para pocos, que tan bajo no he caído aún. Me refería a su defensa cerrada de Heráclito y su guerra perpetua y permanente, una idea que debía de tener mucha profundidad para él y que en mis apuntes de clase apenas si merecían dos líneas y gracias. Entonces me parecía una solemne tontería, para qué lo voy a negar, y me decía a mí mismo que Heráclito podía haber aseverado de igual manera que la esencia del mundo era, en vez de la dichosa guerra, el hielo, el alcohol etílico o el té verde; la patata, no, que ésa vino de América y Heráclito no salió nunca a lo que parece de la actual Turquía y no pudo por tanto matar jamás a un escarabajo patatero. No obstante, y asumiendo que de las pocas cosas que yo no aprendí en el instituto una es la filosofía, me pregunto ahora si no tendría razón Heráclito al buscar la esencia de las cosas, es decir, del mundo, en el perpetuo enfrentamiento de lo uno contra lo otro, con independencia de lo que sean uno y otro, para concluir que todas las cosas son en realidad tan sólo una.

      Lo que sí tenía claro entonces, e incluso hoy, era que la guerra para mí suponía una cosa muy fea que aún estaba muy reciente en Europa y que había dejado unas cicatrices recosidas varias veces sobre los mapas y los cerebros de mis paisanos, quienes todavía, no obstante, disfrutaban con el visionado de películas bélicas en las que los buenos, los de siempre, vencían a unos soviéticos fríos como robots. En aquel adoctrinamiento ideológico exportado por Hollywood con la aquiescencia de los países occidentales, se nos empujaba a defender el suelo patrio, los valores democráticos, la religión y el sistema monetario, como si algo de aquello nos perteneciera en realidad. Unos estaban a favor de la OTAN, otros en contra, pero la mayoría de los jóvenes ya no queríamos hacer el servicio militar obligatorio y algunos comenzaban a hacerse objetores de conciencia con toda conciencia.

   Hace ya muchos años que afortunadamente desapareció la mili obligatoria y en su defecto el ejército español se profesionalizó, o eso nos cuentan. Entramos en la OTAN a paso de plebiscito popular y con gran jaleo mediático, y poco a poco nos convertimos en los adláteres del gendarme mundial, al que acompañamos en misiones al parecer importantísimas, aunque luego no se encontraran armas de destrucción masiva en Iraq o tuviésemos que salir de Afganistán a la carrera con el rabo entre las piernas. Y así poco a poco nos fuimos convirtiendo en turistas por el mundo, tirando de tarjeta VISA para comprar souvenirs y aportando donativos a causas sociales de desprotegidos lejanísimos para limpiar nuestra conciencia. El mundo era un patio de recreo, con algunos rincones no recomendables por sus circunstancias, pero que en general podíamos vivir como un gran parque de atracciones.

   Y llega este 2022 de mierda y nos vuelve a traer la guerra a Europa, un conflicto bélico en el que por supuesto de nuevo hay buenos y malos, los buenos son rubios y de piel muy blanca, y los malos son uno solo que se llama Putin y es un tirano al modo tradicional, incluso con cuernos y rabo de demonio. Claro que, bien mirado, ésta no es sino otra guerra que se suma a las muchas que ya estaban abiertas: la de los medios de comunicación contra la verdad, la de los lobbies económicos contra los derechos sociales, la de los políticos contra la cultura, la de los jueces contra la justicia y la de los empresarios contra la remuneración justa del trabajo. Y así, me digo, a lo mejor Heráclito tenía razón y mi profesor de filosofía estaba en lo cierto cuando nos negaba el futuro y nos llamaba ilusos e iconoclastas.

