Con unos pocos ahorros y una ayudita del banco, que me coloca a mí un préstamo al seis por ciento cuando recibe el dinero prácticamente gratis de las entidades europeas, que ya me gustaría a mí quitarme al intermediario de encima y contratar directamente, así se amasan las grandes fortunas en este mundo, sin correr riesgo económico alguno, incluso sin capital inicial, con eso, digo, me compré una plataforma. No vean las caras de horror de los míos. ¡Una plataforma! ¿Pero para qué? Y es que en nuestra sociedad se habla mucho de la libertad de expresión, del emprendimiento y de la iniciativa individual, pero cuando tomas una decisión que solo a ti te compete (bueno, al banco un poco también) ahí están los demás, allegados o no, para decirte enseguida lo equivocado de tu proceder.
Pues sí, me compré una plataforma. Seguramente sería una inversión ruinosa. No me iba a dar ni un euro. Probablemente tampoco se revalorizaría y, por tanto, no sería posible venderla dando un pelotazo de esos antológicos que producen la admiración de todos y que disparan al máximo los índices de envidia. Como no iba a dar dividendos, ni me iba a convertir en un potentado, en general se me miraba al respecto por encima del hombro, a veces con desprecio, otras con conmiseración, como diciendo que por ahí pulula ese loco, ese inútil, con sus ideas de bombero. Pero a lo que creía, no todo en esta vida se reduce al dinero ni a las ganancias, aunque la mayoría de la gente se afane toda su vida por amasar fortunas para, al final, espicharla igual, dejando una herencia por la que se van a pelear, a veces hasta la muerte, sus afortunados sobrevivientes. Confiaba en que, salvo la plataforma, que nadie querría que se la endosaran ni por asomo, no tendría nada que legar a los pocos que aspiraran a convertirse en mis herederos. Así dejaría atrás muchos menos enemigos, propios o ajenos, lo que era un buen balance, al cabo, para una existencia humana media.
La plataforma, por más que pareciera una mala idea, poco a poco fue teniendo mejor aceptación, no sé si porque yo me paso de tonto o de bueno. El caso es que, aplicando mis ideas humanistas, de manera generosa y desprejuiciada, todo tipo de fauna se asentó en ella para aprovecharla, que lo gratis llama mucho la atención y no faltan bocas, ni manos, ni pies, para hacerse con su trocito. Es verdad que al principio la tomaron con educación y buenas maneras, pero no es menos cierto que, en cuanto el espacio empezó a escasear, aparecieron los codazos, las amenazas y hasta las expulsiones. Claro que la plataforma es mía y que en última instancia aquí se hace lo que yo quiero, pero por cuestiones de urbanidad tuve que reducir el espacio que me quedé al principio para uso personal, negociar con mis invitados ciertas normas que no les parecían adecuadas y crear un servicio policial que sirviera para poner orden en el caos en el que habíamos terminado viviendo todos casi sin darnos cuenta.
Ante los primeros signos de aparición de mafias y otros poderes paralelos al mío, que son consecuencia de la maldad intrínseca de ciertos individuos indeseables y asociales, convoqué entre mis fieles una tormenta de ideas para poner orden en el desgobierno. No fue nada fácil, porque para entonces ya se había instalado colectivamente la idea de que la plataforma era de todos y había todo tipo de organizaciones dispuestas a dar la batalla legal para mantener la situación de hecho como un uso y una costumbre debidamente adquiridas. Así que me las vi y me las deseé para ir ganando una a una cada batalla hasta convertirme en el ser más impopular del mundo por impulsar desahucios, deportaciones, expulsiones sumarísimas, evacuaciones preventivas y actuaciones judiciales, que acabaron por establecer una frontera jurídica en los límites de mi plataforma; finalmente no quedó en ella más que quien yo quise, que para eso era mía y la quería a mi gusto.
Por supuesto, los problemas no acabaron ahí. Los deportados, los expulsados, los desahuciados…, creían seguir teniendo derechos y me denunciaron a los organismos internacionales para que aplicaran las leyes supranacionales a mi pequeña monarquía, porque a esas alturas yo ya había decidido convertirla en reino y dictar leyes que me protegieran, como rey omnipotente, de la voracidad ajena. Poco me importó, la verdad, que iniciaran esos procesos largos y tediosos, llenos de trampas judiciales y administrativas que siempre, siempre, favorecen a los propietarios, porque en el peor de los casos todavía estaba en mi mano convertirme en una autarquía, cerrar fronteras y defenderme con armas, nucleares o no, de cualquier amenaza.
A estas alturas la plataforma cuenta con buena salud, afortunadamente. Después de tiempos convulsos y decisiones poco acertadas, tras haber superado esas dificultades que las grandes ideas traen aparejadas hasta que la mayoría las asume y las comparte, hoy es un modelo de éxito, incluso económico: da beneficios, reparte riqueza y se ha convertido en todo un paraíso fiscal, de tal modo que hay una lista de espera para ser admitido y puedo decir con todo rigor que en esta plataforma no hay un solo pobre, un solo sin techo, un solo enfermo; aquí nadie nos molesta a los que nos podemos llamar los buenos, los despiertos, los que sabemos aprovechar las oportunidades…
Sigo pensando que no todo se reduce al dinero o a las ganancias, pero lo que no quiero ya parecer es tonto en una plataforma que es mía y en la que se hace lo que yo quiero. Es lo bueno que tiene el poder. Y en cuanto a quién la vaya a heredar, eso ya no es problema mío: el que venga detrás que arree, que el mundo es de quien lo conquista. Ahí se queden mis enemigos y se maten entre ellos, que nada podrá empañar ya una vida de éxito como la mía.