A los dos nos gusta correr al
final del encierro, justo entre el final de Estafeta y el comienzo de
Telefónica, seguramente porque en esa zona hay pocos corredores foráneos y a la
larga siempre te empujan menos. Competimos por el mismo lugar de arranque: él
suele poner el pie derecho justo sobre la marca que elijo como referencia para
no dejarme llevar por el tumulto y luego nos encimamos sin contemplaciones
hasta que los corredores inexpertos comienzan a precipitarse y tenemos que
preocuparnos de que no se nos lleven por delante. Sacando a relucir los codos y
agitando con eficacia las palmas de las manos, a duras penas logramos mantener
la posición hasta que vemos llegar al primer astado entre el gentío, y en una
consonancia absoluta que nos dan los años y la experiencia emprendemos la
carrera calculando milimétricamente la distancia precisa para correr justo
delante de los pitones durante los escasos veinte metros que sabemos que nos
corresponden. Es apasionante sentir el miedo en ese corazón acelerado que
galopa poderosamente junto a mí y notar cómo la adrenalina se apodera de la
masa muscular hasta reventar en un estallido de placer: durante diez intensos
segundos me siento vivo nuevamente.