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sábado, 25 de febrero de 2017

El tiempo



A lo mejor porque me crié con aquellos absurdos libros para aprender inglés en la Educación General Básica me ha quedado residualmente una cierta antipatía hacia las conversaciones basadas en tópicos. Ya se sabe, te subes a un ascensor porque con los años has acabado por odiar las escaleras y tienes que soportar subir acompañado, aunque con los años también has acabado por odiar a los compañeros ocasionales del elevador, y dices buenos días porque te educaron en eso, y ves la respuesta forzada de tu interlocutor, una mueca que no llega a ser sonrisa, incómoda, y de buenas a primeras ya estás hablando de si hoy hace frío, menos que ayer, pero al menos no llueve, y como decía Cecilia tal vez mañana nieve. Que a ti no te importa lo más mínimo, la verdad, que en invierno ya se sabe que hace frío y en verano el sol te torra como a un cacahuete, aunque los medios de comunicación se empeñen en amargarnos la temporada con las alertas amarillas y naranjas. El caso es tenernos entretenidos y que no pensemos ni mucho ni poco.
Y de un tiempo a esta parte, los tópicos sobre el tiempo es que te asaltan en cualquier sitio y de la manera más inesperada. Que voy el otro día a una cena, a una de esas desmadradas cenas de despedida de soltero, el novio era bastante mayorcito y estaba más para hacerse una dentadura nueva que para casarse de primeras, pero el amor tiene eso, que llega cuando quiere y te convierte en un títere, y como decía la canción de María Dolores Pradera, cuando el amor llega así de esta manera, uno no tiene la culpa, y en mitad de la cena, agotadas varias botellas de vino de Rueda, el padrino, que era al menos tan viejo como el novio, se pone estupendo y no para de reflexionar imitando a Aristóteles sobre lo humano y lo divino. Si no estuvo perorando media hora, debió de ser más, porque algunos nos dormimos a ratos, alguno incluso roncó, y la cháchara siguió su ritmo monótono como las aguas del Ebro desembocan poco a poco en Tortosa. Bueno, abreviando, que el padrino nos informó concienzudamente de que el único tiempo real es el presente, que el pasado no existe y el futuro es una mera entelequia, y que por eso la verdadera sabiduría consiste en disfrutar del hoy y del ahora, que carpe diem, collige virgo rosas, tempus fugit y que el último apague la luz ahora que tiene estos picos de tarifa no sea que al final no podamos pagar la factura. Que fue tan aburrido y tan deprimente que todos todos, hasta el novio, estuvimos por agarrarnos una buena moña y que fuera a la boda al día siguiente, si es que existía, Rita Pavone o Rita la cantaora.
Con el grupo de conocidos con los que hago senderismo una vez al mes por aquello de la mente sana en el cuerpo sano trato de no entrar en conversaciones delicadas, es decir, que no hablo ni de política, ni de religión, ni de sexo, que ya son varios los grupos estos artificiales que he visto estallar por tratar de temas poco adecuados al ejercicio físico y la tonificación de piernas, y eso que siempre hay alguno, o alguna, con mala baba o ignorancia supina, que mienta la soga en casa del ahorcado y acaba por ponernos en riesgo a todos. Para esas ocasiones los más avezados tienen un repertorio que ni Rocío Jurado: fauna salvaje, flora de los montes, recolección de fósiles, filatelia y colombofilia nunca están de más y encajan siempre en el momento preciso. Y el tiempo, el consabido tiempo, nublado, aquí y ahora, con el sonsonete democrático de que antes, cuando todos éramos más jóvenes, todos lo hemos sido aunque ahora tengamos una edad, el tiempo pasaba más despacio y sin embargo a día de hoy todo lo arrasa que es una barbaridad y hasta hay quien afirma que cumple los años de dos en dos.
Hasta yo le echo la culpa de todo al tiempo. Si no tengo ganas de ir a hacer la compra, si no me apetece ver a la petarda de mi mejor amiga, si me olvido de una cita médica o si me paso un mes sin cortarme las uñas, siempre puedo esgrimir el argumento de que lo que me falta es tiempo: qué cruel y qué implacable. Qué socorrido. ¡Qué hartura de tiempos y costumbres!

