sábado, 27 de septiembre de 2025

Wilson

 


   Todos los veranos vengo a pasar el periodo vacacional a este rincón secreto del norte. Huyo, cómo no, del calor achicharrante de los últimos años en el centro y sur de la península, porque, desde que apareció el dichoso virus del covid y se empeñó en no desaparecer, todo va de mal en peor. Y no me refiero solo al mundo virtual, que de por sí ya viene trufado de infundios y una realidad paralela digna de las mejores distopías de ciencia-ficción, sino también al despreciable cosmos analógico, en el que invasiones injustificables, genocidios, deportaciones insolidarias, incendios y demás plagas postbíblicas, se ignoran con el simple gesto de obedecer al algoritmo para cerrar los ojos y endurecer el corazón. Con empeño e ignorancia se puede obviar casi todo, pero, claro, lo que no se puede negar es el calor: cuando el cuerpo rompe a sudar a chorros, se deshidratan las patatas y los smartphones se recalientan pese al aire acondicionado puesto al máximo, a ver quién es el loco que niega la mayor y se expone al aire libre sin sombrero y sin seguro médico.

   En el norte, a la sombra y en casa: ese es mi mantra para los nuevos veranos del covid. La emigración estacional a zonas menos asoleadas, que antes llamábamos vacaciones y ahora es una emergencia sanitaria a la que no todos llegan en un sistema tan insolidario como neoliberal, resulta tan inevitable dadas las circunstancias como la búsqueda de nuevos pastos en las llanuras de África por parte de ñus y cebras; la diferencia tal vez resida entre la inteligencia de las bestias y la de los seres humanos (o tal vez no, al fin y al cabo de la desorganización y las urgencias lo que se deriva es un festín para los depredadores, especuladores y demás despreciables hienas). Lo cierto es que el norte se ha puesto de moda, se ha remasificado, se ha colmatado de emigrantes temporales, a los que cada vez les cuesta más pagar una habitación, un bocata de atún con pimientos y las cañas por las que se ascienden los escalones de la felicidad. Emigrantes climatológicos que molestan a los autóctonos tanto como los emigrantes extranjeros a los muy españoles y mucho españoles. Que el mundo sigue siendo estrecho y ajeno, mal que nos pese a algunos y maraville a esas masas adoradoras del becerro de oro, es un hecho en este mundo mangoneado por mister Calabaza con sus chuchos naranjas y su discurso infantiloide.

   Así que empezaré por ocultar este paraíso lleno de frescuras, delicias y soledades a su conocimiento. Solo faltaba que el año que viene me los encontrara por aquí, deambulando por mis senderos, acaparando los frutos del bosque con los que hoy por hoy continúo haciendo mermelada para todo el año o lavando sus trajes de baño en la calita donde a menudo vengo a meditar en soledad. Mi escapada a tierras septentrionales es algo más que un capricho: después de diez meses de soportar a diario los humos de fábricas y coches, de rozarme sin ningún deseo con media humanidad en metros y autobuses, de intoxicarme con alimentos dudosos y ultra procesados, de emponzoñarme con millones de noticias a cada cual más pésima y desalentadora, yo vengo a estas latitudes a disfrutar del aire puro, de los espacios abiertos y solitarios, de la comida de proximidad y de un alejamiento voluntario de todo tipo de agencias de divulgación tendenciosa de noticias, ya sea en pantallas, receptores de radio o moribunda prensa escrita. Seguramente me comprenderán muy bien, porque ¿quién en su sano juicio no busca la paz y el sosiego en la plenitud de la mejor estación del año?

   Por eso no hablo a nadie de la ubicación exacta ni aproximada de mi paraíso personal, no sea que por un desliz sin importancia me vea asediado por una caterva de turistas con sandalias, paloselfis y canillas cangrejeras. Ni siquiera me traigo el móvil. Televisión y radio también las tengo en el ostracismo más absoluto. Durante dos meses estoy conmigo mismo, meditando, durmiendo, leyendo, cocinando, paseando, disfrutando como un loco de este nirvana pasajero, hasta que regreso en septiembre a mi rutina para descubrir que los medios de incomunicación de masas siguen hablando de los mismos asuntos, como si no hubieran transcurrido sesenta y dos días. Y hasta me digo que, si fuera realmente perspicaz, me bastaría con escuchar un solo día las noticias para estar perfectamente desinformado el resto del año.

