Los seres humanos nos movemos
entre la rutina y el terror a la repetición indefinida de actos y pasiones. Por
una parte, nos horroriza observarnos en un proceso monótono, sin cambios, durante mucho tiempo y, por la otra, somos
conscientes de que, ni queriendo, podemos hacer que se establezcan costumbres
que duren cien años. Nada más difícil que la repetición sine die de aquellas ocupaciones que nos dan placer y nada más
doloroso que pensar que acabarán pasando y convirtiéndose en nostalgia de un
tiempo tal vez más feliz que otros. Hasta las peores experiencias se terminan y
dejan un poso de vino agridulce en el recuerdo.
Durante meses, posiblemente años, no puedo precisar las fechas porque tiendo
a no grabar datos innecesarios en la memoria, estuve dirigiendo una tertulia
literaria en una calle del Madrid de las Letras. Se celebraba los jueves. Por
eso del ahorro energético, soy una de esas personas que funcionan como la
batería del móvil y me descargo progresivamente a lo largo del día, solía tomar
un café largo en el ambigú de un hotel de las inmediaciones de la estación de
Atocha. No estaba solo: en muchas ocasiones me acompañaba una amiga de la
tertulia, maestra de primaria y dibujante, con la que compartía confidencias y
opiniones sobre arte, educación o literatura, mientras se hacía la hora de la reunión
en torno a la poesía. Poco a poco, fue creciendo una amistad profunda, de
cariño, de curiosidad hacia el otro, que desafiaba los rigores del otoño, el
invierno y la primavera madrileños.
Se llamaba Marina y era una superviviente. Alegre, de ojos chispeantes,
con una risa tímida y risueña que hacía vibrar el aire, llenaba mis tardes de
jueves de una paz serena, levemente desencantada, mientras la conversación
giraba del mismo modo en que creaba sus cuadros: empezaba con una línea delgada
que formaba círculos, triángulos, ojos, y poco a poco los iba compartimentando,
limitando, rellenando, hasta que al final se convertían en un entramado denso
en el que los pájaros, los ángeles o los peces competían por el espacio con las
más dispares formas geométricas. En esas conversaciones, transitando por líneas
delgadas a la aventura, no había límite para temas ni para digresiones, porque
no había otro fin que el que imponía el reloj para abonar el importe de los
cafés y llegar a la carrera a la tertulia, que rara vez tenía el encanto o la
profundidad de las horas previas.
Ahora que lo pienso, nunca tuve una discusión con Marina. No se trataba
de que ella fuese dulce, porque mi amargura podría haber creado a veces
desencuentros, ni de que fuera tolerante, porque mi propia intolerancia podría
haber creado malentendidos, sino de que tenía la capacidad, poco común, de la
suavidad en el trato con los demás, como un lápiz que se desliza por el papel
en una línea firme pero continua para acabar dibujando un paisaje propio y
ameno. Algunas personas tienen la cualidad de hacernos mejores y, lo sepan o
no, a su paso dejan un mundo mejor, porque nos enriquecen profundamente. Como
Marina.
Luego, en una fecha cualquiera, dejamos de vernos. Ella se jubiló y yo
dejé la tertulia. Seguimos en contacto por teléfono, por las redes sociales,
por el correo electrónico, y nos dijimos muchas veces que teníamos que vernos,
tomarnos un café, retomar aquellas conversaciones de piratas sin rumbo que
tanto nos gustaban. Pero siempre sufríamos alguna contrariedad: un resfriado,
un problema de movilidad, un post operatorio, un viaje, y la cita se iba
posponiendo y posponiendo. Los cumpleaños pasaban, los dos del signo de Leo, y
siempre nos decíamos que de ese año no pasaba. Este 2019 lo teníamos señalado
como el definitivo y el café ya estaba servido encima de la mesa de nuestro
ambigú de siempre, que en la espera ya había sido hasta reformado. Pero no pudo
ser: un ingreso de urgencia en el hospital dejó la taza humeante sobre la mesa.
Y nos tuvimos que despedir en una habitación de hospital, de un modo que nos
hacía confiar en que llegaría ese café en otoño, y lo que llegó, sin embargo,
fue un desenlace que no estaba previsto y que siempre es inevitable.
Marina en mi recuerdo es una risa franca que se conmueve ante el azar y
que juega a jugar el juego, mientras dice qué divertido y lanza líneas al aire
hasta que te acaba enredando en su cometa.
Gracias, Jesús, no la definiría mejor. Ese espacio era vuestro, cuando he pasado ocasionalmente por allí no podía evitar acercarme al cristal y ver si seguíais dando luz a un mundo no siempre de color. Un beso grande. Y nos vemos pronto en torno a su obra y su recuerdo. Marina siempre en mis pupilas.
ResponderEliminarTierna descripción de una personalidad que solo puede hacer un poeta.
ResponderEliminarGracias Jesús, un abrazo fuerte, poesía y amor.
ResponderEliminarFeli
Muy bonito Jesús.Invita a reflexionar sobre los "evitables" cotidianos que nos roban el tiempo de lo importante.
ResponderEliminarPrecioso homenaje Jesús. Siempre certeras tus letras, cargadas de nostalgia por momentos previstos y deseados que quizá, al final, se quedan en el recuerdo. Un beso enorme. Pepa
ResponderEliminarEs precioso y muy bien escrito. Un canto a la amistad nostakgnos y triste pero muy hermoso. Gracias Jesús
ResponderEliminarMuy emotivo y sentido tu relato, lamento que tuviese ese desenlace....
ResponderEliminarPienso que por esos motivos inesperados y por otros fuera de nuestro alcance, no debemos dejar pasar el tiempo y siempre reunirnos con las personas que queremos, sin dejar que el tiempo pasa inexorablemente.
Por ese motivo, espero verte pronto
Un beso a los dos
Se llamaba Marina y era una superviviente. Así podía haber empezado perfectamente este texto. Me encanta Jesús, qué tierno, qué bien escrito, qué amistad tan intensa y profunda retratas, casi se toca. Muy bien. Un abrazo, Rocío
ResponderEliminarEmocionante hasta la lágrima, cariñoso hasta el amor, excepcional como el milagro. Gracias Marina por existir, gracias desconocido Jesús por escribirla con tanta ternura y poética bondad.
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