Después de una larga semana de
sacrificios y renuncias ha llegado el sábado. Nada más levantarnos hemos
atacado la báscula, tal vez esperando en lo más profundo de nosotros que la
dieta no haya dado ningún resultado y poder mandar a tomar por saco al
endocrinólogo y sus pautas, pero para nuestra sorpresa los dos hemos perdido
peso, ella un kilo y medio y yo, uno y setecientos gramos. Va a ser verdad que
la poción mágica funciona y que combinada con el ejercicio físico,
moderadamente enérgico, produce efectos milagrosos. Los pantalones hoy me
aprietan un poco menos y me veo la cara como más confianzuda, más como quien,
después de más de sesenta años de batallas perdidas contra el señor
descontrolado que vive dentro de mí, ya se hace con las riendas de su vida y su
nevera.
Para celebrarlo reservamos en un restaurante caro, siguiendo claro está
los consejos de nuestro nutricionista que nos da permiso cuando el éxito es
evidente para reforzarnos en nuestra guerra de Troya particular, un merecido
premio, como el mismo dice, a nuestra constancia. Compartiremos un entrante,
libre elección para el segundo plato y nada de postre, que el café es un excelente
cierre de celebración antes del toque de queda de la crema de guisantes y la
lechuga viuda con su cucharada única de aceite de oliva virgen extra.
Mi mujer está entusiasmada: la mesa es ideal y la carta tiene una pinta
tan buena que aturrulla sus sentidos. Antes de que me dé tiempo de abrir la
boca ya ha decidido que vamos a compartir la ensalada de brotes con queso
fresco de cabra, frutos rojos, beicon y costrones con vinagreta de naranja y
mostaza. Según ella, es lo más parecido a lo que tomamos en casa y seguro que
el dietista lo aprobaría a ojos cerrados. En mi cerebro veo alejarse en el
horizonte los canelones de setas, bechamel de trufa y tomate frito casero que
me habían levantado el ánimo. Pero antes de que me dé tiempo de recuperarme, me
espeta que de segundo me debería pedir el lomo de bacalao asado con asadillo de
pimientos y alioli de azafrán, y que ella quiere un solomillo de ternera con
mousse de foie, boletus y jugo de Pedro Ximénez. Cuando estoy a punto de
responderle como se merece, llega el maitre y nos pregunta si ya sabemos qué
vamos a tomar. Mi mujer dice que sí, y encarga la ensalada con suficiencia y
mucha amabilidad, y antes de que continúe la interrumpo para preguntarle a él
si me recomienda las migas con huevo frito, chorizo, torrezno y uvas. Cuando me
dice que es uno de sus platos emblemáticos y uno de los más solicitados en el
restaurante, le digo con suficiencia que lo quiero de segundo, mientras miro la
cara de bacalao reseco que se le ha quedado a mi señora ante mi maniobra de
emergencia. Y ya de paso le pregunto si me puede servir también una copa de
vino de Rioja sabiendo que el alcohol lo tengo totalmente borrado de la lista,
pero un día es un día, me justifico. Mi santa esposa, a punto de estallar de
ira, pide de segundo su solomillo y una botella de agua con gas, que remarca
sílaba por sílaba mientras me escruta con una mirada oblicua y anticipadora de
tormenta con aparato eléctrico. Nada más irse el maitre, me pregunta si me
encuentro bien, que he pedido con el ansia de un hambriento, de un Carpanta
cualquiera, y me espeta que no estamos como para aguantar insubordinaciones. Le
recuerdo que mi segundo plato era de libre elección y que, si quiere un
animalito domesticado, que se compre un gato. Mientras el silencio se apodera
de nuestra mesa, hago mis libaciones con vinito de Rioja al dios Baco y a la salud de mi santa y de mi
nutricionista.
No hablamos mientras compartimos la ensalada, ni mientras ella engulle
el solomillo y yo doy buena cuenta de las migas. Me siento tan animado que pido
una segunda copa de Rioja. El mundo, después de una semana aciaga, por fin me
parece un lugar habitable, tanto como para cambiar el café por un tiramisú
casero de frutos rojos. Cuando mi mujer se levanta indignada ante mi arrojo y
se permite llamarme inconstante y traidor, le muestro la mejor de mis sonrisas
y eructo con fruición. Al menos hoy no voy a pasar hambre.