viernes, 17 de mayo de 2019

Los raros



   Miren, como dice una amiga mía que no ha leído mucho, la verdad sea dicha, uno tiene una edad, no importa cuál sea ésta y no pienso por tanto decirla alegremente, que ya tengo el culo pelado de arrastrarlo por los caminos. Que el mundo es una porquería, pues no me cabe duda alguna, pero desde hace siglos han venido los poetas rimando flores con colores y rosas con mariposas y nos han dejado una visión tan, tan cursi, que ahora poco menos que tendríamos que creernos que siempre hay un roto para un descosido y una media naranja, aunque sea pocha y revenida, para todos nosotros. Como si la existencia solo tuviera sentido, si es que lo tuviera en modo alguno, porque durante nuestra vida habríamos de dar alguna vez con nuestra alma gemela, que anda por ahí pululando y esperando el momento, feliz, en que nos tropecemos por fin. Yo no me creo a estas alturas tales ridiculeces, aunque tenga que bregar en mi día a día con todo tipo de adictos al sexo, al enamoramiento y al matrimonio compulsivo, que no saben estar solos ni en el baño y que tampoco me parecen, todo sea dicho, más felices que yo. Más bien estoy de acuerdo con aquella tía abuela por parte de madre que, cuando las mujeres se quejaban de sus maridos mientras tomaban un anís con pastas y esperaban a que aquellos regresaran de la taberna, siempre repetía que era mejor vestir santos que desnudar borrachos.
   Supongo que son ustedes inteligentes y que no les tengo que descubrir ahora que, a mi edad, sigo estando soltero a dios gracias. Claro que llegar hasta aquí, usando debidamente esta palabra que han puesto tan de moda las feministas en estos últimos años, empoderándome de mi cuerpo, mi estado civil y mi posición económica, no ha sido nada fácil. Creo que aún no tenía dieciocho años y lo que más me preguntaban mis familiares en las cenas de nochebuena era si ya tenía novia, como si no tuviera otra cosa que hacer en la vida. Y luego llegaban poco  a poco los remaches para los clavitos: que si mi primo Luisito, que era dos años más joven que yo, ya cortejaba con la hija del tendero y sus padres estaban tan contentos de ver cómo se iba a unir con ellos un patrimonio tan importante; que si la sobrina de Inés se había ennoviado con el médico y poco menos que su vida estaba resuelta para siempre. Yo callaba, sorbía la sopa y pensaba que en dos semanas estaría en la universidad, dedicándome a lo mío, que era estudiar y con el tiempo librarme de sus fincas, sus ambiciones y sus miserias. Por cierto, Luisito se casó con la hija del tendero pero a los veinte años se separaron de mala manera y ella cargó con los tres hijos, el negocio paterno y los cuernos, y a él aún lo están buscando para que aporte la manutención de sus vástagos. Y de Inés, mejor no habló, porque las historias de burdeles son muy sórdidas y no quiero amargarles la tarde.
   Pero, si a los tontos les gustan las tizas, a mi familia le gustaban, al parecer, las bodas. Y he aquí que yo, que los evitaba tanto que solo los veía de uvas a peras, ya viviendo en la ciudad, con mis oposiciones aprobadas, mi pisito propio y disfrutando de la vida como un rajá, tenía que padecerlos en las pocas ocasiones en que las circunstancias nos reunían: bodas, bautizos y entierros. En estos últimos, por lo general, dado el ambiente de desconsuelo al uso, me dejaban en paz, pero en las otras ocasiones no faltaba el inoportuno de turno que apuntillaba que solo faltaba que yo me animara a pasar por el casorio y traer al mundo un par de criaturitas hambrientas. No faltaban las murmuraciones: desde los que sabían de muy buena tinta que yo era un putero hasta los que me tachaban de maricón sin duda alguna. Sin embargo, en todos aquellos años ni uno solo se interesó por lo que realmente pensaba de mi vida y de la suya, lo que sin duda los hubiera dejado mucho más intranquilos y a mí infinitamente más largo que ancho.
   Con el paso del tiempo, gané fama de raro. A mi espalda se permitían criticarme y se decían que era mejor dejarme con mi amargura y mi carácter asocial, que bien se notaba que era un desgraciado, mientras a la cara me reían las gracias casi tanto como me envidiaban los viajes, los coches, la ropa y los caprichos. Cuando comprendí que sufrían como gorrinos en el sacrificio con mis éxitos y la ostentación de dinero, me dediqué a machacarles un poco más, no fuera que todavía se permitieran tenerme lástima. Es mejor que te odien, si no te pueden querer, pero que te odien de verdad, porque con el tiempo te has convertido involuntariamente en el espejo invertido de su propio fracaso.
   Y ahora, a mi edad, resulta que se ha puesto de moda quedarse soltero. Y hasta han importado una palabra extranjera, un anglicismo, para referirse a quienes preferimos dormir solos en nuestra casa y solo compartir con los demás lo que nos da la gana. Singles nos llaman. Antes nos llamaban solterones y dábamos lástima, cuando no murmuraciones, y ahora nos llaman singles y nos mandan catálogos de viajes solo para nosotros. Surgen como setas las empresas que organizan excursiones para singles, cruceros para singles y cursos para singles, empresas que parece que han descubierto que tenemos una cuenta bancaria saneada, mucho tiempo y pocos herederos. En su publicidad siempre nos invitan a gastar generosamente, porque, total, no tenemos a quién dejarles los cuartos, sino es a ellos y a sus pimes. Y no son baratos, créanme.
   Hace poco caí en la tentación y me apunté a una excursión por la sierra un sábado por la mañana. Según rezaba la publicidad se trataba de hacer una caminata por el monte de unas tres horas de duración, de un nivel sencillo y sin más pretensiones. El único requisito era estar soltero y, claro, pagar religiosamente la tarifa. No me pude meter de forma más inconsciente en la boca del lobo: en aquella gira había un predominio de mujeres de diez a uno y enseguida noté que la mayoría no estaba allí para mover las piernas, como yo, sino dispuestas a la caza mayor como monteras avezadas. Fueron tres horas diabólicas, ellas tratando de ser interesantes y yo procurando no ser menos borde de lo que tradicionalmente lo era con mi familia. No imaginaba que la gente fuera capaz de hablar tanto y tantas horas para decir tan poco a la postre. Al fin, en el autobús de vuelta conseguí que me dejaran en paz para lo que usé bonitamente mis cascos de música y la mejor de mis muecas de asco. Ya me pueden esperar, ya, para la siguiente salida…
   No tardé en darme de baja de toda esa porquería de publicidad para singles en la que me habían metido, ofreciéndome unas compañías maravillosas y experiencias únicas, para darme en última instancia los mismos disgustos que me dan en la vida diaria las mujeres, viudas, solteras o casadas, que me pretenden. Miren, yo no soy un single, yo no soy tan moderno. Soy un solterón de toda la vida, raro y evasivo, que prefiero ir a mi aire, hacer lo que yo quiero, no dar cuentas a nadie y disfrutar de lo mío. Que es posible que a veces esté un poco solo, no diré que no. Que otras veces me sienta melancólico, pues tampoco lo negaré. Pero lo que tengo claro clarísimo, meridianamente resuelto, es que no necesito a nadie a tiempo completo ni para mi casa ni para mi vida.  Y con esto yo estoy en mi paz y espero que dios en la de ustedes.

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