   Precisamente hablaba de eso con Wilson hacia el quince de julio. Me acuerdo muy bien porque tuvimos una bronca gordísima por esa cuestión. Wilson, una pelota como la de la película “Náufrago” que me compré para que me hiciera compañía y que me resultó demasiado contestón, y hasta un poquito reaccionario, intentaba convencerme de que no podía negar lo evidente y de que mi paraíso terrenal estaba contaminado por un sinfín de ondas de radio, de televisión y mierdas similares y que, aunque yo me negase a aceptarlo, me rodeaba toda la información como un traje hecho a medida, que se me acomodaba hasta al último orificio del cuerpo e incluso me lo atravesaba.

   Debo reconocer que estuve por darle una patada a mi Wilson y mandarle a darse un garbeo por alta mar, pero me hacía tanta compañía que se me quitaron las ganas conforme se me fue pasando el cabreo. El veinte de julio lo descosí y le di la vuelta para comprobar que el maldito no ocultaba un receptor para mantenerse informado o un transmisor para enviar mis datos a China o a Corea del Sur: ¿se creerán ustedes que estaba invadido de chips y de entes alienígenas? Así que sintiéndolo mucho lo quemé el día 21 de julio en una pira playera a la que aporté casi todo mi ajuar, la mayoría importado de países orientales. No me quedó casi nada, pero después de eso casi puedo vivir tranquilo, casi sin sentirme controlado o espiado.    

 

sábado, 2 de agosto de 2025

Un mundo en color



 

A María Rodríguez, in memoriam

Paleta de pintor,

tus pupilas se dilatan ante la fulgurante luz

del último arcoíris que trajo la tormenta:

está hecho de la materia de los sueños,

leve conciencia que, presta, se diluye en la tarde

y deja en el aire un perfume de agua de lavanda,

un sabor a cítricos verdes y amarillos,

una sutil caricia de celofán rojo

bajo el que laten, insomnes, los acordes de la nostalgia.

Esa evanescencia nos dejas tras tu paso,

como una colección de sombras y rumores

que sestean en los surtidores de las fuentes

y en el azul de las estelas tras los barcos.

Nosotros no podemos compartir contigo ese viento

que ha surgido de las bocas de los estuarios,

pues es demasiado el volumen que nos liga al suelo,

esa maraña de turba enraizada en el humus.

Apenas intuimos el brillo que este cuadro rezuma,

acostumbrados a ver el mundo con ojos de molusco,

nosotros que admiramos tanto y tanto

la deslumbrante luz de tu mirada.

 


 

sábado, 5 de julio de 2025

Guayacán

 

   Odio los meses de mayo y junio. Los aborrezco con toda mi alma. La naturaleza los decora con flores multicolores y los más diversos alérgenos. Altera nuestras hormonas hasta convertirnos de nuevo en simios. Los monos vestidos de seda y las monas vestidas de organza no paran de estornudar, de sonarse la nariz, de sufrir el lagrimeo de unos ojos irritados, de rascarse la piel con fruición hasta descamarla. Y, pese a todos esos molestos síntomas, que a cualquier simio inteligente le llevaría a subirse a la acacia más alta y sestear hasta el fin de la temporada de calor, la inteligente humanidad se afana en una trabajosa vida social en la que lucirse y ser bien visible se convierte en la prioridad máxima, ya sea como comulgante, padrino, testigo, oficiante, acompañante, invitado, curioso o fotógrafo, que lo importante es celebrar que se está bien vivo en un mundo no apto para alérgicos ni blandos de mollera. Que luego vendrá el tío Paco con la rebaja ya lo damos todos por descontado, pero, como reza el dicho popular, el muerto al hoyo y el vivo al bollo, al menos mientras nos dejen.

