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martes, 19 de octubre de 2021

El chocolate (del loro)

 

   En los días en que me encuentro bajo de ánimo me entrego de lleno al chocolate. Sin pensar en la báscula de mañana, ni en las lorzas que se marcarán bajo mi jersey en la cena de Nochevieja, esa en que me volveré a prometer que no pasará otro año sin perder el peso que me sobra o al menos veinticinco kilos, que menos sería un fracaso, voy rescatando las tabletas que dejé diseminadas por la casa como la ardilla oculta las bellotas en el bosque para los tiempos de escasez. Con avellanas, puro al ochenta y cinco por ciento, de leche y almendras, blanco, con licor de cerezas, a la menta, de frutos del bosque y nueces de macadamia, me sorprendo de mi previsión a la par que caigo subyugado por los sabores tan variados y adictivos que es capaz de crear la industria chocolatera para convertirnos en sus adictos. Me digo mientras deshago en mi boca un buen pedazo de cacao puro que, si esta es la esclavitud, pues que ojalá la muerte me encuentre encadenado.

   Sin duda hay placeres que resultan mucho más caros: un buen champán francés, el caviar, un perfume exclusivo, la ropa de los diseñadores de las grandes casas de costura, las suites de los hoteles de cinco estrellas a las que solo tienen acceso las estrellas de Hollywood y los jeques árabes con sus acompañantes de alquiler de una sola noche…; sin embargo, para los hombrecitos occidentales que trabajan con sus manos como yo, los derivados del cacao son un bien perfectamente asequible: por tres euros, o incluso por menos de uno si la calidad no te importa demasiado, puedes llevarte a casa tu dosis de drogadicción cotidiana, esa que te reconforta de ser pobre, no tener relaciones sexuales y no pertenecer a la clase social popular y glamourosa que triunfa desde las pantallas mientras se supone que a los demás se nos cae la baba ante sus carnes morenas y sus lunares tatuados. Es de agradecer que todavía no hayan decidido aumentar desmedidamente el precio del cacao como han hecho sin duda artificialmente con el aceite de oliva, el gas, la electricidad o la gasolina, pero sin duda este paraíso artificial en la tierra no dudará mucho porque, como ya vemos en la Gran Bretaña post Brexit y aún Covid19, y todavía más en la industria de los microchips que vienen de China, sin duda se acerca un tiempo de gran escasez para todos. No sé si es ya momento de acaparar arroz, café, habichuelas y azúcar, pero ojalá quieran las cúpulas políticas del gigante asiático y del sindicato mecanizado de los transportistas que en el futuro no se desate una guerra económica que nos subsuma directamente en la hambruna colectiva.

   Los inteligentes habitantes del planeta con más renta per cápita hemos ido asumiendo felizmente con el paso de los años la alegría del sistema económico liberal. Nos hemos sentido élite. Los elegidos. Clases y pueblos superiores. Y hemos dejado que viniera de fuera, a veces de países a miles de kilómetros del nuestro, mano de obra barata para que hiciera el trabajo que nosotros despreciamos a la par que nos quejamos de que hay mucho paro estructural, como si tuviéramos, los que no poseemos casi nada, derecho a un craso salario sean cuales sean las circunstancias. Y la realidad es que hemos consentido que la ropa, los materiales informáticos, los juguetes, algunos vehículos de motor, los móviles, etc., se fabriquen, a veces en unas condiciones pésimas para sus trabajadores, en China, Vietnam, Corea del Sur, Tailandia, Camboya o Laos, lugares que ahora nos son imprescindibles aunque no sepamos situarlos siquiera en los mapas. Bastaría que Oriente se gripara, voluntaria o involuntariamente, para que nuestro modo de vida occidental, aparentemente de una libertad máxima en lugares como la actual Comunidad de Madrid, se encontrara al borde del colapso.

   Pero dejemos a un lado el pesimismo, que de nada sirve preocuparse por una crisis que vendrá o no sin que nosotros mismos tengamos nada que decidir. Somos supervivientes en lo que va de siglo XXI de atentados terroristas multitudinarios, de crisis económicas brutales, de una pandemia, de desastres naturales que parecen provenir de un cambio climático que apenas alguna nación trata de evitar, de terremotos, tsunamis y erupciones volcánicas…, y hemos comprobado cómo algunos países han optado por mantener los negocios vivos y abiertos mientras se colapsaban los hospitales y los cementerios. Así que, mientras podamos, tomemos nuestro chocolatito antes de que venga el tío Paco con su rebaja y nos quedemos con la boca abierta y sin nada que llevarnos a ella.

