miércoles, 24 de abril de 2019

Miguelito y el carro de la farsa




De la calle Mayor a Libreros, corre Miguel a cumplir el encargo de su padre: un cuartillo de vino, que es para hoy. Hay un bajel pirata en la costa de la universidad y los berberiscos se han disfrazado de pastores para representar una comedia de amores no correspondidos. Apenas si unos pocos frailes mercedarios se han parado a mirar la tosca pantomima y enganchado de sus haldas se queda Miguelito contemplando el retablo jovial en lengua bárbara. Un viejo verde, casi sin dientes y de rostro caprino, se declara a una oronda Aldonza, cuyos remilgos hacen reír al niño, sobre todo cuando el sexagenario le mete la mano debajo de la camisa a la ninfa y recibe a cambio un buen mamporro que le acaba quebrando la voluntad. Si él pudiera escribir esta comedia, no pasaría en Alcalá de Henares, ni sus personajes serían tan catetos; no, él no compondría el final a palos para hacer reír a los asistentes y ablandar sus bolsas, sino que amenamente dejaría un sabor agridulce, para que el público  se deleitara pero también aprendiese. Pasa  con su gran sonrisa el pirata del parche en el ojo pidiendo la voluntad por el entremés representado y Miguel no puede evitar darle la media blanca al cómico, que le hace una zapateta para agradecérselo. Cuando vuelva, ahora despacio, a su casa, pensando en un mundo de corsarios y pastores, caballeros y princesas, le esperará una buena tunda, algunos gritos, el castigo, que no sabemos dónde tiene el seso este niño, en qué piensa, pero también el sueño caerá sobre él con la noche y entonces será Sevilla, la corte, Italia y la más gloriosa jornada que vieron los siglos, Argel, los ideales del caballero, la libertad y el amor…


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