martes, 19 de diciembre de 2017

El balance



   Aunque serían muchos los extranjeros que se atreverían a decir que aquí nos pasamos los días de fiesta en fiesta, bebiendo sangría, bailando flamenco y durmiendo la siesta al fresco, lo cierto es que los españoles vivimos de sobresalto en sobresalto. Basta con mirar atrás en este año de 2017, ahora que ya va siendo hora de hacer el balance anual, para comprobar que nos hemos pasado el año acogotados por la corrupción política, la crisis económica y sobre todo por el asunto catalán, ese que nos ha llevado, según las zonas y las convicciones políticas de cada cual, a sacar las banderas de los armarios, a retumbar con las cacerolas en la calle, a pelearnos con los vecinos por un quítame allá esas urnas… Es cierto que también se han puesto de moda los equidistantes, un tipo de divergentes que no parecían ser ni moros ni cristianos, y que por eso mismo han sido denostados por la mayoría, no sea que ahora pretendan sacar partido en estas aguas revueltas los más judaizantes. No ha faltado ni un experimento sociológico, tipo Gran Hermano televisivo, para tratar de demostrar que desde la Edad Media las tres culturas han sabido vivir juntas, sin recelos y poco revueltas: lo ha aplicado el gobierno y muchos lo han aplaudido entusiasmados.
   Todos los años también por estas fechas los españoles nos volvemos locos por la lotería. El sorteo del día 22 de diciembre es el cohete con el que empiezan las fiestas navideñas, unas fiestas de más de dos semanas pensadas para que gastemos nuestro dinero de forma generosa y disfrutemos del privilegio de haber llegado a cumplir un año más, aunque en materia de asuntos sociales y derechos de ciudadanía vayamos para atrás como los cangrejos. Dos semanas para que dejemos de sentirnos acogotados mientras pelamos langostinos y brindamos con cava, si es que hemos decidido no hacer boicot a los productos catalanes. Y si no, pues brindamos con champán francés o con sidra asturiana, que en el fondo tanto monta.
   Es cierto que este año las fiestas de navidad van a comenzar justo el día después de las elecciones catalanas y ya se encargan los medios de comunicación de masas de tenernos debidamente en vilo. Pero como le decía yo a una amiga mía, jubilada, votante del PP y muy asustada por la situación, a la que le cuesta llegar a fin de mes con su exigua pensión, lo peor es que no va a pasar nada de nada, como siempre, y al final, tras tanta preocupación por el porvenir, lo único seguro es que tendrá que subir la cuesta de enero arrastrando el trasero por la grava, como siempre, que eso es lo que trae tanta paz social y tanto miedo.
   En materia de desgracias, todos los años hay una fecha destacada para los amantes de las catástrofes. Los más aficionados a los holocaustos la convierten en objeto de devoción personal y confían en que el premio de la lotería tendrá alguna relación con ella. Así este año algunos han confiado en el 11017, la fecha de la consulta del huido Puigdemont, y están rezando a la Virgen de Bruselas para que les toque un pellizco, pero si hay un número que se lleva la palma en esto de los efectos de la suerte y de la superchería, ese es el 00155, un número bajito, pero que encierra todo el poder de la constitución española de 1978. Quien más, quien menos, ha soñado que este número tan de moda va a ser el agraciado con el premio gordo y se ha visto impelido a encargarlo a Manises, Madrid, Toledo, Alcalá de Henares, Granada, Elche y, ¡oh sorpresas te la da vida!, a Lloret de Mar y Barcelona.
   Ya sabemos que la lotería siempre le cae al gobierno: aparte de los márgenes legales de la recaudación, que suelen ser en torno al 33%, y del IVA aplicado transitoriamente a los agraciados con más de 2.500 euros, el que parte y reparte se lleva la mejor parte. Este año ellos también han apostado al 00155 y parece que les ha salido bastante bien; con el consabido sonsonete de la absoluta independencia del poder judicial, con los palmeros de los mass media haciendo de clac, con un montón de sinvergüenzas procesados por tratar de dar un golpe de estado bananero, y la población inmersa en una guerra de banderas y de consumo o no de productos con denominación de origen catalán, nuestro máximo líder se está frotando las manos, que no quiero yo  pensar que se las está lavando como Herodes, mientras aplica el 155: trinco, trinco y por el trasero os la hinco. A lo peor es el único español que no sabe aún lo que es un sobresalto.