sábado, 12 de octubre de 2019

Unitario



   -Pues sí que has tenido mala suerte…- me dijo mi madre cuando le conté, recién publicada, la noticia.
    -Con lo grande que es España te tenían que dar a ti, precisamente a ti, un pueblo perdido. Si casi no has salido de Madrid ni en vacaciones, y ahora ya ves, Artieda, qué Dios sabe dónde está…
   En la cara de mi madre había contrariedad, claro, pero también una pizca de picardía maligna, como si esperara que el mayor de sus retoños se pusiera a llorar, como cuando era pequeño, y le fuera a pedir, por lo que más quieras, que le librara de aquella desgracia de tener que dejar su cómoda casa en un barrio bien de la capital para empezar a ejercer su carrera de maestro en una escuela unitaria de Zaragoza. Pero si creía que yo iba a renunciar a mi vocación, con lo que me había costado aprobar aquellas oposiciones a maestro del estado, estaba muy equivocada, que lo importante para un docente, lejos de los habituales comentarios sobre sus largas vacaciones o el hambre que gastamos, es tomar posesión de su aula y formar a hombres y mujeres libres para un futuro mejor.
   A mis veintitrés años, con una conocida afición por el transporte público capitalino que me había convertido en un experto en líneas de metro, autobuses y trenes de cercanías, un urbanita independiente y orgulloso de no contribuir innecesariamente a la contaminación, lo primero que hice fue sacarme el carné de conducir para poder llegar hasta un pueblo que apenas tenía cien habitantes y al que difícilmente se podía acceder si no era con un vehículo propio. Con la letra L en un coche de segunda mano, me presenté en Artieda y me dirigí a la dirección que me habían dado por teléfono. Era 1988 y un piso en alquiler allí tenía un precio de diez mil pesetas al mes, que bien podía pagar sin apuros con mi recién inaugurado sueldo de maestro.
   Cuando regreso ahora, con lo poco que me resta para la jubilación, Artieda me parece un paraíso en la tierra. Íntimo, recoleto y pacífico, sin las prisas de la gran ciudad, con gente que te mira a los ojos y que no tiene prisa, que prefiere la conversación de horas en la puerta de su casa o en el banco de la plaza a los programas de la telebasura o a los cotilleos de las redes sociales. En el mundo líquido de la sociedad actual, sus vecinos, a muchos de los cuales yo he tenido en mis aulas y he aprendido a conocer y respetar, me parecen los supervivientes de un orden antiguo en el que la bondad estaba por encima de la inteligencia, la solidaridad por encima del egoísmo, la justicia por encima de los intereses económicos. Por eso me gusta volver, porque no les faltan los medios tecnológicos, sino la voluntad de usarlos contra el sentido común o contra el vecino.
   Pero entonces, al principio, yo me sentí morir: aparte de impartir mis clases y de prepararlas bien, corregir ejercicios y exámenes, no tenía nada más que hacer. No había gimnasio, no había centro social, no había actividades culturales. Los más se desplazaban a Sangüesa o a Sos del Rey Católico para hacer las compras o ir al cine; los menos, a Pamplona o incluso a Zaragoza. Por mi edad yo no encajaba en el bar del pueblo, donde se jugaba al dominó o al subastado, ni en las reuniones con el farmacéutico, el alcalde y el cura, que me pasaban entre los tres más de cien años. Así los días eran una sucesión de jornadas escolares, donde las caritas de mis once alumnos, de cuatro a trece años, eran las únicas novedades que me interesaban lo suficiente entre Navidades y Semana Santa, entre Semana Santa y el verano. Nunca en mi vida he recibido más cariño ni me he sentido más útil que en aquellos dos años que pasé formando a unos niños, que hoy son ya adultos, tienen sus propios hijos y comienzan en algunos casos a peinar canas, mientras yo aprendía a conocer los signos de la lluvia en el cielo, los efectos del viento sobre el valle y el ciclo vegetal en los campos. Aprendí a pasear mientras mi corazón rememoraba los versos de Antonio Machado en Soria.
   De regreso a mi ciudad, para siempre me sentí viudo del cierzo, al que añoraba irremisiblemente cuando la brisa primaveral castellana me bañaba con una suavidad que ya no me complacía; echaba de menos ese viento contra el que hay que caminar tumbado hacia delante, con los pies bien plantados en el suelo, para hacerle frente y vencerlo. En aquellos años ya no era el caballero, ni el molino, sino un híbrido de campo y ciudad, de sombra y sueño. Me movía por la ciudad como un sonámbulo de horizontes infinitos, con la mente más allá de las vallas publicitarias, de las fachadas de los edificios, de los adornos que rematan los bloques de hoteles y cinematógrafos.
   Quien regresa ahora a Artieda en Navidades y en Semana Santa es un mixto aristótelico del campo y la ciudad, con el alma ardiendo en puro fuego y el cuerpo consumido de tanto respirar, oxidado pero no vencido, que sabe que no se trata de que los extremos se toquen, sino de que en él no se puede disociar el oxígeno del hidrógeno, el agua del aceite, la bondad de la inteligencia, porque solo en el equilibrio, en el respeto, en la igualdad de naturaleza y tecnología, se puede mantener la esencia de la humanidad, que está hecha de observación, de paciencia y de valores sociales.
   -Pues sí que has tenido mala suerte…- me dijo mi madre cuando le conté, recién publicada, la noticia.

(Este relato obtuvo el tercer premio en el Certamen Internacional de Relatos Breves "En torno a san Isidro" en Saldaña, Palencia, 2019)

2 comentarios:

  1. Como siempre, un relato muy bonito que hace comprender mucho de lo que se ignora en las grandes ciudades y que enseña el enriquecedor encanto de convivir con gentes "sanas" en toda la extensión de esa palabra.
    Gracias por escribir así estos relatos.

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  2. Redondo y perfecto, y muy emotivo para quienes formamos parte de la España vacía.

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