Nada más triste que el comienzo de la primavera. Ya ha pasado otro año
y en el espejo, lejos de verte mejor, te das cuenta de que poco a poco
te pareces cada vez más a tu padre, o a tu madre, con lo que tú los has
odiado, y ahora te ves condenado a recordarlos día sí y día también en
los gestos del afeitado, en el modo en que suplicas que te rasquen la
espalda o en el angioma que te crece poderoso en el brazo izquierdo y
que tiene además la virtud de ponerte mitad cabreado, mitad melancólico.
Otra primavera más para reconocer que no solo no eres mejor que ellos,
sino que posiblemente has sido una pérdida de tiempo para la evolución,
que contigo la especie no ha dado un paso al frente. Y, aún más, que
tenían mucha razón cuando te decían que ya comprobarías por tu propia
experiencia que el tiempo vuela pasados los cuarenta, que nadie ata los
perros con longaniza y que el ser humano es el único imbécil que
tropieza dos veces en la misma piedra. No es que no hayas cumplido ni
una sola de las grandes resoluciones del último uno de enero, como
siempre; es que, además, aún temes como posible que Rajoy se presente a
las próximas elecciones y, sin cumplir su primer programa electoral, las
vuelva a ganar con mayoría absoluta.
La realidad es, por cierto, mucho más cruel. Ya no se trata de valorar
el fracaso de los últimos meses o de los últimos años: con la llegada
de la primavera toca enfrentarse a la evidencia de que el mundo con el
que soñaste en la adolescencia, sin duda con el candor de los ilusos, no
solo no existe, sino que es posible que nunca más puedas volver a creer
en él; es cierto que en otros tiempos, cada vez más lejanos, estuviste a
punto de tocar ese cielo con las manos, pero fue tal vez un espejismo,
un barrunto pasajero, porque de aquel cielo azul y refulgente se
precipitó un diluvio como castigo divino contra la soberbia para barrer
el optimismo, la libertad, la fe en la vida, el progreso y la alegría de
fin de mes. Polvo eres y en polvo te convertirán, pobre romántico que
buscabas en la tarde de primavera el trébol de cuatro hojas y la paz de
espíritu. Eres la pobre sombra de una generación que salió brevemente de
los tiempos de la dictadura nacional católica para caer en las garras
feroces del neoliberalismo poco después.
Te dirán que has tenido suerte. Tus padres, tus abuelos, sufrieron la
guerra, el hambre, la opresión… Pero tú has tenido la fortuna de vivir
siempre en tiempos de paz, con el estómago lleno y la conciencia limpia;
has podido estudiar, leer, expresarte libremente, viajar… Sería un
consuelo si no fuera porque, cuando uno mira a su alrededor, ve otra vez
los jinetes del hambre, de la opresión y del miedo. Hay mucho miedo, un
terror paralizante y oscuro, porque sabemos que mandan los de siempre y
tienen la sartén por el mango, porque legislan para sus intereses y no
para los de la mayoría, y de seguir así las cosas comprendemos que
acabarán por quitarnos el agua, la luz y hasta el oxígeno.
Así las cosas, esta primavera tiene un aura fantasmal, un cierto olor
acre a la España triste del estraperlo, un aroma sucio a cárceles por
crímenes de opinión, un enfadoso regusto a condenas de muerte por la
defensa de valores solidarios, un eco atroz de purgas inclementes contra
maestros republicanos, un salobre sabor a mujeres oprimidas, niños
sometidos y ancianos olvidados. Esta primavera se parece mucho a aquel
insomnio de Dámaso Alonso de 1944: España es hoy un país de casi
cincuenta millones de muertos. No podría soportarla, si no fuera porque
hay todavía en mí un poco de mis mayores, de mi padre, de mi madre, de
mis abuelos, y a veces toca a rebato contra la comodidad diaria y me
pide con fuerza que saque mis puños a la calle.
Vaya, yo creía que lo peor de la primavera eran las alergias. Ahora resulta que nos deja también ese olor acre, esa memoria rediviva...
ResponderEliminarAbrazos, siempre