lunes, 17 de diciembre de 2012

El iluminado





   No sé si a veces peco de ingenuo, los míos dicen que sí con la boca muy muy grande, pero el caso es que me paso todo el día al raso esperando el portento y pasando un frío de muerte. Seguro que era hoy, les digo afrontando sus expresiones sarcásticas, que lo tengo apuntado en la agenda desde la conferencia y hasta subrayado con un rotulador fosforito para que no se me pase la fecha. Pero es obvio que son más de la once y que la profecía del nuevo estado mental universal no se ha cumplido ni por el forro: ni yo soy telépata, ni lo son los demás. Y mi mayor vergüenza es tener que confesarlo en voz alta, que no hay nada peor para un elegido como yo que volver a emitir palabras articuladas ante las risas burlonas de los demás, que suenan como espadas bien afiladas.
   Me voy contrariado a la cama, todavía tratando de contactar mentalmente con aquel conferenciante del nuevo estado mental cósmico, que tal vez haya un hilo de esperanza hasta las doce de la medianoche. En mi cabeza, sin embargo, solo martillea la misma voz que me acompaña desde siempre y que tan pronto me llama idiota como me incita a relacionarme con los demás mediante mis nuevos poderes surgidos de la iluminación universal. No responde nadie en ese universo extraño que existe en los instantes previos al sueño y en el que naufrago lentamente: las hojas del bosque crujen bajo mis pies, la flor de la jara lanza un aullido amarillo al viento, los alquimistas mezclan harina de maíz con sangre de cerdo para engendrar a la nueva humanidad, desaparecen para siempre los diccionarios, los idiomas…
   Estoy en la terraza acristalada de un edificio de más de cien plantas observando el horizonte, buscando los signos del prodigio junto con un millón de otros profetas. Cuando se produce el alineamiento, burbujean las nubes viscosas, se suceden las lluvias de bilis negra, caen súbitos los rayos de la destrucción, se sacuden los violentos terremotos que preceden al tsunami atroz que esperamos en la cima de este rascacielos. A lo lejos brilla brevemente un hilo de plata sobre el fondo oscuro y en consecuencia la multitud se agita, brama, reza con alaridos extremados y nerviosos. Algunos expiran entre extertores tan convulsos como los propios tiempos.
   Una figura a caballo galopa por el horizonte. ¿Será la peste? ¿Tal vez la muerte? Me pregunto qué jinete golpeará primero y me siento culpable por no haber prestado más atención al estudio del Apocalipsis, que por aquellos tiempos de estudios evangélicos yo era más bien un herejote. Y he aquí que ahora ha llegado el tiempo del chirriar de dientes y del crujir de huesos y yo trato de sonreír, qué frío hace, para que no se note que ignoro qué centauro será el autor del fin de mis días en estos tiempos finales del fin del mundo.
   El jinete se precipita contra la cristalera del rascacielos blandiendo la maza del rey de bastos y la hace añicos de un golpe con la fuerza de Thor. Noto que me mira con cierto descaro, casi con rencor, y quiero creer que puedo leer su mente, pero todo es en vano, no hay mensaje en el buzón de entrada de mi cerebro pre-telepático. El viento, las aguas y la sangre nos arrastran en una sopa primordial de cemento, lavadoras y taxis, donde sufrimos una centrifugación al cubo y nos dan para el pelo.
   Me despierto molido, sin fuerzas para dar ni siquiera un aullido. Me pregunto si durante la noche se habrá producido el prodigio y si el grito habrá sido sordo y además efectivo. La radio anuncia fuertes heladas por todo el país en el día en que los mayas anunciaron el fin del mundo. ¡Qué noticia tan alegre para el 21 de diciembre de 2012! A lo mejor en esto sí que aciertan, me digo, y decido quedarme en la cama el resto de la jornada, que si la muerte tiene que venir que al menos me coja en mi casa, calentito, y no en una azotea con miles de desconocidos dispuestos a jalear uno por uno todos los efectos especiales del ingenioso autor. Uno tiene una edad y ya ha visto mucho, lo suficiente, me convenzo en un santiamén, para no participar de extra en el desenlace de la crisis total. No puedo ocultarlo: a cada cana llevo peor lo del frío.