Hoy es el primer día en el que me
dejan salir de casa, solo, para un paseo breve. No más allá de tres manzanas,
en las que me tengo que relacionar con al menos tres personas, de manera normal.
El primero, el conductor del autobús; le pago el euro con veinte del billete y
me siento a mitad del vehículo, junto a la ventanilla, viendo pasar los árboles
de la avenida y las gentes que entran y salen de las tiendas, libres. Voy
detrás de un hombre joven, con la cabeza rapada. Hay algo obsceno en esa piel
lisa, tersa y brillante, algo que me perturba y me llama poderosamente la
atención, hasta el punto de no poder dejar de mirarla. No es excesivamente
grande y tiene una forma que se acerca más al ovoide del huevo que a la pelota
esférica, con extrañas protuberancias, sobre todo en la parte de atrás. El
individuo no es del todo calvo; se puede advertir en los laterales y en la
parte posterior que unos incipientes pelillos le salen tímidamente, como pequeños
soldaditos en sus trincheras. Me hubiera gustado saludar al calvo, pero me
aterra que me mire mal, así que me bajo del bus sin volverme a mirar por última
vez ese cráneo desnudo e impúdico.
Ahora mis pasos me llevan hasta la cafetería de la plaza, donde trabajé
hace ya años. La camarera se acerca a mi mesa, con pasos decididos y una
sonrisa amplia, aunque no me conoce de nada. Le pido un café con leche y una
napolitana de crema, que cuesta dos euros con veinte según reza el anuncio de
desayunos. Me ofrece el zumo de naranja, pero no me apetece y le digo que no,
no sin antes darme cuenta de que es bastante bonita, tiene la cabeza no
demasiado grande y que parece lista. Hoy no me he atrevido a sonreírle, pero
mañana regresaré a la misma hora y trataré de seducirla con una mirada limpia y
un semblante alegre. Seguro que le gusto. El local está semivacío pero a mí no
me importa, y mientras le doy vueltas al café con leche observo a los clientes,
todos con pinta de oficinistas y con cabezas de tamaño medio; ninguno tiene un
cráneo demasiado enorme, me digo, como tiene que ser, me confío.
El regreso resulta aún más fácil que el viaje de ida. El conductor se
queda con el resto de las monedas, contadas y recontadas, que llevaba para la
excursión. Por uno veinte me deja subir, me da el billete y yo le sonrío,
porque tiene una mirada que me produce confianza, suave y contenida. A la
vuelta procuro no mirar a la gente, que el cielo está muy azul y el aire huele
a primavera; trato de no fijarme en las pocas personas que viajan conmigo, pero
de vez en cuando echo unas ojeadas rápidas, lo suficiente para comprobar que
son personas normales, de complexión normal, con su cabeza proporcionada y
actitudes serenas. Un avión de reacción cruza sobre mi cabeza dejando una
estela que poco a poco se va diluyendo en el azul. Me gustaría tanto volar…
Mañana volveré a desayunar al viejo local de la plaza y trataré de
sonreír a los conductores del autobús y a la camarera, y haré un poco de compra
en la frutería de la esquina. La vida es fácil, parece sencilla, y nada me
perturba ya, a no ser que sea yo mismo, anclado al suelo pero con unas enormes
ansias de volar alto, cada vez más ligero y más alto.
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