Los primeros días comprobó que
los pies le quedaban muy lejos, allá abajo, que ir hasta el cuarto de baño era una
aventura de miles de esfuerzos, que costaba mucho más estar de pie que tumbado,
que las ideas iban más deprisa que los días en el calendario. Una noche se
asomó a la ventana y vio cómo diluviaba; no pudo evitar emocionarse, como si
fuera la primera vez que oía el palpitar de la lluvia contra los cristales. Por
coacción, se vio arrastrado a caminar hasta la parada del autobús y no pudo
dejar de recontar cada uno de los bancos que había en el trayecto, a los que
casi consideraba su casa, el refugio contra la flojera. Al principio, miraba
más al suelo que al azul inmenso que reinaba en sus días de convalecencia, pero
poco a poco aprendió a soñar y casi a volar: no dejaría pasar un día sin
provecho ni, mucho menos, sin cumplir sus ilusiones de siempre: aprender a
cocinar, pasear un atardecer a orillas del Arno en Florencia, compartir más
tiempo con sus seres queridos y decirles cuánto los amaba…, y ya faltaba menos
para cumplir un año más, otro año más.