jueves, 18 de marzo de 2021

La intimidad

 

 

   De un tiempo a esta parte se ha magnificado más que nunca el derecho a la intimidad que todas las personas, supuestamente, tenemos, aunque los límites de ese concepto son tan variables como los de un desierto de arena sometido a erosión continua por un viento implacable: lo que yo escondo de mí y no quiero que sepas, por fuerza tiene que ser monstruosamente distinto a lo que tú me ocultas con total convicción, no solo en tamaño, sino también en forma, sabor y calorías. Día a día levantamos la cerca eléctrica en la que se freirán nuestros amigos y enemigos cuando osen rozar siquiera el sacrosanto recinto que no les dejamos ni atisbar. Y como los seres humanos estamos hechos sobre todo de silencios, es en ellos donde mejor soterramos nuestros pensamientos y deseos más secretos, si bien hay genios de la exhibición que parecen exponerlos al público, cantando himnos como “¡Qué sabe nadie!” o “¿A quién le importa lo que yo haga?, teniendo, eso sí, la prevención de no ser explícitos y no arrojar el misterio de su existencia, casi siembre banal y crematístico, por la borda. Todo mito se levanta sobre la interpretación torcida y desatinada de una realidad por definición simple, pero debidamente encubierta a las masas, que se convierten en fervientes consumidoras de salsas y aderezos varios.

   Dejando a un lado, pues, a esas estrellas que viven casi más de mostrar su vida social que de cantar (“yo soy así, y así seguiré, nunca cambiaré”) o de las que tratan de construir un universo metaliterario al que nadie le pueda pasar el plumero (“este río desbordado no se puede detener”), la mayoría nos desenvolvemos en el escenario gris de un gran rompecabezas neutro: somos piezas, casi todas similares, con más o menos esquinas, entrantes  y salientes, según un patronaje estándar, nada demasiado original, nada del otro jueves. Y, sin embargo, ¡qué obsesión la nuestra por no ser como los demás, para convencer a todo el mundo de que no somos moneda corriente, mientras tratamos a la vez de proteger, ocultar, salvaguardar, nuestra intimidad de propios y ajenos!

   Algo perverso tiene eso de mirar impunemente por el ojo de la cerradura. Si no fuera así, no resultaría tan común el ejercicio del espionaje, al que tantas personas se dedican con ahínco y emoción desatados: lo importante nunca es lo que se descubre (que en el mismo momento se comenta, se consume y se devora), sino lo que aún queda por desvelar: un hijo secreto, un amante de sexo incierto, un crimen por celos, una carrera fingida, un fracaso bajo la alfombra, el brillo de vidrio de las joyas falsas… Hay tropas de soldados vestidos con bata y zapatillas de casa, comiéndose las uñas por el porvenir de una corista ligera de cascos o de un rapero cuyo principal mérito consiste en saber rimar rey con ley, si es que tal concordancia es aún imaginable. Esa intimidad es, no obstante, demasiado pública; es un tipo de fama que acumula con facilidad miles de euros en las cuentas bancarias y, por ello, hay tantos y tantas cuya aspiración es dar un braguetazo enseñando la ropa interior y un poco de la huchita del culo.

   La verdadera intimidad, ya lo sabemos, es otra cosa y se aloja en terrenos ignotos para la mayoría. Como todos conocemos esa franja escondida de la tierra promisoria que es nuestra propia existencia e intuimos su sordidez, no podemos conformarnos únicamente con la avidez por el dinero de una diva de las lentejuelas o por el aplauso de un insatisfecho buscador nocturno; eso es un negocio de poca monta, una intimidad de cueceleches. Hace falta mucha más sangre, mucho más cuajo, y hasta rechupetear el tuétano, para que nuestro afán se trastueque en un éxito total.

   Si la sociedad de la información, con sus redes sociales y sus algoritmos semimágicos, nos ha convertido en datos y en metadatos, si nos ha clasificado en todo tipo de listas y nos ha otorgado un perfil de consumidores válido para empresas y anunciantes, si nos ha cosificado, numerado y delimitado según nos ajustemos o no a un producto, no ha conseguido ni remotamente acercarse a esa intimidad que quiere asaltar de modo legítimo o ilegal, porque los seres humanos tenemos un mundo interno que nosotros mismos no osamos nombrar, admitir o profundizar, sometidos como estamos a una represión omnímoda desde que nacemos. Por eso, cuando una amiga me dijo ayer que le daba miedo que la sociedad tecnológica invadiera su intimidad, le respondí que no se hiciera ilusiones, que no era por ella por lo que se interesaba, que su psique y sus deseos quedaban fuera de los límites frígidos del algoritmo.

 

sábado, 13 de marzo de 2021

Kairós

 

  Cincuenta metros, tan solo cincuenta metros desde mi coche cama hasta el salón restaurante. En el imaginario emocional de los cinéfilos, los trenes nocturnos internacionales son antros lujosos en los que acecha feroz el ojo impío de los espías y el crimen perfecto. Afortunadamente no soy crédulo, ni por mis venas corre tinta en blanco y negro de celuloide rancio, así que ofrezco mi carne ternísima a los vampiros tiznados de carbonilla que se muestren interesados, pero únicamente después de la cena, servida con exquisita corrección por camareros serbios: sopa de marisco, caviar con vodka, ragout de ternera al vino de Wachau y Prinzregententorte de postre.

   Durante el refrigerio, soporto con hastío el cronicón de las hazañas amorosas de una princesa húngara, viuda del que fuera en su juventud gobernador de Ulán Bator, una tigresa blanca que ha destrozado las sábanas de seda ministeriales y monárquicas con sus garras de esparto recubiertas de tafetán dorado. No tendrá juegos en la jungla conmigo. La decepción le teñirá de ocre los párpados pintados de verde, pues quien de veras me interesa es el dragón ruso de aspecto aniñado y mirada turbia que no ha dejado de sonreírme desde que el jefe de sala me ha recibido entre zalemas y halagos. Nada más obsceno que el dinero, ni más servicial que la necesidad de obtenerlo legal o ilegalmente.

   Me zafo de la fiera pretextando el insoportable tedio de los viajes interminables, pero no del militar, que me sale al paso y me aborda resplandeciente con su jerga soldadesca:

   -Disculpe, caballero, no he podido resistir la curiosidad. Me preguntaba cómo va a pasar esta primera noche. Los trenes son tan ruidosos, a veces cuesta conciliar el sueño y las horas pasan lentas sin una conversación grata…

   -Le agradezco su interés, está bien saber que se cuenta con una mano amiga. En general, me basto yo mismo, pues me sostengo más que firmemente sobre mi bastón; véalo bien, de madera de roble macizo y nudoso, pero deduzco que también usted tiene un apoyo similar y que, sin embargo, generosamente se ofrece a compartirlo conmigo.

   -Sí, desde luego, mi bastón y mi desinteresado afecto están a su total disposición.

   Cogidos del brazo, demasiado juntos debido a los estrechos cincuenta metros que separan el vagón restaurante de mi cabina, nos vamos entendiendo en una mezcla de lenguas que a veces nos hacen reír y otras nos llevan a entrechocar los bastones y las rodillas sin orden ni reparo, en un baile de san Vito que preludia los fuegos aéreos de san Telmo.

   Mientras afuera el viento gime contra los bosques fosforescentes por la nieve, en mi departamento construimos un vivac alrededor del fuego con una botella de coñac envejecido y los bastones en guardia contra los elementos. Copa tras copa, la noche nos envuelve bajo su manto oscuro y nos sostenemos firmes, prietos y divertidos, contra la borrachera, en la ebriedad.