sábado, 1 de junio de 2019

La manita


Como todas las mañanas de diario, yendo al trabajo de Aravaca a Pirámides. La A6 me suele recibir con un tráfico pegajoso, del que apenas me libero cuando tomo la salida seis para la calle 30. Incorporarse a menudo exige nervios de acero e ir metiendo el morro a la portuguesa, hasta que me ceden el paso, muchas veces con desgana, otras con odio contenido. La M30 es una lotería: puede salir el setenta y entonces circulas fluido; o cantar el número cero y quedarte inmovilizado, mirando parpadear las luces del coche precedente. Como hoy. Solo que no es materia común: llevo esperando más de veinte minutos a que la fila de vehículos recomience su peregrinaje. En la oficina ya están al cabo y trato de respirar con el diafragma para mantener la calma, para no sentir pánico y huir bonitamente hacia la Casa de Campo. Sobre mí, al fondo el Palacio Real iluminado por un sol cinematográfico, pasan las cabinas del teleférico con su ritmo monótono. Un niño de unos siete años me saluda con su manita; e irremisiblemente siento la comezón de aquellos días en que la existencia era un carrusel de sensaciones, una aventura interminable.

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