 

viernes, 17 de enero de 2020

Lo público



   Yo era uno de esos niños repelentes que a los Reyes Magos les pedía un ajedrez, algún cuaderno de pintar y muchos libros. Claro que eso era desde que aprendí a leer, porque antes, me acuerdo bien, me gustaban mucho los fuertes con indios y vaqueros, maquetas de aviones como la de un Boing 737 que me hizo feliz todo un invierno y una minúscula motocicleta de hoja de lata a la que se daba cuerda para que corriese. Pero a partir de los seis años, cuando no estaba jugando en la calle al balón prisionero, a la guerra o al escondite, es que me encontraba en casa enfrascado en alguna historia de barcos noruegos que cazaban ballenas o de islas donde los piratas habían enterrado un tesoro y lo habían cifrado en un mapa cuarteado y misterioso. En aquella España de los años sesenta, con sus largos inviernos en la mesa de la cocina donde sonaba la radio a todas horas, a mi casa no había llegado, y aún habría de tardar un tiempo, la televisión, los niños teníamos todo el tiempo del mundo para hacer los deberes, cantar la tabla de multiplicar, jugar a las cartas y, en mi caso, leer, leer mucho, leer en cuanto tenía ocasión.
   En mi hogar no había muchos libros y menos que fueran específicos para gente menuda. Por eso, aunque no levantara muchos palmos del suelo, yo se los pedía a los Reyes y ellos me iban trayendo, poco a poco, unos libritos preciosos que yo guardaba en el cajón de la mesilla de mi habitación; en tres o cuatro años, me hice con los veinte de una colección y me los leí hasta que casi me los sabía de memoria: entre ellos, casi puedo verlos todavía, títulos como “Aventuras del capitán Singleton”, “Mujercitas”, “Tartarín de Tarascón” o “Capitanes intrépidos”. Guardé la colección como un tesoro hasta que fui mayor y me pareció hora ya de regalarla a alguien que estuviera entonces aprendiendo a leer, aunque aquellos ya eran tiempos de una televisión triunfante en el salón de las casas y sin duda fueron relegados a un olvido inmerecido.
   Como ni mi presupuesto ni el de mi familia me permitía tener acceso a muchos libros, con nueve o diez años me saqué el carné de la biblioteca pública. Allí, manejando fichas de cartón y utilizando el préstamo a domicilio que siempre me ha parecido tan útil individual como socialmente, fui brujuleando entre autores clásicos y modernos, entre libros historiados, cómics y novelas serias, hasta desembocar necesariamente en Quevedo, Cervantes, Jonathan Swift o Shakespeare. Por entonces, todavía aspiraba a tener mi propia biblioteca y seguía solicitando libros por mi cumpleaños y por la Navidad. Algunos pensarán que después estudiara Literatura en la universidad era lo más lógico, y no diré que no, excepto porque a principios de los años ochenta casi todo el mundo quería ser abogado, médico, ingeniero o fresador, y que la mayoría no veía en las letras más que un largo camino a la cola del paro y al fracaso.
   Estudiar en la facultad con una beca exigua, lejos de casa y en un piso compartido, no me permitía verdaderamente tener los libros imprescindibles para cursar Filología: ¿cómo comprar más de treinta libros al año cuando escasamente se tiene para comer toda la semana? Ahí estaban al rescate las bibliotecas públicas, ya fueran las de la facultad, las provinciales o las municipales, a las que siempre les he estado agradecido.
   Ahora que ya no me caben más libros en casa, vuelvo la vista atrás y pienso en la suerte que fue para un niño y para un joven de una humilde familia trabajadora tener libre acceso a los fondos bibliotecarios de una institución pública y sigo creyendo que, más que acumular libros en la propia vivienda, lo mejor es tener un servicio público a disposición de todos los ciudadanos, bien dotado de fondos, debidamente actualizado, y bien interconectado con el entorno. Sin duda, muchos de los jóvenes que usan habitualmente las bibliotecas para estudiar (yo los veo y siento a veces nostalgia de otros tiempos), agradecen ese ambiente de paz y silencio que tan poco se parece a un mundo cada vez más líquido y ruidoso. Me gusta pasar por la biblioteca de vez en cuando, sacar dos o tres libros a préstamo, incluso alguna película, y solicitar algún volumen poco común al servicio de Préstamo Intercentros, aunque hasta en esto estamos ahora mismo condicionados por la mala política: la Comunidad de Madrid, la misma que no tiene presupuestos por falta de, digamos, empuje, lo tiene inactivo porque no ha renovado la adjudicación a empresa alguna. El niño que aún soy en parte les ha pedido a los Reyes Magos que a la muy lenguaraz Isabel Díaz Ayuso le traigan un saco de carbón, porque es probable que ella no supiera qué hacer con unos cuantos libros.