jueves, 20 de junio de 2019

La dieta



   Después de una larga semana de sacrificios y renuncias ha llegado el sábado. Nada más levantarnos hemos atacado la báscula, tal vez esperando en lo más profundo de nosotros que la dieta no haya dado ningún resultado y poder mandar a tomar por saco al endocrinólogo y sus pautas, pero para nuestra sorpresa los dos hemos perdido peso, ella un kilo y medio y yo, uno y setecientos gramos. Va a ser verdad que la poción mágica funciona y que combinada con el ejercicio físico, moderadamente enérgico, produce efectos milagrosos. Los pantalones hoy me aprietan un poco menos y me veo la cara como más confianzuda, más como quien, después de más de sesenta años de batallas perdidas contra el señor descontrolado que vive dentro de mí, ya se hace con las riendas de su vida y su nevera.
   Para celebrarlo reservamos en un restaurante caro, siguiendo claro está los consejos de nuestro nutricionista que nos da permiso cuando el éxito es evidente para reforzarnos en nuestra guerra de Troya particular, un merecido premio, como el mismo dice, a nuestra constancia. Compartiremos un entrante, libre elección para el segundo plato y nada de postre, que el café es un excelente cierre de celebración antes del toque de queda de la crema de guisantes y la lechuga viuda con su cucharada única de aceite de oliva virgen extra.
   Mi mujer está entusiasmada: la mesa es ideal y la carta tiene una pinta tan buena que aturrulla sus sentidos. Antes de que me dé tiempo de abrir la boca ya ha decidido que vamos a compartir la ensalada de brotes con queso fresco de cabra, frutos rojos, beicon y costrones con vinagreta de naranja y mostaza. Según ella, es lo más parecido a lo que tomamos en casa y seguro que el dietista lo aprobaría a ojos cerrados. En mi cerebro veo alejarse en el horizonte los canelones de setas, bechamel de trufa y tomate frito casero que me habían levantado el ánimo. Pero antes de que me dé tiempo de recuperarme, me espeta que de segundo me debería pedir el lomo de bacalao asado con asadillo de pimientos y alioli de azafrán, y que ella quiere un solomillo de ternera con mousse de foie, boletus y jugo de Pedro Ximénez. Cuando estoy a punto de responderle como se merece, llega el maitre y nos pregunta si ya sabemos qué vamos a tomar. Mi mujer dice que sí, y encarga la ensalada con suficiencia y mucha amabilidad, y antes de que continúe la interrumpo para preguntarle a él si me recomienda las migas con huevo frito, chorizo, torrezno y uvas. Cuando me dice que es uno de sus platos emblemáticos y uno de los más solicitados en el restaurante, le digo con suficiencia que lo quiero de segundo, mientras miro la cara de bacalao reseco que se le ha quedado a mi señora ante mi maniobra de emergencia. Y ya de paso le pregunto si me puede servir también una copa de vino de Rioja sabiendo que el alcohol lo tengo totalmente borrado de la lista, pero un día es un día, me justifico. Mi santa esposa, a punto de estallar de ira, pide de segundo su solomillo y una botella de agua con gas, que remarca sílaba por sílaba mientras me escruta con una mirada oblicua y anticipadora de tormenta con aparato eléctrico. Nada más irse el maitre, me pregunta si me encuentro bien, que he pedido con el ansia de un hambriento, de un Carpanta cualquiera, y me espeta que no estamos como para aguantar insubordinaciones. Le recuerdo que mi segundo plato era de libre elección y que, si quiere un animalito domesticado, que se compre un gato. Mientras el silencio se apodera de nuestra mesa, hago mis libaciones con vinito de Rioja al dios Baco  y a la salud de mi santa y de mi nutricionista.
   No hablamos mientras compartimos la ensalada, ni mientras ella engulle el solomillo y yo doy buena cuenta de las migas. Me siento tan animado que pido una segunda copa de Rioja. El mundo, después de una semana aciaga, por fin me parece un lugar habitable, tanto como para cambiar el café por un tiramisú casero de frutos rojos. Cuando mi mujer se levanta indignada ante mi arrojo y se permite llamarme inconstante y traidor, le muestro la mejor de mis sonrisas y eructo con fruición. Al menos hoy no voy a pasar hambre.

sábado, 1 de junio de 2019

La manita


Como todas las mañanas de diario, yendo al trabajo de Aravaca a Pirámides. La A6 me suele recibir con un tráfico pegajoso, del que apenas me libero cuando tomo la salida seis para la calle 30. Incorporarse a menudo exige nervios de acero e ir metiendo el morro a la portuguesa, hasta que me ceden el paso, muchas veces con desgana, otras con odio contenido. La M30 es una lotería: puede salir el setenta y entonces circulas fluido; o cantar el número cero y quedarte inmovilizado, mirando parpadear las luces del coche precedente. Como hoy. Solo que no es materia común: llevo esperando más de veinte minutos a que la fila de vehículos recomience su peregrinaje. En la oficina ya están al cabo y trato de respirar con el diafragma para mantener la calma, para no sentir pánico y huir bonitamente hacia la Casa de Campo. Sobre mí, al fondo el Palacio Real iluminado por un sol cinematográfico, pasan las cabinas del teleférico con su ritmo monótono. Un niño de unos siete años me saluda con su manita; e irremisiblemente siento la comezón de aquellos días en que la existencia era un carrusel de sensaciones, una aventura interminable.