martes, 5 de marzo de 2019

En la sesenta y seis


Desangrándome en este pueblo de mala muerte me golpeaste,
y al día siguiente montamos, yo inconsciente,
rumbo al mundo del plástico en el Cadillac Eldorado de tu padre.
Con la magia de diez dólares de los de antes en los tejanos
y recolectando envases en los márgenes de la sesenta y seis,
California se te figuraba el reino de las sacerdotisas del cinematógrafo,
un edén de diosas culirrubias de inverosímiles cinturas,
de bocas aviesamente húmedas.

   Tierra quemada detrás,
a veces un yermo en el que enterrar las turbias fantasías de niño malquerido,
fraguabas pompas de jabón con olor a marihuana, psicótropos
y un arsenal pacífico y liberado de glándulas mamarias
empitonando el horizonte.

   Yo, el más abyecto de los dos, me dejaba hacer,
persistiendo en el estado líquido de la falta de impulso,
en apariencia libre de todo deseo, más allá de las vetas donde quema la vida,
en la catatonia estúpida de quien no conoce ya su sangre:
costra reseca expuesta con indecencia al sol hasta la próxima dosis.

   Incontenible, resolvías los kilómetros a puñetazos,
doblado el volante sobre ti mismo, abollado el azul metalizado,
las marcas de los golpes en mandíbulas y sienes,
en una competición de tiempo y rabia contra un vacío percutiente.
Quien no se domina difícilmente entrará en el reino de las diosas,
te escupía impasible con palabras romas y miradas tuertas.

   Te quedaste finalmente en la cuneta de una vieja curva
entre Oatman y Kingman, frito como un pajarillo en una barbacoa,
señalado brevemente por una columna de humo: en la lengua de los navajos
esa pira funeraria fuera tu conversión en abono para campos de avena,
lejos del reino de la carne del que habías sido extraditado.

   Y aquí estoy, en un grosero hospital de la ruta, inerme.
Yo que no soy ni el camino ni la huella,
sino una agonía de sombras en un suspenso incierto,
me envilezco en mis rituales y me rebozo en la carne,
mientras las marcas desaparecen y resurge el ofidio.
No están destinadas las playas deslumbrantes de California
para este cuerpo redondo y viscoso,
ni hay sitio para mí en el fabuloso Eldorado de diosas áureas
dotadas de carnes blancas y marmóreas.

   ¿Y a dónde regresar cuando se desvela la falacia?

   Como un saco abandonado en un local grimoso,
colgado por los pies entre el universo y la arena,
esponjados mis alveolos hasta donde duelen las costillas rotas
y quebrados los huesos que destilan tuétano inmisericorde,
intuyo que viviré para siempre, o moriré entre polvo y estertores,
cuando me fume voluptuosamente este sapo del desierto de Sonora.

1 comentario:

  1. Jesús me ha gustado mucho tu entrada!! ¿Es un poema nuevo? Qué conseguida la ambientación, yo que estuve en un viaje por un trecho de la ruta 66 me acordaba al leerlo. Y qué bien escrito. Un besazo

    ResponderEliminar