Yo era uno de esos niños
repelentes que a los Reyes Magos les pedía un ajedrez, algún cuaderno de pintar
y muchos libros. Claro que eso era desde que aprendí a leer, porque antes, me
acuerdo bien, me gustaban mucho los fuertes con indios y vaqueros, maquetas de
aviones como la de un Boing 737 que me hizo feliz todo un invierno y una minúscula
motocicleta de hoja de lata a la que se daba cuerda para que corriese. Pero a
partir de los seis años, cuando no estaba jugando en la calle al balón
prisionero, a la guerra o al escondite, es que me encontraba en casa enfrascado
en alguna historia de barcos noruegos que cazaban ballenas o de islas donde los
piratas habían enterrado un tesoro y lo habían cifrado en un mapa cuarteado y
misterioso. En aquella España de los años sesenta, con sus largos inviernos en
la mesa de la cocina donde sonaba la radio a todas horas, a mi casa no había
llegado, y aún habría de tardar un tiempo, la televisión, los niños teníamos
todo el tiempo del mundo para hacer los deberes, cantar la tabla de
multiplicar, jugar a las cartas y, en mi caso, leer, leer mucho, leer en cuanto
tenía ocasión.
En mi hogar no había muchos libros y menos que fueran específicos para
gente menuda. Por eso, aunque no levantara muchos palmos del suelo, yo se los
pedía a los Reyes y ellos me iban trayendo, poco a poco, unos libritos
preciosos que yo guardaba en el cajón de la mesilla de mi habitación; en tres o
cuatro años, me hice con los veinte de una colección y me los leí hasta que
casi me los sabía de memoria: entre ellos, casi puedo verlos todavía, títulos
como “Aventuras del capitán Singleton”, “Mujercitas”, “Tartarín de
Tarascón” o “Capitanes intrépidos”. Guardé la colección como un tesoro hasta que
fui mayor y me pareció hora ya de regalarla a alguien que estuviera entonces
aprendiendo a leer, aunque aquellos ya eran tiempos de una televisión
triunfante en el salón de las casas y sin duda fueron relegados a un olvido
inmerecido.
Como ni mi presupuesto ni el de mi familia me permitía tener acceso a
muchos libros, con nueve o diez años me saqué el carné de la biblioteca pública.
Allí, manejando fichas de cartón y utilizando el préstamo a domicilio que
siempre me ha parecido tan útil individual como socialmente, fui brujuleando
entre autores clásicos y modernos, entre libros historiados, cómics y novelas
serias, hasta desembocar necesariamente en Quevedo, Cervantes, Jonathan Swift o
Shakespeare. Por entonces, todavía aspiraba a tener mi propia biblioteca y
seguía solicitando libros por mi cumpleaños y por la Navidad. Algunos pensarán
que después estudiara Literatura en la universidad era lo más lógico, y no diré que no,
excepto porque a principios de los años ochenta casi todo el mundo quería ser
abogado, médico, ingeniero o fresador, y que la mayoría no veía en las letras
más que un largo camino a la cola del paro y al fracaso.
Estudiar en la facultad con una beca exigua, lejos de casa y en un piso
compartido, no me permitía verdaderamente tener los libros imprescindibles para
cursar Filología: ¿cómo comprar más de treinta libros al año cuando escasamente
se tiene para comer toda la semana? Ahí estaban al rescate las bibliotecas
públicas, ya fueran las de la facultad, las provinciales o las municipales, a
las que siempre les he estado agradecido.
Ahora que ya no me caben más libros en casa, vuelvo la vista atrás y
pienso en la suerte que fue para un niño y para un joven de una humilde familia
trabajadora tener libre acceso a los fondos bibliotecarios de una institución
pública y sigo creyendo que, más que acumular libros en la propia vivienda, lo
mejor es tener un servicio público a disposición de todos los ciudadanos, bien
dotado de fondos, debidamente actualizado, y bien interconectado con el
entorno. Sin duda, muchos de los jóvenes que usan habitualmente las bibliotecas
para estudiar (yo los veo y siento a veces nostalgia de otros tiempos),
agradecen ese ambiente de paz y silencio que tan poco se parece a un mundo cada
vez más líquido y ruidoso. Me gusta pasar por la biblioteca de vez en cuando,
sacar dos o tres libros a préstamo, incluso alguna película, y solicitar algún volumen
poco común al servicio de Préstamo Intercentros, aunque hasta en esto estamos ahora mismo condicionados por la mala
política: la Comunidad de Madrid, la misma que no tiene presupuestos por falta
de, digamos, empuje, lo tiene inactivo porque no ha renovado la adjudicación a
empresa alguna. El niño que aún soy en parte les ha pedido a los Reyes Magos
que a la muy lenguaraz Isabel Díaz Ayuso le traigan un saco de carbón, porque
es probable que ella no supiera qué hacer con unos cuantos libros.
¡Cuánta razón tienes y además qué bien expresado! Yo, que actualmente trabajo en la Consejería de Cultura y Turismo, me escandaliza ver cómo acumulan libros y más libros súper interesantes y estupendamente encuadernados, sin saber qué hacer con ellos. Los terminan donando a las bibliotecas. Pero... los que aún siguen sobrando.... parece ser que ¡¡¡LOS DESTRUYEN!!!
ResponderEliminarGran parecido con mi niñez, al menos en varios aspectos... tampoco vivíamos tan lejos. Por suerte tuve un hermano y unos padres"externos" que ampliaron mi curiosidad a campos más allá de la mía propia, que no era tampoco escasa. Muchas gracias Jesús
ResponderEliminarMe siento muy identificada.
ResponderEliminarUno entra en la historia y empieza a hacerla propia y a sentir esa sed de libros en la infancia...aunque he de reconocer que hubo varias cartas pidiendo muñecas. Gracias, Jesús. Un abrazo
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