martes, 19 de marzo de 2019

El reencuentro


   Hay días en que todo es absurdo de tan rutinario. El despertador suena a la misma hora precisa de siempre, el consabido desayuno prescrito por el nutricionista, el paseo hasta la tienda para comprar el pan y dar los buenos días a la señora del quiosco de periódicos, el café solo en el bar de la esquina, el banco al sol y el regreso a casa a mediodía para preparar con la merecida lentitud la comida. Parecería que debieran cambiar las noticias, pero son las mismas de siempre, con los insultos y descalificaciones que, de tan viejos, casi parecen de una vida anterior a la mía. Me siento como Vladimir y Estragón, esperando a ese señor Beckett que nunca dijo que me visitaría pero que tal vez sea la solución a tanta rutina, a tanto absurdo.
   Como tantas otras veces me dirijo a la parada de autobús, con la barra de pan en la mano y el amargo sabor del café todavía en el cielo del paladar, dispuesto a regresar a mi aburrido mundo doméstico de noticias radiofónicas y cebolla finamente picada, cuando de repente el corazón me da un vuelco y se pone a palpitar con emoción. Me ha parecido ver a mi amiga Luci, a la que hace veinte años que no veo; tomo aire y respiro profundamente, que sé que no vive aquí, pero la alegría es tanta que por mi boca sale su nombre imparable mientras espero que sea ella y se vuelva, que no me haya equivocado. Antes iba de rubia, me digo, pero ahora tiene el pelo más bien rojizo y parece un poco más baja. Cuando me mira, sonríe y veo que me reconoce, casi lloro de la alegría, de un modo que solo se puede comparar al doméstico de las cebollas.
   Nos alegramos los dos. La última vez que nos vimos fue cuando ella se fue a vivir a Moratalaz y, ya instalada, nos invitó a ver su piso: fuimos con nuestros hijos, la pequeña era todavía un bebé que apenas gateaba y ahora está acabando la universidad y a punto de ingresar en las listas del paro. Sus hijos también son mayores; el pequeño, que tantas horas se pasaba en nuestra casa jugando y merendando pan con chocolate, ahora está en Alemania, trabajando en una multinacional y pensando en casarse con una teutona autóctona, y sin ganas de regresar para disgusto de su madre, que ya está viuda y a veces se siente muy sola.
   ¡Pero qué contentos estamos de habernos reencontrado! Me dice que hace ya un año que se volvió al barrio y que no sabía cómo encontrarme, que había pensado en ir a preguntar al ayuntamiento pero que alguien le disuadió alegando eso de la ley de protección de datos, eso y que tampoco estaba segura de mis apellidos. Nos intercambiamos los teléfonos, las direcciones, las novedades, en menos de cinco minutos, pero ninguno de los dos propone al otro tomar un café aquí al lado, en el viejo café de Lucas: mi autobús llega en menos de dos minutos y a ella le espera el fisioterapeuta para aliviarle el dolor de las cervicales. En el fondo, ni mi comida, ni su cuello, son tan importantes como estos veinte años que hace que no nos vemos, pero es desagradable romper la rutina y encontrarnos de nuevo con el parque convertido en jungla, limpiar la maleza, arrancar los hierbajos del paso del tiempo, desbrozar el terreno para cultivar la intimidad de la amistad… Desde el autobús la veo alejarse por la acera, a buen paso, como quien tiene un objetivo y no lo va a dejar escapar. Yo voy en la misma dirección. Como si tuviéramos prisa por morirnos del todo. En ese momento, con un ligero desencanto  y una pizca de tristeza, pienso qué lástima de oportunidad perdida, que a lo peor dentro de veinte años ya ni nos reconocemos.

1 comentario:

  1. Qué pena. Decía Isabel Allende que lamentaba las veces que dejó de hacer el amor por atender obligaciones y asuntos que le parecían urgentes. La rutina es una fuerza poderosa. No queda otra que combatirla.

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