   Y todo lo anterior no lo digo con cinismo, no. No vayan a creer que encubro, como hacen la mayoría de los políticos que conozco, con afirmaciones incoherentes y sobradas mi verdadero pensamiento. Yo, pueden darme crédito, no trato de venderles nada, ni siquiera una imagen intachable, ni, aún menos, el perfil de líder que les llevará al desconcierto y al país a la deriva, pese a la indudable fotogenia y la grandísima, contrastadísima preparación para engatusarles con dos palabras simples, una mirada miope y una sonrisa paralizada en las comisuras por dos toquecitos de bótox quincenales. Claro que ustedes ya están acostumbrados a tantos cínicos, que van a dudar de mis palabras diga lo que diga, así que asumo que no tengo nada más que aportar a mi favor y lo dejo, fatalmente, a su criterio.

   Empezaré por una confesión. Como los actores y las actrices de Hollywood, como tantos millonarios americanos, me he casado cinco veces y me he divorciado otras tantas. Siempre convencido, eso sí, de que el verdadero amor es eterno y capaz de superar todas las adversidades, siempre confiando en su poder regenerador y en la felicidad que a uno le aporta mientras dura. Claro que he descubierto que esa supuesta eternidad en ocasiones no dura ni un mes y también que ciertas adversidades (algunas que huelen a kilómetros a cuerno quemado, otras que se esconden en los secretos de las cajas fuertes de las entidades bancarias) te degeneran hasta convertirte en un energúmeno reconcomido y triste. De todas esas experiencias, claro, me ha quedado un conocimiento que se traduce para mi desgracia en cinco procesos de divorcio que me han esquilmado la cartera y me obligan a pagar varias pensiones compensatorias, además de que por el camino he perdido varias casas, vehículos, un yate con toda su tripulación y algunos capitales que no había tenido la precaución de ocultar en paraísos fiscales, desobedeciendo en eso a mi asesor, que aún está tirándose de los pelos por no haber sabido calcular el monto total de tanta desgracia y que nos ha hecho a los dos perder tanto, tanto dinero.

   Entenderá ahora mejor que odie tanto los meses de mayo y junio. No por la primavera en sí, que yo soy alérgico al matrimonio, pero no a las gramíneas, sino porque la gente joven, y algún incauto de más edad también, se empeña en casarse en cuanto los días se alargan un poquito y los brazos y las piernas se exponen al sol provocando el aumento de la libido y la pérdida del raciocinio en la cabeza más doctorada. Cuando me llegan a casa esos tarjetones en que las ufanas parejas comparten su ilusión conmigo y me invitan a ser testigo de su felicidad, con barra libre y música en directo, un festín de bárbaros y bailes agarrados donde siempre hay alguien conocido, alguien deseable y alguien aborrecible, lo que me dan ganas es de internarme en la selva del Amazonas y, subido a un árbol, desaparecer hasta que de la deslumbrante pareja no quede ya más que el acuerdo de separación, el reparto de bienes y el odio eterno hacia la otra parte.

   Claro que no todas esas aventuras de a dos terminan tan mal, aunque yo por experiencia directa o indirecta calculo que el noventa por ciento son un desastre, haya o no un divorcio final. Desde pequeños nos cuentan historias románticas, pegajosas como el algodón de azúcar, y crecemos pensando en que nos mereceremos un amor mayúsculo, de premio gordo, de esos que salen en las pantallas en plano medio y que tienen la guinda del beso, mientras nuestros padres se tiran la vajilla a la cabeza, se ignoran o se pelean con una ferocidad de perros rabiosos por no se sabe qué hueso. Y, pese a los modelos fallidos de padres, tíos, abuelos, vecinos, narradores escépticos y cineastas descreídos, nos sentimos el ombligo del universo, unos privilegiados a los que nada, ni siquiera la rutina, podrá tumbarles sus legítimas ansias de amor y gloria.

   Y ahora les tengo que dejar, que tengo una cita para conocer a una señora. En la aplicación dice que está pluridivorciada, como yo, y que a la busca de un caballero de los de antes, a los que les guste un flirteo largo, cenas a la luz de las velas y largos coloquios mirando el mar a la luz de la luna. También dice que solo con fines serios, lo que yo no acabo de entender del todo, porque tan serio es buscar casarse como no. Por si acaso, yo de todo lo anterior no voy a decir ni pío y, por si las moscas, ya tengo apalabrado un guayacán en Brasil por si tengo que salir huyendo y quedarme en el árbol hasta nuevo aviso.