Me siento al ordenador para tratar de escribir unas líneas con sentido
en esta noche de vela y espanto. Con la ventana abierta y las luces
apagadas, excepto por esta lamparilla que me permite ver el teclado, y
apenas atento a los ruidos que llegan desde la calle –coches que
derrapan, jóvenes cantando y riendo en medio de un botellón, putas que
ligan clientes en la esquina-, me pregunto para qué sirve un escritor en
medio de esta oscuridad, qué puedo escribir que justifique mi vida o la
de los demás.
No me da miedo el papel en blanco. Al contrario, lo que temo no es lo
que puedo fijar por escrito en esta pantalla, lanzar al mundo de las
redes sociales o publicar en mi blog personal, sino las terribles
injusticias que ni de lejos pueden atrapar las palabras, pues son muchos
los ángulos, los matices, los dobleces, que se quedan siempre fuera de
plano, olvidados. Mientras escribo, la policía multa a un señor de
mediana edad que ofrece unos euros a la sudamericana de la farola,
persigue con saña a los cuatro menores borrachos que huyen con sus
bolsas de plástico, en las que tintinean las botellas de whisky DYC,
sorteando apenas los coches que toman la ciudad por una autovía sin
limitación de velocidad.
Me siento cansado, sudoroso, medio muerto... Indignado también. Si no
fuera escritor, me echaría a la calle a perturbar más aún el desorden
establecido, alimentando con mi sangre a las bestias de la noche,
dejando por las calles un rastro rojo y mugriento que diera señal exacta
de mi peripecia vital, de mi oscura derrota. Pero, me guste o no, yo
estoy aquí para dar voz a los miserables, a los marginados, a los
perdedores, a los que percibo noche a noche desde esta atalaya en ese
juego de espejos en el que ellos no se ven: los que hoy son policías,
mañana serán alcohólicos; los que hoy corren sin límite ni medida,
mañana serán paralíticos y verán la vida pasar desde sus sillas
eléctricas; los que hoy compran sexo, mañana parecerán padres de familia
respetables y maridos cariñosos… Quizás por mi profesión es por lo que
estoy tan resentido con el mundo, pues yo soy hoy lo mismo que seré
mañana: un cazador frustrado de palabras imposibles, sin futuro alguno,
ni vida personal propia o impropia. Un cero a la izquierda.
Abandono por un momento mi vigilancia nocturna para irme al
mueble-bar y servirme un Glenfiddich con hielo. Miro por la ventana,
enciendo un cigarrillo cuyas ascuas iluminan por un momento la noche
antes de volverse humo, y hago tintinear los hielos en el vaso, poniendo
una música absurda en esta guardia inmemorial de escritor comprometido.
Lástima que las musas no tengan hoy su noche libre, ni desciendan a
comerme la oreja, ni otra cosa, con sus dulces susurros de amor fou, con
lo solo y necesitado que estoy de su inspiración vikinga o ptolemaica.
Por lo pronto me tengo que conformar con el oro líquido que vierto por
mi garganta con ansia antes de volver de nuevo a mi pantalla en blanco,
mi abstracción, mi indignación. Bueno, antes de sentarme de nuevo, y
para no oír el ruido de fondo de la noche, que me desconcierta y
embarga, me sirvo dos platillos de anarcardos y gominolas, cuyos
chasquidos en mi boca evitan la fea sensación de estar tratando toda la
noche con borrachos, prostitutas, locos y malvados. Relleno de whisky el
vaso, varias veces. Juego con sus hielos de nuevo. Si yo fuera un
escritor de verdad, de los de éxito, me dejaría comprar por un mecenas
poderoso que me cediera su torre de marfil, pulida y brillante, en la
que escribiría los más bellos poemas de amor, las más deslumbrantes
novelas de sexo y lujo, lejos de todos estos ruidos que me perturban el
ánima. Pero, como solo soy un escritor de medianoche en este barrio
marginal de la periferia más deprimida, solitario y torpe, lo único real
a lo que puedo aspirar es a coger una buena moña, indignada y brutal,
antes de caer rendido frente a esta pantalla ante la que me encontrará
la asistenta a primera hora del amanecer.